En torno a las medidas Liberalizadoras del Suelo: Apuntes Criticos a la Luz de las Sstc 61/1997 y 164/2001.

AutorJuan Luis Beltran Aguirre
CargoTribunal Administrativo de Navarra
  1. INTRODUCCION

    Durante las cuatro décadas transcurridas entre la primera Ley del Suelo de 1956 y la Ley 6/1998, de 13 de abril, se fue asentando e incorporando a nuestra cultura urbanística un modelo caracterizado por la consideración del urbanismo como una función pública moldeada por las notas de planificación, programación y fuerte intervención administrativa, aunque compensada con la atribución de un importante protagonismo a la propiedad privada del suelo en cuanto necesaria ejecutora de las decisiones públicas y receptora de la mayoría de las plusvalías generadas por la acción pública. Pero este modelo, por su enorme complejidad técnica, ha sido de difícil comprensión y de lenta y parcial aplicación, no dando siempre los resultados de él esperados.

    Sobra decirlo que ha sido objeto de duras críticas (Ref.) y que actualmente está en crisis.

    Particularmente, desde que en febrero de 1994 viera la luz el célebre informe del Tribunal de Defensa de la Competencia sobre el mercado del suelo (Ref.), se insiste en la inadecuación del modelo urbanístico heredado en buena medida de la Ley del Suelo de 1956 y asentado en el Texto Refundido de 1992 y en la legislación autonómica vigente que lo reproduce y lo desarrolla, en razón de su propia complejidad, de las rigideces de planeamiento y de mercado que genera, y del intervencionismo administrativo que sanciona posibilitando unas cotas de discrecionalidad exageradas -se afirma- por parte de las autoridades urbanísticas. Con apoyo en el informe del Tribunal de Defensa de la Competencia, desde posiciones liberales, al socaire de la proposición de que el libre mercado es el único y mejor mecanismo para regular las relaciones económicas de la sociedad, hoy más que nunca se siguen alzando voces exigiendo la liberalización del mercado del suelo; liberalización que fundamentalmente concretan en la necesidad de que todos los terrenos se clasifiquen como urbanizables, excepto los que deban ser objeto de especial protección, y en una drástica flexibilización de los planes urbanísticos y de las técnicas de gestión de tal manera que los poderes públicos no decidan qué hay que hacer en cada parcela o porción de terreno y cuándo debe hacerse. Tales decisiones, en el marco de unas reglas generales, deben tomarlas los operadores económicos (Ref.).

    Pero en este cambio de modelo y de cultura auspiciado por dicho Tribunal y acogido parcialmente por la vigente legislación básica estatal, ha de tenerse muy presente, como ya tempranamente advirtieran GARCIA DE ENTERRIA y PAREJO ALFONSO (Ref.), que el problema fundamental que está en la misma base de la legislación urbanística (Ref.) no es otro que la contradicción y el conflicto permanente entre los intereses privados (que giran en torno a su lógica propia de máximo de libertad de aprovechamiento y disposición) y los públicos (que radican en la sujeción del ejercicio de estas facultades a una racionalidad global y coherente establecida según fines y objetivos comunitarios y colectivos). Y es misión del legislador urbanístico resolver esta contraposición de intereses de una forma u otra, pero equilibrando los elementos en tensión.

    Desde estas premisas no resulta ocioso dejar sentado, de entrada, que cualquier reflexión sobre la legislación urbanística, dentro del debate general de la liberalización del suelo y de la dialéctica interés particular versus interés general, no puede pretenderse objetiva, aséptica e incontaminada de opciones ideológicas personales. La ideología personal, por muy objetivo que se pretenda el análisis, siempre condicionará una reflexión en torno a un tema de tamaña trascendencia social y económica como es la utilización del suelo.

    Pretender lo contrario sería pecar de ingenuo o, lo que es peor, de hipócrita. Dicho esto, añadir que me coloco entre los que consideran que en el urbanismo los intereses particulares no se armonizan espontáneamente dando como resultado el interés general, sino que éste se conforma necesariamente como algo distinto y trascendente a los intereses particulares. La ley de la oferta y la demanda funciona bien en los mercados teóricamente perfectos cuando son muy amplios, cuando el bien es renovable y hay una gran elasticidad en el proceso de producción, y cuando existe una gran homogeneidad en el producto que ofrecen. Entonces se produce un equilibrio dinámico entre la oferta y la demanda y, en general, el ciudadano sale beneficiado.

