La legitimación del sistema. Legisladores, Jueces Y Juristas en España (1810 - 1870 c. a.) (I)

AutorClara Álvarez Alonso
CargoDoctora en Derecho y Profesora Titular de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad Autónoma de Madrid
I Consideraciones preliminares
  1. En conformidad con la ya clásica formulación weberiana, la forma política estatal surgida a finales del siglo XVIII en Occidente encuentra su correspondencia en el así llamado modelo racional-normativo, donde se contempla su legitimidad, esto es la justificación de la autoridad política y el ejercicio del poder, de acuerdo a unos parámetros que, desde entonces, continúan vigentes y son dominantes en el mundo moderno.

  2. Este modelo de legitimación, que tiene su expresión jurídica en la ley como única forma de creación del derecho, presenta una enorme ventaja con respecto a los anteriores porque, en él, la autoridad era válida con independencia de las personas que desempeñasen oficios relacionados de cualquier forma con el poder y, sobre todo, de los fines u objetivos que se persiguiesen por aquélla. De hecho, lo único que se precisaba para decidir la legitimidad de la autoridad política era la exigencia de que ésta se acomodase a unos principios generales. Uno de esos principios lo conformaban ciertamente las reglas o normas electorales, como vehículo de canalización de la representación política1, estimada desde entonces uno de los pilares fundamentales del sistema, pero, desde luego, lo era también que tales principios estuviesen recogidos y auspiciados desde una Constitución.

  3. Considerados ambos, ya en los orígenes, como requisitos irrenunciables para la identificación a todos los efectos de la nueva forma política, los dos se presentan realmente como auténticas exigencias que constituyen, a su vez, el mecanismo que facilita la sustitución, al menos en plano de la teoría, de las viejas doctrinas que se centraban ante todo en la sustancia de la autoridad del gobernante, como había ocurrido durante el Antiguo Régimen, por las que, por encima de cualquier otra consideración, defendían el modo en que se llevaba a cabo el ejercicio del poder.

  4. Esta mutación cualitativa, en la que lo sustantivo aparece sacrificado a lo adjetivo, supuso en la práctica unos cambios constitucionales cuya trascendencia es sobradamente conocida. En el particular aspecto que ahora interesa aquí, la centralidad del modo es un hecho extraordinariamente importante porque, fijándonos bien, es determinante para establecer la profunda imbricación entre administración de justicia y codificación. Y no sólo desde una aproximación técnica, ya que los códigos y leyes, orgánicas o no, que regulan jueces y tribunales entran de lleno en el ámbito de lo que se ha llamado codificación procesal, sino porque con esta específica designación, administración de justicia, aparece así encabezado el título correspondiente a la regulación y reglamentación de jueces, tribunales y el proceso -es decir, todo lo relacionado con el denominado tercer poder-, en alguna de las primeras constituciones continentales europeas, incluida la más democrática de todas ellas, la francesa de 1793. Se trata, este último, de un hecho de singular importancia que no se explica únicamente por razones semánticas sino que pone de relieve una de las más serias antinomias originales que adquiere una relevancia especial. La adquiere, porque esta reticencia a designar como poder al judicial en el encabezamiento de los títulos respectivos, como ocurre en la constitución española de 1812, p. ej., suponía la infracción formal y material de uno de los requisitos, la separación de poderes, que el texto más emblemático, y a la vez más influyente, de la Revolución francesa, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, en su artículo 16, exigía, en unión con la garantía de derechos -que se dejaba en manos del titular del orden público y los jueces, precisamente-, como conditio sine qua non para la existencia misma de una constitución2. Una constitución moderna, se entiende, y que no en vano ha sido calificada ella misma como un código.

