La libertad religiosa en España: una perspectiva constitucional histórica

AutorJosé Carlos Cano Montejano
Páginas55-77

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1. En los albores del constitucionalismo: la carta gaditana

Nace el constitucionalismo para defensa de la libertad cuya preservación es la finalidad de toda «asociación política», de todo Estado, según estableció el artículo 2 de la Declaración de derechos del hombre del ciudadano de 1789. Entre las libertades concretas que las primeras declaraciones de derechos vinieron a reconocer figuró la libertad religiosa. Véase, entre las americanas, la primera de todas, la Declaración del buen pueblo de Virginia cuyo artículo 16 estableció:

Que la religión, o las obligaciones que tenemos con nuestro Creador, y la manera de cumplirlas, sólo pueden estar dirigidas por la razón y la convicción, no por la fuerza o la violencia; y, por tanto, todos los hombres tienen idéntico derecho al libre ejercicio de la religión, según los dictados de la conciencia; y que es deber mutuo de todos el practicar la indulgencia, el amor y la caridad cristianas.

Aquellas declaraciones estatales de derechos acaban llegando a la Constitución Federal que conecta la libertad religiosa con la libertad de expresión y de prensa, y ofrece así un cuadro del régimen de opinión pública en el que deriva siempre un auténtico sistema liberal. La Enmienda I establece:

El Congreso no hará ley alguna por la que adopte el establecimiento de religión o se prohiba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíi camente y para pedir al gobierno la reparación de agravios

En el constitucionalismo continental europeo se sigue la misma técnica, aunque ya sesgada por un cierto anticlericalis-

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mo que va a evolucionar, en el caso francés, en un estricto Estado laico que desembocó en algunas manifestaciones anticatólicas durante ciertos episodios revolucionarios. El artículo 10 de la Declaración de 1789 disponía:

Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, inclusive religiosas, siempre y cuando su manifestació n no perturbe el orden pú blico establecido por la Ley.

Ya en España, la Constitución de 1812 recibió el inl ujo del constitucionalismo hasta ese momento desarrollado en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia que algunos de los constituyentes conocían bien. La Carta de Cádiz fue indudablemente revolucionaria, aunque se tratase de presentar como una suerte de actualización de las leyes tradicionales de los reinos españoles, como Argüelles, en el claii cador Discurso preliminar a la Constitución, explicaba muy bien. Según él la obra gaditana era una reforma de aquellas antiguas tradiciones que fueron olvidadas y que al restablecerse harían la felicidad la Nación. En este punto Argüelles miraba más bien la experiencia inglesa donde, en efecto, la evolución de las tradiciones había desembocado en un régimen constitucional aún sin aprobar un texto constitucional como el que el legislador gaditano había aprobado.

En dei nitiva, Argüelles disfrazaba de algún modo la obra en verdad revolucionaria con un ropaje de tradición. Con todo, ésta se mantuvo en algunos rasgos característicos, el más importante de todos ellos es justamente el que estamos tratando: la regulación de lo religioso en la que el texto gaditano se aparta de las corrientes centrales del liberalismo cuyos ejemplos señeros hemos recordado. En efecto, el artículo 12 de la Carta de Cádiz proclama solemnemente que:

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La religió n de la Nació n españ ola es y será perpetuamente la cató lica, apostó lica, romana, ú nica verdadera. La Nació n la protege por leyes sabias y justas, y prohí be el ejercicio de cualquiera otra.

En esto seguía la línea que abrió el artículo 1 del Estatuto de Bayona de 1812 que disponía:

La religió n Cató lica, Apostó lica y Romana, en Españ a y en todas las posesiones españ olas, será la religió n del Rey y de la Nació n, y no se permitirá ninguna otra.

