Lección 1

AutorCarlos Marín Calero
Cargo del AutorNotario
Páginas1-16

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1.1. La discapacidad intelectual

El fenómeno de la discapacidad de las personas es muy complejo, responde a muy variadas etiologías y se manifiesta de distintas formas.

Las características de las personas que la padecen, de los problemas que les provoca o a los que se enfrentan y, por tanto, las soluciones que les convienen son igualmente muy diferentes, en cada caso. Es más, con frecuencia, lo que es bueno y apropiado para una persona con un tipo de discapacidad resulta contraproducente e inadecuado para personas discapaces por otra razón o de otra manera.

Del mismo modo y salvo vaguedades, demasiado imprecisas y ambiguas para ser verdaderamente útiles, el reto a que se enfrenta el Derecho y los juristas, a la hora de prestar su atención y su ayuda a la discapacidad o, más exacta y propiamente, a las personas con discapacidad, no puede ser generalizado sino que, al contrario, el estudio y la respuesta deben ser concretos y adaptados a cada aspecto del problema.

Como ya he dejado expresado en el propio título, este trabajo está dirigido específicamente, no a todas las personas con discapacidad, sino a las que tienen una discapacidad intelectual o psíquica.

Establecer los distintos tipos de discapacidad requiere fijar primero el criterio que se va a seguir. La distinción entre discapacidades psíquicas y físicas es útil para un estudio jurídico y esos son los grupos que utiliza la ley 41/2003, de Protección Patrimonial de las Personas con Discapacidad; otras normas, como el Real Decreto 1971/1999, que después veremos, distingue entre minusvalías psíquicas, físicas y sensoriales.

Por otro lado y desde el punto de vista de la sanidad, es frecuente utilizar la Clasificación Internacional de Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías (CIDDM) propuesta en 1980 por la Organización Mundial de la Salud. Esta última subdivide el capítulo de discapacidades psíquicas en las categorías de retraso mental1, enfermedades mentales y otras deficiencias psíquicas. Page 2

A los fines de este estudio y como podrá entenderse mejor a lo largo de la exposición, voy a utilizar la expresión discapacidad psíquica o intelectual para referirme únicamente al retraso mental y aún más concretamente al que se debe a: causas genéticas (singularmente -por ser el más frecuente y conocido- el Síndrome de Down); y a las que rodean el nacimiento (las perinatales.) Es decir, voy a excluir los casos de enfermedad mental2 y las demencias degenerativas.

Esto es, examinaré y propondré las reformas jurídicas que considero necesarias y adecuadas para conseguir la mayor integración jurídica de aquellas personas cuyo retraso mental y las causas que lo van necesariamente a provocar les acompañan ya desde su nacimiento3. Utilizando las palabras y los conceptos jurídicos de un insigne compañero, voy a distinguir entre las personas que tuvieron plena capacidad y la perdieron y las que nunca la alcanzaron plenamente.

En realidad y en la mayoría de las ocasiones, he de concretar mucho más y lo haré en una doble dirección: de un lado, porque, de todo el Derecho, me voy a referir casi exclusivamente al Derecho Privado y especialmente al que regula los actos de carácter patrimonial; por otro lado y desgraciadamente, porque, de todo el universo de las personas que podrían beneficiarse de tales cambios legislativos, seguramente las reformas y mejoras que se consigan solamente les serán útiles a aquellos discapacitados psíquicos que han gozado de la oportunidad y llevan muchos años esforzándose de la manera más denodada para integrarse plenamente en la sociedad y normalizar así su vida.

1.2. Perspectiva histórica Visibilidad de los discapacitados

En los últimos años, a las personas con discapacidad les han ocurrido muchas cosas, casi todas buenas o positivas, para ellos, no la menos importante de las cuales es que les ha alcanzado la "Visibilidad". Page 3

Quizá porque nadie estaba demasiado satisfecho con la situación previa respecto de la discapacidad, se ha procurado cambiarle casi todo y, por delante, han ido y van las innovaciones en el propio lenguaje.

De repente, casi toda la terminología con que, tradicionalmente, se venía haciendo referencia a la discapacidad, sus manifestaciones y sus efectos, no sólo ya no valía sino que conservarla y usarla resultaba hasta ofensivo o, en el mejor de los casos, desconsiderado. Ya no hay ciegos ni sordos ni cojos, pero muchísimo menos aún hay tontos, minusválidos o incapaces o deficientes; únicamente y todos: discapacitados.

Pues bien, dentro de esa nueva terminología, moderna y beatífica, ocupa lugar destacado el concepto de visibilidad. Es un término muy político o muy del gusto de los políticos (ya sean los políticos de los poderes públicos o los políticos de los órganos de poder del llamado movimiento asociativo o sea, las asociaciones de, por y para la discapacidad.)