    Pero ocurre que el mercado del suelo no reúne tales condiciones. Antes bien, el suelo es finito, no puede crecer de forma indefinida, y el producto que ofrece -suelo edificable o edificado- no es homogéneo sino distinto e irrepetible en cada una de sus partes. Los propietarios del suelo son conscientes de que poseen un producto escaso y no renovable por lo que inevitablemente generan un mercado con comportamientos de monopolio, por tanto, un mercado imperfecto e ineficiente para satisfacer los intereses del ciudadano. De ahí que pueda aseverarse que las leyes del libre mercado muy difícilmente son compatibles con las que deben disciplinar el crecimiento racional y armónico de la ciudad.

    Los propietarios del suelo y los agentes urbanizadores y constructores anteponen su propio beneficio al de la comunidad, pues consideran que no es misión suya corregir situaciones de desigualdad social. No sacan el suelo al mercado o urbanizan y edifican desde una actitud benéfica de facilitar vivienda digna y asequible a los ciudadanos económicamente débiles; lo hacen con el objetivo de obtener el mayor beneficio económico personal o societario posible; actitud ésta legítima en términos jurídico-constitucionales puesto que nuestra Carta Magna sanciona la libertad de mercado y la propiedad privada. En fin, harán buen urbanismo sólo en la medida en que sea compatible con sus intereses económicos y tengan la sensibilidad suficiente para ello. Pero también el texto constitucional anuda una función social al derecho de propiedad y manda a los poderes públicos regular la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación y para facilitar a todos los ciudadanos una vivienda digna. Y corresponde a los poderes públicos ser garantes del cumplimiento de estos postulados sociales, para lo que deberán velar de que la propiedad cumpla su función social y el mercado del suelo se acomode a los fines de interés general; interés que en esta materia no resulta arcano, misterioso, sólo aprehensible por unos pocos urbanistas iluminados, sino fácilmente perceptible por el común de los ciudadanos: un entorno urbano de calidad y asequible económicamente.

    Por tanto, creo que en el urbanismo, en el mercado del suelo, no es aceptable el axioma de que la libre competencia es mejor que la planificación e intervención pública. El suelo puede ser un bien que se compra y se vende, pero la ciudad no.

    En cualquier caso, la norma jurídica y el plan como complemento necesario de la norma -aquélla se mueve en el nivel de abstracción y éste en el de concreción- son los instrumentos necesarios e idóneos para disciplinar el urbanismo como técnica de ordenación de los asentamientos humanos. Según el modelo elegido podrá diseñarse una legislación urbanística más o menos flexible, más o menos liberalizadora, pero la misma ordenación jurídica del urbanismo concebido como función pública, la configuración estatutaria de la propiedad del suelo y un determinado grado de intervención administrativa en el mercado del suelo para modularlo en razón del interés general, son, en mi criterio, presupuestos siempre necesarios y marco ineludible en el que ha de situarse cualquier modelo que se trate de implementar.

  2. LOS EXCESOS DEL GOBIERNO DE AZNAR EN SU AFAN LIBERALIZADOR

    Como es bien conocido, el Gobierno central surgido de las elecciones de 1996 se sitúa plenamente en la órbita del Tribunal de Defensa de la Competencia y desde su toma de posesión promueve la promulgación de sucesivos textos legales en los que, dando un giro copernicano, una enérgica rectificación -en palabras del preámbulo de la Ley 6/1998-, opera un cambio radical en la uniforme trayectoria de nuestra legislación urbanística en el sentido de transferir parte sustancial del poder de decisión sobre la utilización del suelo a su propietario atribuyéndole la iniciativa urbanística y reconociéndole el derecho a promover su transformación, a cuyos efectos también postula el criterio de que el suelo urbanizable pase a ser el residual. Así, sucesivamente, aparecen el Real Decreto-Ley 5/1996, de 7 de junio; la Ley 7/1997, de 14 de abril; la Ley 6/1998, de 13 de abril; y, de momento, el Real Decreto-Ley 4/2000, de 23 de junio, en los que paulatinamente se introduce un modelo urbanístico liberalizado. Ante la resistencia, como luego veremos, del legislador estatal a asumir plenamente el modelo liberalizador, ha tenido que acudir al Decreto-Ley para tratar de imponerlo.

    Sin embargo, las Sentencias del Tribunal Constitucional 61/1997, de 20 de marzo y 164/2001, de 11 de julio, han dejado bien sentado que las competencias legislativas del Estado sobre materias que inciden en el urbanismo no le amparan para la aprobación de un "Código Urbanístico" completo, sino sólo, en lo que aquí nos importa, para la normación de los principios esenciales del estatuto jurídico de la propiedad inmobiliaria. Es doctrina del Tribunal Constitucional que el Estado no puede establecer un modelo urbanístico homogéneo para todo el...

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