La legislación penitenciaria española: orígenes y Ley Orgánica General Penitenciaria

AutorCarlos García Valdés
CargoCatedrático de Derecho penal UAH
Páginas63-78

Ver nota 1

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I

Puedo asegurarles que constituye un verdadero placer intervenir en esta mañana ante Vds. y ello por un triple motivo: por venir a hablar de un tema que no solo configura parte de mi vida sino que la justifica, por hacerlo con la conferencia inaugural de esta Jornada organizada en Picassent con motivo del 25 aniversario de su puesta en servicio y, en fin, por haber sido invitado a efectuarlo por el director del actual establecimiento penitenciario de Valencia, Miguel Ángel Martínez, hijo de Santiago Martínez Motos, mi inolvidable director de Herrera de la Mancha, esforzado, sacrificado y no recompensado como se merecía.

Las efemérides penitenciarias se van sucediendo. Los 75 años de la prisión de Burgos 2 o el centenario de El Dueso 3, ambos en 2007, son acontecimientos que a los buenos penitenciarios no pueden dejar indiferentes. Las muestras y publicaciones que se llevaron a cabo en aquel momento son prueba del reconocimiento que los centros penitenciarios merecen.

Ayer tuve el honor de disertar en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de esta ciudad que me acoge y, como es lógico, no voy a repetir mi discurso 4. Vds. se merecen algo más de mí. Aunque es evidente que la historia carcelaria española es la misma y su presente idéntico, voy a tratar de resumir mi enfoque partiendo de la base de mis estudios de la brillante etapa histórica de nuestro Derecho penitenciario, mis recuerdos de la época en que todo se transformó y de cómo se llevaron a cabo los deseos plasmados en una legislación ejemplar, cual la española, para el resto de los países del entorno cultural.

Mi dedicación al Derecho penal se ha centrado, fundamental-mente, en el penitenciario. A su investigación dediqué mis primeros años, aquellos en los que mi maestro, el prof. Enrique Gimbernat, me dijo que le parecía muy bien mi temprana vocación pero que «de eso no había cátedras». La vida, generosa conmigo, me proporcionó, tiempo después, la ocasión de obtener la de Alcalá. Mi tesis doctoral, de 1974, al régimen penitenciario español fue dedicada 5. Allí esta-

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ban las primigenias bases de cuanto se hizo luego. Nadie, y menos yo mismo, podíamos presagiar que cuatro después, en 1978, ocuparía la Dirección General de Instituciones Penitenciarias y redactaría y presentaría la Ley General Penitenciaria hoy todavía vigente.

Desde ese lejano momento puse en práctica cuanto mi maestro me había enseñado. Que los precedentes tiene un peso en toda legislación actual y que, por ejemplo, la estructura de nuestros Códigos penales, que se han venido sucediendo en el tiempo, es tributaria del de 1848 6 que transforma la sistemática de la mera recopilación que fue el anterior de 1822. Y si conocer el ordenamiento punitivo era esencial, también lo fue, y de manera superlativa, acceder a la ciencia destilada por los autores clásicos. Me regaló los tres tomos de los Comentarios del Pacheco y yo, a partir de aquí, compré cuanto pude al respecto. Y aprendí. Cuando me centré en la materia penitenciaria el camino metodológico ya lo tenía recorrido. Leí todo lo publicado, accediendo así a unos conocimientos que me deslumbraron. Yo no nunca había tenido en mis manos una legislación tan cercana al ser humano ni una temática tan viva como la que me brindaban, por ejemplo, la Ordenanza General de los Presidios del Reino o autores como, entre otros, Concepción Arenal, Fernando Cadalso o Rafael Salillas. Y todo ello me arrastró para siempre. Este recordatorio devoto será la primera parte de mi conferencia.

II

La historia penitenciaria española viene de lejos y se conformó con actitudes y saberes muy determinantes. Penitenciarios y penitenciaristas labraron un camino que, con el correr de los años y de las décadas, desembocaría en el sistema moderno y, en ocasiones, inigualable. Un primer paso fue el rechazar el modelo estadounidense. Las Comisiones de ilustres representantes que desembarcaron en aquellas tierras a conocer los nuevos establecimientos erigidos no volvieron muy convencidos. Europa sí. Nuestro continente gustó en exceso del sistema celular filadélfico y aún hoy se mantiene en muchas de sus leyes y reglamentos. España fue otra cosa. Ni había los suficientes fondos para construir ese tipo de centros ni se adaptaba el severo aislamiento a nuestro suelo. El preso nacional, decían Salillas y su discípulo, el gran penalista Bernaldo de Quirós, maestro de Jiménez de

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Asúa, vive en los patios, al sol, a voces, y era poco propicio a la sole-dad de la celda. Nuestros centros reconvertidos, en todo caso, tampoco proporcionaban las edificaciones adecuadas. Viejos cuarteles, almacenes de Marina o conventos desafectados no eran precisamente muy aptos para el encierro que se pregonaba allende los mares. Los dormitorios colectivos, las brigadas, eran todo lo que se podía ofrecer para recogimiento nocturno y los amplios patios lo que se destinaba en las prisiones radiales para la convivencia diurna.