La visibilidad no es, por cierto, un atributo o cualidad de las cosas (o de las personas), en sí, sino el efecto o consecuencia de una específica actividad y, quizá, la propia acción. Por eso digo que a las personas con discapacidad les ha "alcanzado" la visibilidad.

Ahora y dentro de nuestra sociedad, los discapacitados son visibles, esto es, son conocidos o reconocidos. Se admite, en realidad, su existencia, donde antes prácticamente se disfrazaba o se disimulaba, hasta casi negarla.

Más herederos de la tradición judeocristiana que del helenismo pagano, entre nosotros no existen enfermedades sagradas, ni los locos son personas un poco más entusiasmadas que las demás y, por tanto, un poco más cercanas a los dioses. Las sonoras y formidables sentencias bíblicas forman parte de nuestro subconsciente colectivo y estamos acostumbrados a que nos digan que las taras y defectos físicos y psíquicos son efecto de maldiciones y castigo de nuestros pecados y que revelan la presencia del Maligno.

Sea por esa u otra razón, no hace ni veinticinco años que el nacimiento de un niño con Síndrome de Down era considerado casi como una infamia, un castigo divino; en el mejor de los casos, una "prueba", o sea, un reto a nuestra fe, una "cruz", que los padres debíamos (sobre)llevar, con resignación. En mi propio caso particular, las primeras palabras de "consuelo", que me venían precisamente del mismo médico pediatra que me acababa de informar del infortunio, fueron las de que, probablemente, mi hija viviría poco, o sea, pocos años.

No es únicamente un problema de la discapacidad, claro está. Muchas enfermedades, como recientemente y en el ámbito de casi todo el llamado Primer Mundo ha pasado con el SIDA, o con problemas como las adiciones, a la bebida o las drogas, y hasta con el bajo rendimiento escolar, se convierten en y se tratan como estigmas, que deben ser ocultados a los demás. Y, naturalmente y para que el efecto sea más completo, con el problema se oculta también su fuente o causa: al enfermo, al adicto, al mal estudiante y, en nuestro caso, al discapacitado.

Dependiendo del nivel económico y cultural y, al final, de la supervivencia de los padres, los niños tontos o retrasados mentales o subnormales, según la terminología entonces al uso (que no siempre quería ser ni era descalificatoria u ofensiva, sino sim- Page 4plemente descriptiva), eran recluidos en el hogar (a veces, en los confines de su propia habitación) o eran internados, en un establecimiento o institución, pública o privada, o directamente eran encerrados en un manicomio o, con suerte, en un asilo para ancianos.

Se consideraba un privilegio y una suerte para ellos que estuvieran internados en un centro especializado, privado y normalmente caro, que les ofreciera educación especial y/o alguna terapia, generalmente la ocupacional.

En todo caso, esas personas, si como a tales y en toda la extensión de la palabra cabía calificarlas, eran apartadas de una vida normal. Y así se hacía, sencillamente, porque se las consideraba total y absolutamente incapaces de llevarla; incapaces de comportarse debidamente, de respetar las más elementales reglas y exigencias de la urbanidad y la convivencia; incapaces, incluso, de escuchar y hablar, de entender lo que se les decía y de expresar sus pensamientos (si es que realmente pensaban.)

Se las consideraba, a priori, como personas absolutamente inertes, ajenas a todo, incluso a su propia vida. Como consecuencia, se las apartaba de todo, de toda decisión y de toda acción y, por ello, precisamente como consecuencia de tal actitud, se las convertía en personas efectivamente inertes y ajenas a todo; con lo que la profecía quedaba plenamente cumplida y el argumento -reforzado- podía seguir desplegando sus efectos, en otras nuevas víctimas.

Esa y no otra era la situación ordinaria, en España, hace no más de veinticinco años; esa es la situación no normal pero que, en algunos sitios y circunstancias, se sigue dando en España, hoy día. Ese es el escenario que sigue plenamente vigente en otras sociedades menos avanzadas (o también algunas más avanzadas, si por tal cosa entendemos las de mayor nivel económico.) Y esa es, en una grandísima medida, la vida que siguen llevando, en España, en el siglo XXI, los discapacitados psíquicos que nacieron antes de todos esos cambios de los que estoy hablando. Los discapacitados psíquicos mayores de cuarenta o cincuenta años siguen siendo, en muy buena medida, subnormales y su actividad y su existencia permanecen todavía invisibles o casi.

1.3. La colaboración de todos

Así pues, en esos últimos...

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