La libertad de expresión como herramienta de acción sindical. A propósito de la STC 89/2018, de 6 de septiembre

AutorCarolina Martínez Moreno
CargoCatedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Universidad de Oviedo
Páginas127-136

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1. Algunas consideraciones de alcance general sobre la libertad de expresión y las relaciones laborales

A poco que se observe la realidad circundante no resulta difícil percatarse de que no corren los mejores tiempos para las libertades, entre ellas, la de expresión. Da igual que se trate de manifestantes, activistas, actores, periodistas, comunicadores, artistas, cineastas, fotógrafos o raperos. Abundan últimamente los casos en los que hacer cierto tipo de declaraciones, o divulgar o difundir según qué ideas, imágenes o lemas no sólo puede ser objeto de censura, sino que puede llegar a ser generador de responsabilidad, incluida la penal. Y lo peor es que parece haberse desintegrado un cierto consenso social sobre lo que era aceptable o entraba ya en el terreno de lo reprobable o incluso ilícito. En el peor de los casos, ese sacrificio se perpetra en el altar de algo tan inconsistente y opinable como pueda ser lo políticamente correcto.

Las relaciones laborales son, como es bien sabido, un contexto particularmente abonado para los conflictos derivados de la colisión entre el ejercicio de los derechos y libertades de las personas que trabajan, incluida desde luego la libertad de expresión, y el interés de la empresa en mantener un cierto orden y ambiente en su organización, o en preservar su buen nombre y prestigio. La STC 89/2018, que ahora se comenta, es, en más de un sentido, un magnífico ejemplo de ello.

Como he manifestado ya en otra ocasión –recogiendo una convicción bien asentada en nuestra cultura jurídica–1, la empresa en absoluto constituye un mundo aparte, estanco del resto del sistema social o ajeno a los principios y valores conforme a los que la sociedad se organiza y desenvuelve. Y el respeto a los derechos básicos de toda persona, la garantía de su integridad y la interdicción de limitaciones injustificadas o abusivas de los mismos, resultan, también en este espe-

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cífico ámbito, insoslayables y de obligada compatibilidad con el reconocimiento de la libertad de iniciativa económica y de empresa que lleva a cabo el art. 38 CE. Se podría decir que en la medida en que las libertades de información, opinión y expresión constituyen el fundamento de una sociedad libre, democrática y participativa, tolerante y pluralista (SSTEDH de 23 de abril de 1992, Castells c. España, § 42, y de 29 de febrero de 2000, Fuentes Bobo c. España, § 43), su ejercicio resulta tanto o más necesario en la esfera de unas relaciones laborales que pretendan acoger esos valores y no estar basadas únicamente en el ejercicio de poder y autoridad.

Pues bien, si como dice una muy temprana doctrina constitucional (desde la emblemática STC 88/1985) los derechos fundamentales no son atributos de los que el trabajador se despoje por el mero hecho de prestar servicios en régimen asalariado, por más que puedan estar connotados por la existencia del vínculo laboral, es fácil concluir que también en el contexto de una relación de trabajo será posible exteriorizar ideas, pensamientos, juicios de valor y opiniones críticas, que son por naturaleza personales y subjetivos, inescindibles de una parte del desarrollo de la personalidad humana que se desenvuelve en las proximidades del círculo más íntimo de cada cual, el que corresponde a la moral, el espíritu y la conciencia. Y pese a ese difuso alcance y contenido que caracteriza a la libertad de expresión, el propio TC nos ha aclarado que la misma comprende sin la menor duda el derecho a la crítica, también cuando esta pueda resultar desabrida o inquietante, asumiéndose el carácter potencial y frecuentemente molesto para el que las padece de esas opiniones valorativas. Con un límite que parece claro pero que no lo es, ubicado en la frontera de la injuria, la ofensa o el ultraje innecesarios (por todas, SSTC 6/2000 y 49/2001).

La libertad de expresión –junto con los derechos informativos, y de reunión y manifestación, de frecuente ejercicio conjunto– ofrece, en efecto, un abanico de usos laborales de lo más variado. Y una de las vertientes más significativas es la que se despliega en la órbita de las instituciones que integran el sistema de relaciones laborales, pasando así a formar parte de los derechos de acción colectiva, que son a su vez elemento funcional o instrumental característico e inescindible de la propia libertad sindical consagrada en el art. 28.1 CE.

El paradigma clásico de este uso de las libertades de expresión y, sobre todo, información lo encontramos ya en el reconocimiento legal de la figura de los “piquetes” (art. 6.6 Real Decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo), que constituyen uno de los actos de acompañamiento de la huelga por excelencia. Pero ocupa igualmente un lugar destacado como parte intrínseca de la exigencia de funcionamiento democrático que impone el art. 7 CE, pasando a ser una faceta esencial de la organización interna del sindicato, así como del estatuto básico del afiliado. Y, en fin, puede conformar también una medida de conflicto colectivo autónoma, como instrumento de presión en sí mismo. Como con total claridad dice el TC (STC 227/2006, con referencia a la STC 198/2004):

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“…es un principio predicable de las situaciones de conflicto laboral la publicidad o proyección exterior del mismo que abarca también la de sus circunstancias a los efectos de exponer la propia postura o recabar la solidaridad de terceros […]

[…] su finalidad inequívocamente sindical, dirigida a la mejora de la posición reivindicativa de los trabajadores con vistas a una solución del conflicto favorable a sus intereses, hacen de esa divulgación una actuación sindical que… no puede apreciarse que quebrantara las obligaciones legales y contractuales del recurrente y, por tanto, los límites constitucionales del ejercicio de los derechos fundamentales que se invocan”.

Este uso sindical de la libertad de expresión le confiere, sin duda, un régimen de garantías singular y seguramente con ello un grado de tutela más intenso (de particular interés en este sentido son las SSTC 88/2003, 185/2003, 108/2008). Pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que su ejercicio con tales fines no encuentre o haya de encontrar ningún obstáculo o limitación. Ubicar esos límites es precisamente en lo que consiste la nada fácil labor del TC, que habrá de establecer o determinar, por un lado, cuál es el alcance limitativo del derecho al honor y el buen nombre y prestigio de personas y entidades (SSTC 214/1991, 139/1995, 183/1995 y 20/2002); y, por otra parte, cuál es el mayor o menor peso que como fuerza de contención habrá de tener el elemento contractual, esto es, la posición de las partes en el contrato de trabajo, los principios que lo informan y los derechos y deberes que integran su contenido.

Para ello, la propia doctrina constitucional ha establecido que es preciso calibrar y valorar en cada caso el papel y el alcance de un complejo entramado de circunstancias y variables. A saber, en primer lugar, las características del propio formato, medio o soporte comunicativo, empezando por el sentido gramatical y semántico de los términos empleados; el empleo de palabras ofensivas, descalificaciones personales o alusiones a la dignidad, la probidad o la ética de personas de manera que permitan una identificación individualizada del afectado o concernido.

En segundo término, pueden ser igualmente significativas la condición del emisor, así como el tono que haya empleado y la intención que lo haya guiado. Como se ha dicho ya, el ejercicio de estos derechos en el desarrollo de funciones de representación colectiva o actividad sindical cuenta con una protección reforzada. Lo mismo que si la conducta ha tenido lugar con motivo de una situación de confrontación laboral o de tensión –“en caliente”, como se dice vulgarmente–, ya que el contexto conflictivo puede restar importancia al tono encendido de un lema o frase, o de determinada expresión. Y tampoco es lo mismo que hayan sido proferidos con mero afán de dañar –animus nocendi–, que con la pretensión de hacer valer otros intereses merecedores de tutela...

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