Pero en este ambiente no muy lustroso nuestros especialistas hicieron milagros. De una parte, los gobernantes que, desde Javier de Burgos, Martínez de la Rosa o Venancio González, pusieron las bases de un régimen carcelario más humano al que se estilaba por doquier. Por la otra, militares destinados a lo largo de su carrera profesional en las prisiones, que entonces estaban todas sometidas a la competencia de los ministerios castrenses, para muchos paso obligado para su ascenso. Soldados que llegaron a la cúspide de su respectivo escalafón, como Abadía o Morla, pasaron primero por el mando de centros carcelarios. Otros no menos relevantes, como Puig y Lucá, Alegret, Guyón o Haro también siguieron esa senda 7. Y entre todos, Manuel Montesinos 8. Ninguno, con ser todos los citados verdaderamente relevantes, como el director de las prisiones valencianas luego Inspector de las del Reino. A él le debemos la invención del régimen progresivo de cumplimiento de condenas y la inspiración de los cuatro Reglamentos de desarrollo de la Ordenanza de 1844. Con redoblado mérito, pues no solo arriesgó su destino militar autorizando a trabajar a los internos fuera del establecimiento, acortando su condena, sino que carecía de base legal alguna para hacerlo pues la legislación sustantiva del momento no contemplaba tal beneficio. Será aproximadamente medio siglo después cuando la realidad del revolucionario sistema se plasme en el Decreto de 1901 y se consolide en el posterior de 1913 y en la Ley de Libertad condicional de un año posterior. Pero entonces, en nuestro Derecho penitenciario, ya había irrumpido, como una fuerza incontenible, Fernando Cadalso. De la ciencia penitenciaria española hablaré brevemente luego.

Las leyes penitenciarias del xix completan un panorama alentador y modifican el cumplimiento de la pena privativa de libertad. Su aliento positivo se deja sentir. Los muros del establecimiento propor-

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cionan otra dimensión al encierro. Los precedentes castigos no se descuentan en locales adaptados a tal fin. Unos barcos a remo, las galeras, o unos pozos mineros, los de azufre de Almadén, constituyen la esencia de la penalidad utilitaria propia del pasado. Siempre el sitio cerrado, oscuro y opresor, marco de un cumplimiento forzoso y forzado. De Real Cárcel de esclavos habló Salillas 9. Y también el mar, la mar siempre primero, que diría el poeta, como expresión de su omnipresencia. Las aguas marítimas son las que bogan las naves, servidas por los presos amarrados a las bancadas; son las mismas que azotan el litoral de los arsenales, las mismas en las que España declinó su poderío naval tras la derrota de Trafalgar, en 1805, que arruina nuestra marina de guerra y, en consecuencia, nuestros establecimientos ribereños que se quedan así sin su cometido principal, cual atender a los navíos. A partir de entonces, del ocaso de los baluartes costeros, serán los locales defensivos en ultramar y los centros industriales peninsulares, quienes tomarán el relevo. La ejecución de las penas en las nuevas moles grises reconvertidas, cuyos patios miran al cielo, al aire libre, donde el humo de las galerías mineras se sustituye por el viento, necesita de una reglamentación. Son precisamente los militares quienes la proporcionan en un principio y por un corto periodo.

En efecto, dos grandes ordenamientos emergen en esta etapa claramente fundacional del sistema. Habrá otros más localistas, como los de presidio gaditano, pero los de 1804 10, sobre los arsenales marineros y de 1807 11, de presidios peninsulares, se llevan la palma. Su sentido es plenamente militar. Sus mandos, disciplina, organización interna y funcionamiento responden a su claro espíritu castrense, bien es cierto que matizado respecto al servicio de armas. Asimilados a un regimiento, de ahí que la dirección recayese en un coronel, estas disposiciones son muestra característica de rigor y seriedad, propios de la institución, a la vez que cierto compañerismo que enmarca la relación con los subordinados. Al asimilarse, en muchas ocasiones, la labor del interno a la del servicio de tropa, el acercamiento es más fácil. Ello es sencillamente detectable en el trabajo en el interior que se les encomienda a los condenados en los arsenales, en muy poco diferente al que desempeñan los militares de reemplazo. Todos achican agua, calafatean o arman los buques. El presidio peninsular tiene un conte-

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nido más industrial, de ahí su otro nombre por el que es conocido. Las labores en talleres o en obras públicas ocupan el tiempo de sus reclusos. La industria militar poco o ningún beneficio obtiene al respecto. Ha de ser posteriormente, cuando la red penitenciaria se extienda a África, cuando se retome la idea del servicio de guerra de los penados mezclados con la clase de tropa.

De todos los presidios de nuestras posesiones norteñas, Ceuta ocupa el lugar más preeminente. Mayor, se le denominaba, en comparación con los cuatro menores: Melilla, Alhucemas, Chafarinas y Peñón de...

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