La dialéctica entre razón y religión como contexto fundamental de comprensión de la cuestión de la legitimidad en el Estado contemporáneo (Con especial referencia a la polémica entre J. Habermas y J. Ratzinger)

AutorJuan Antonio Gómez García
Páginas159-187

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1. A modo de introducción

La clásica cuestión de la legitimidad adquiere una dimensión excepcional con la actual reconsideración de las relaciones entre razón y fe, en el contexto de la fundamentación de los órdenes éticos y político-jurídicos contemporáneos. Este último es un tema cardinal como pocos en el seno de la teología cristiana y (a pesar de lo que muchos piensan) de la filosofía política, moral y jurídica actual. A partir de su ineludible replanteamiento en el Concilio Vaticano II, y de su reciente tratamiento específico por parte del Papa Juan Pablo II, con su encíclica Fides et Ratio, de 14 de septiembre de 19981, ha alcanzado gran protagonismo en todos los

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debates actuales sobre la cuestión de la legitimidad en los Estados democráticos contemporáneos.

Paradigmático ejemplo es una de las más famosas, apasionantes y fructíferas polémicas que se han dado en el ámbito de la filosofía ética, política y jurídica de los últimos años: la sostenida entre el filósofo laico Jürgen Habermas y el teólogo católico Joseph Ratzinger (entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y después Sumo Pontífice Benedicto XVI) en la Academia Católica de Baviera en Munich, la tarde del 19 de enero de 2004, en torno a los fundamentos éticos y morales del Estado contemporáneo. La cuestión concreta que se les planteó fue la siguiente: si el Estado liberal no precisa de apoyarse en supuestos normativos pre-políticos (esto es, que son resultado de una deliberación y decisión conformes al procedimiento democrático), o por el contrario, tales presupuestos pre-políticos lo posibilitan necesariamente y lo pre-constituyen, condicionándolo2.

La bibliografía sobre el debate es, a estas alturas, muy abundante3, lo cual es muestra de su gran profundidad y de la enorme proyección teórica obtenida. Y es que, entre otros temas, tanto el filósofo como el teólogo llevaron a cabo una rigurosa y muy realista recontextualización de la cuestión de la legitimidad en el mundo actual.

De sobra es conocido que la cuestión de la legitimidad adquiere plena carta de naturaleza teórica en la modernidad, a propósito del problema de la fundamentación del Estado moderno, en

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relación con la cuestión de su soberanía4. Este problema fue resuelto, en términos generales, por el iusnaturalismo racionalista bajo la distinción entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio, comprendiendo así, tanto su aspecto estático (el acto originario, constitutivo de lo legítimo: el pacto o contrato social), como su aspecto dinámico (su desarrollo en unas coordenadas espaciotemporales concretas: la ley positiva), de tal modo que legalidad y legitimidad quedaban totalmente confundidas, en tanto que máxima y más acabada expresión de un orden ético, político y jurídico justo. Así pues, el racionalismo moderno creyó zanjar la cuestión de la legitimidad con su afirmación de una razón secular, laica, como fundamento esencial del orden de lo público, expresado en el modelo de Estado liberal.

Sería a finales del siglo XIX europeo cuando esta cuestión adquirió gran pujanza en la teoría del Estado contemporáneo, debido a una doble crisis, teórica y práctica, del modelo de Estado liberal clásico. Por un lado, el liberalismo iusnaturalista se muestra incapaz de mantener sus postulados político-económicos fundamentales ante el creciente protagonismo que iba adquiriendo el Estado como agente interviniente en el orden social, llegando a configurarlo a través de su omnipresente acción; y por otro, con motivo de este intervencionismo, surge la necesidad acuciante de redefinir las relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad civil, en la medida en que irrumpen en la escena pública nuevos grupos sociales organizados que afirman con rotundidad sus in-

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tereses particulares en forma de nuevos derechos económicos y sociales (vid. por ejemplo, los movimientos obreros inspirados por el marxismo y todo lo que significaron: la formación de nuevos partidos políticos, de sindicatos, de organizaciones obreras, etc…), y que vinieron a poner en solfa, en la praxis social, los viejos esquemas fundamentales del Estado liberal.