En ambos textos, sus respectivos artículos 6 del Estatuto y 173 de la Constitución de 1812, el Rey en su advenimiento al trono debía prestar juramento con las fórmulas establecidas por ambos textos y en las que se juraba defender la religión oi cial. Este compromiso era especialmente intenso en el caso de la Carta gaditana. El citado artículo 173 disponía:

El Rey, en su advenimiento al trono, y si fuere menor, cuando entre a gobernar el Reino, prestará juramento ante las Cortes bajo la fó rmula siguiente:

N. (aquí su nombre), por la gracia de Dios y la Constitució n de la Monarquí a españ ola, Rey de las Españ as; juro por Dios y por los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religió n Cató lica, Apostó lica, Romana, sin permitir otra alguna en el Reino; que guardaré y haré guardar la Constitució n polí tica y leyes de la Monarquí a españ ola, no mirando en cuanto hiciere sino al bien y provecho de ella; que no enajenaré , cederé ni desmembraré parte alguna del Reino; que no exigiré jamá s cantidad alguna de frutos, dine-ro ni otra cosa, sino las que hubieren decretado las Cortes; que no tomaré jamá s a nadie su propiedad, y que respetaré sobre todo la libertad polí tica de la Nació n y la personal de cada individuo; y si en lo que he jurado, o parte de ello, lo

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contrario hiciere, no debo ser obedecido, antes aquello en que contraviniere, sea nulo y de ningú n valor. Así , Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no, me lo demande.

Quedaba claro que, en contraste con el Estado laico fran-cés y con el claramente aconfesional americano, el constituyente español, más en línea con la experiencia anglicana inglesa, conformaba un Estado nítidamente confesional católico, sin tolerancia ninguna con otras religiones que, a tenor de lo establecido por artículo 12, quedaban prohibidas.

Así las cosas, la Carta gaditana incurría en una contradicción porque proclamaba la libertad de imprenta y, en implícita consecuencia, la de la libertad ideológica, pero al mismo tiempo negaba la libertad religiosa y se establecía la confesionalidad del Estado. En efecto, si por un lado el artículo 12 prohibía el ejercicio de cualquier religión, salvo la católica, a cuya salvaguarda está llamada la Nación, el artículo 371, curiosa y signii cativamente ubicado en el Título IX («De la instrucción pública»), reconocía a todos los españoles «libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión, aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que establezcan las leyes». Tal libertad había sido profusamente ejercida al amparo del Decreto IX, de 10 de noviembre de 1810, de libertad política de imprenta, que anticipó la posterior redacción constitucional.

Había entonces que hacer un delicado ejercicio de deslinde entre libertad de pensamiento religioso y libertad de pensamiento político, amparada esta última por el artículo 371 y proscrita aquella por el ya citado artículo 12. Los acontecimientos de entonces así lo demuestran, pues el libérrimo ejercicio de la libertad de imprenta suscitó airadas protestas de los sectores más integristas que deseaban acotar esta libertad que consi-

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deraban exorbitante en sus manifestaciones concretas y poco respetuosas con la religión. El régimen jurídico era muy distinto en cada caso, pues para esta última existía una censura mien-tas que se proscribía para la libertad de imprenta. Los constituyentes advirtieron la necesidad de una opinión pública libre fundada sobre el comercio de las ideas políticas que contribuyera a formarla. De este comercio de las ideas excluían, sin embargo, las religiosas, por entender que la religión católica, «única verdadera», era la propia de la Nación española. Quedaba así proclamado el principio de unidad religiosa, bien es cierto que con tono regalista que no ha pasado desapercibido.

Tan importante debió parecer a los padres de la Constitución la tarea de proteger la libertad de imprenta que a la gené-rica misión encomendada a la Nación por el artículo 4 de «conservar y proteger la libertad civil y la propiedad mediante leyes sabias y justas», el artículo 131, vigesimocuarta, concreta como facultad de las Cortes la de «proteger la libertad política de imprenta». Quedaba así clara la especii cación política de esta libertad, sin amparo para una genuina libertad de pensamiento y de imprenta asociada a cualquier idea. Había de ser en el terreno práctico que por desgracia no tuvo tanto recorrido, donde se acotara el margen reservado a las ideas religiosas, incuestionables, y al resto de las ideas que sí podían ser objeto de controversia pública. Mientras que en el ámbito anglosajón y mucho después también en el francés, la libertad religiosa, y en el caso galo, la clara animadversión hacia la Iglesia católica, originaron o sirvieron de fundamento a la libertad ideológica en general y política en particular, el catolicismo de la mayoría de los constituyentes gaditanos impuso esa extraña, a ojos actuales, combinación entre Estado...

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