  5. Tal infracción, sin embargo, es una de las circunstancias más características del Estado decimonónico y, de hecho, se convierte en uno de los baremos más infalibles para describir la evolución del mismo. Desde su fase embrionaria, en la que incluso aquellas constituciones que recogen formalmente la separación de poderes apenas enmascaran, sin ninguna elegancia por su parte, la sumisión de los demás al legislativo3, hasta el que se va consolidando en el periodo central del Ochocientos, bajo el cual la estrecha colaboración y complicidad del judicial y el ejecutivo conforman una suerte de interdependencia, cuando no abierta dependencia del primero hacia el segundo, hasta el extremo de que constituye uno de los más sólidos fundamentos del que, con acierto, ha sido denominado Estado Administrativo. Puede afirmarse al efecto que es su marca distintiva, al tiempo que se manifiesta como su mejor forma de expresión, en conjunción con leyes y códigos. Porque es a través de estos códigos como sus propósitos se llevan a cabo y como se justifica y legitima absolutamente todo, empezando por el propio ejercicio del poder. No es sorprendente entonces que buena parte de los tratadistas se refieran a los dos últimos siglos como era de la codificación. En cualquier caso, es la era o etapa que, en esencia, se corresponde con el desarrollo del Estado liberal, en la que la codificación es en verdad absolutamente indispensable para comprender su génesis y, por lo menos, sus tres primeras fases, la del primitivo Estado Nación, la del Estado Administrativo, que dura hasta el último tercio del siglo XIX, y la del Estado no Activista4, que sustituye al anterior y continúa vigente hasta entrado el siglo XX. Nadie podría negar que, en efecto, corresponde a la época de mayor esplendor del movimiento codificador.

  6. Es ésta una aseveración que, aunque no exenta de matices -ya que, al margen de otras consideraciones, la codificación está vinculada directamente con el modelo de constitución por la que se opta en cada formación política y la aceptación o rechazo de la tradición o de la historia, como se verá con más detalle en el caso español-, encuentra su más sólido fundamento en el hecho incuestionable que representa la hegemonía absoluta de un único tipo de producción normativa, el legal, cualquiera que fuera su manifestación, que se consideraba ahora como la más genuina atribución de los sujetos en quienes recaía la autoridad política, concebida ésta en los términos a los antes se ha hecho mención.

  7. Cierto. Se puede argüir a este respecto que, asimismo, durante el máximo despliegue del absolutismo del Setecientos se reivindicó igualmente para el rey soberano tal prerrogativa, al ser éste contemplado y defendido como el único legislador por sus defensores en las formaciones políticas continentales. Pero es evidente que, en este caso, estamos más bien ante una aspiración política, además de dudosa aplicación y efectividad práctica en muchos países, que hacía del monarca el supremo legislador y el supremo juez, con lo que, de manera tácita, se admitía, incluso en teoría, el valor de otras modalidades de derecho no legal. En la praxis, esta afirmación se corrobora por el hecho de que la legislación del soberano jamás consiguió desbancar, ni siquiera desplazar, a los otros medios de producción normativa de carácter multisecular, amparados entonces por una estructura social estamental y una organización corporativa que podían presentar una vigencia igual de antigua. Así, en todo caso, lo confirman los más logrados y exitosos códigos elaborados durante el Setecientos en Austria y Prusia, cuya elevada calidad técnica aun continúa siendo merecidamente elogiada en nuestros días, no obstante responder a la mencionada estructura y organización.

  8. Quizá por ello, y en un decidido afán de superar las consecuencias derivadas de este macroabsolutismo teórico, que devenía en microabsolutismo real al no conseguir incidencia efectiva en el plano de lo cotidiano, desde finales del XVIII, el legislador, más pragmático, consciente de que no podía, y tampoco lo pretendió, abarcar todas las manifestaciones sociales, curándose en salud se limita en multitud de ocasiones y en los más diversos lugares, pero sobre todo en el Código Civil, a sancionar tales prácticas. Sin embargo, ha de tenerse presente que es precisamente esta sanción la que desde ahora otorga valor, y no su preexistencia y mucho menos su fuente de creación, de tal manera que se produce una especie de novación por la que el derecho, generalmente de creación comunitaria o formulación jurisprudencial, se convierte así en una suerte de derecho legal. La ambigüedad acerca de la doctrina y, sobre todo, el sacrificio sin paliativos del derecho consuetudinario que fuese contrario a la ley o a su espíritu, ratificando sólo aquellas costumbres "secundum legem", son un elocuente testimonio al respecto, al tiempo que ponen de manifiesto el rechazo total a la creación jurídica colectiva en aras de una ley que, no obstante, se presenta a sí misma como el resultado de la creación de los representantes de esa colectividad.

  9. Porque, en la concepción liberal y desde una aproximación dogmática, en eso, exactamente, consiste el Código: una ley única y nueva, es decir, que no está predeterminada ni vinculada al derecho...

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