Tan creciente complejidad de lo social (he aquí el germen de lo que, poco después, Ortega y Gasset denominaría, con gran fortuna, como sujeto-masa), de lo económico, de lo político y de lo jurídico, comportó la transformación del propio Estado, manifestada sobre todo en su extraordinario aumento de tamaño, con la consecuente hiper-burocratización de su actividad, articulada sobre una estructura permanente de funcionarios profesionales, de carrera, distintos a los funcionarios políticos –designados por el titular de turno del poder político-, como respuesta a las nuevas demandas que le reclamaban la necesidad de incorporar en sus políticas y en su acción estos nuevos factores de legitimación de su poder y de su soberanía, y marcando así los términos y las soluciones jurídicas a esta cuestión prácticamente hasta hoy, bajo un esquema general que reducía la legitimidad a la pura legalidad positiva del Estado.

2. Legalidad y legitimidad: los términos fundamentales del debate en torno a la legitimidad en el último siglo (Max Weber y Carl Schmitt)

No resulta extraño, pues, que fuera a principios del siglo XX cuando la cuestión de la legitimidad retomase, de nuevo, un papel central en el seno de la filosofía política y de la teoría del Estado, como lo demuestran ejemplarmente las obras de Max Weber y de Carl Schmitt5.

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Partiendo de un concepto general de legitimidad, entendido básicamente como creencia (Glaube) de los ciudadanos en la bondad del poder, y como pretensión (Anspruch), por parte de los poseedores del poder, de lograr obediencia gracias a la supuesta razón que les asiste para mandar y, así, de encontrar respuesta positiva a sus mandatos, Weber profundizó en esta cuestión en su famosa distinción de tres tipos ideales de legitimidad (tradicional, carismática y racional, bien con arreglo a valores, bien con arreglo a la ley positiva), integrando el modelo liberal moderno (bajo el de legitimidad racional) y poniéndolo en relación con los conceptos de poder (Macht) y de dominación (Herrschaft). La dominación sería así, específicamente, poder aceptado en forma de obediencia por parte de quienes lo padecen6. En este cuadro, es el Estado, en tanto que titular del monopolio legítimo de la coacción por ostentar también el monopolio de creación del derecho (la legitimidad jurídica, la más estable y sólidamente fundada, según Weber), quien ostenta el máximo poder y quien, por lo tanto, puede ejercer la máxima dominación dentro de una sociedad determinada. Weber trata de mostrar, en resumidas cuentas, los modos en que la dominación provoca obediencia, y la obediencia genera legitimidad; esto es, los modos en que puede generarse y explicarse la creencia en la legitimidad de un determinado orden estatuido, ya que legitimidad, como decía arriba, no es otra cosa que creencia7.

Así pues, Weber va más allá de la teoría moderna de la soberanía política, al plantear el tema de la legitimidad de las estructuras políticas como eje de su teoría de la dominación, de tal modo que legitimidad, poder y dominación quedan así esencialmente vinculados bajo la forma del Estado contemporáneo. Carece de sentido, según Weber, apelar a fundamentaciones de carácter iusnaturalista, al modo en que lo hicieron los contractualistas dieciochescos y de principios del siglo XIX, ya que, en la Europa de entonces,

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los hechos demuestran que la democracia real, en el marco del modelo de Estado racional-legal, constituye la forma política exclusiva. Así pues, en un sistema democrático liberal no cabe otra legitimidad que la legal: lo legítimo se identifica plenamente con lo legal, de modo que la legalidad, como ya se ha apuntado, es la forma de la legitimidad cuando los obligados por las leyes creen en general en ellas, obedeciendo esos preceptos jurídicos en razón de tal creencia.

Carl Schmitt representó el otro gran hito en este desarrollo histórico, con su aguda crítica al concepto de legitimidad como sola legalidad, al modo en que lo entendió Weber, y que, a su juicio, estaba representado –en sus propias palabras– por el mode-lo de Estado legislativo parlamentario desde el siglo XIX europeo8.

Más que de Estado de derecho, Schmitt habla de Estado legislativo, en la medida en que el derecho ha quedado reducido total y unívocamente a la ley como única fuente formal del derecho, cuya fuente material es el parlamento. Queda agotada así toda legitimidad, al legitimarse autorreferencial y formalmente por sí mismo, sobre la base del mero procedimiento, con independencia del principio de autoridad o de cualquier otro principio axiológico. En ello Schmitt ve el germen del totalitarismo estatista, puesto que los contenidos legales dependen del juego de las mayorías democráticas parlamentarias de los partidos políticos, los cuales, en caso de mayorías absolutas, pueden llevarlo a desembocar paradójicamente, de facto, en un Estado totalitario. Frente a ello, Schmitt ve el remedio en una democracia de tipo plebiscitario, sustentada sobre un mínimo de legitimidad...

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