Laicidad vs. Laicismo: reflexiones en torno a la prohibición del uso del burkini desde la perspectiva del sistema interamericano de derechos humanos

AutorAndrés Mauricio Gutiérrez Beltrán
Páginas119-141

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Andrés Mauricio Gutiérrez Beltrán

Universidad Externado de Colombia

Introducción

La prohibición del uso del burkini en algunos pueblos y ciudades de Francia es el episodio más reciente de una dilatada historia que difícilmente acabará de escribirse, la historia del cíclico resurgimiento del sentimiento religioso. Uno de sus antecedentes más remotos se encuentra en el siglo V de nuestra era, cuando el papa Gelasio I instauró la doctrina de las dos espadas. En aquel tiempo, el jerarca de la Iglesia católica pretendía establecer que si bien existe un poder político al que se debe obediencia y sumisión, sobre los monarcas y emperadores que lo ejercen se alza una autoridad superior, la autoridad sagrada de los pontífices. De este modo, se introducía una importante variación en la enseñanza que dejó quien llamó a los cristianos a dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

Las tornas, en aquella época, se encontraban cambiadas. El papa pretendía asegurar la preeminencia del poder religioso sobre el civil. Las autoridades francesas, en nuestro tiempo, procuran afirmar la primacía del secularismo —y, de tal mane-ra, el predominio del poder civil— sobre el deseo de hacer públicas las convicciones religiosas. Una lectura menos idealizada, más realista, de las intenciones que han inspirado esta medida afirma que la prohibición del burkini únicamente busca marginar a los miembros de una comunidad religiosa, la comunidad musulmana, de la posibilidad de acceder al ámbito de lo público. En cualquier caso, esta situación escenifica las recurrentes tensiones, que en su momento también encontraron su representación en el establecimiento de la doctrina de las dos espadas, entre el fervor religioso y el secularismo1.

En este particular contexto, el presente escrito pretende formular algunas reflexiones en torno a los problemas teóricos que suscita esta prohibición en el sistema interamericano de derechos humanos. Si bien esta controversia no ha sido planteada ante los órganos del sistema y pese a que, por las razones que se explican más

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adelante, dicha posibilidad parece aún bastante improbable, la prohibición del burkini ofrece una oportunidad excepcional para discurrir sobre el papel que corresponde al juez interamericano frente al fenómeno religioso. El creciente robustecimiento de las iglesias como actores políticos en América Latina, por otra parte, es un importante motivo que también ha incidido en la composición de este texto2.

En suma, el artículo se propone lanzar una mirada a la prohibición de las manifestaciones religiosas en el ámbito de lo público a través de la jurisprudencia y de las fuentes normativas del sistema interamericano. Más concretamente, pretende establecer cuál es la previsible respuesta que darían los órganos del sistema a una demanda de este tipo y, seguidamente, identificar cuál es la postura jurisprudencial que mejor contribuye a la realización de los derechos fundamentales comprometidos en estas controversias.

Una reflexión preliminar: el valor de la laicidad en las sociedades contemporáneas

Mediante la instauración del principio de separación entre Iglesia y Estado y el reconocimiento de la libertad de cultos, el constitucionalismo creyó haber resuelto de manera definitiva los conflictos religiosos que, durante siglos, desangraron a Europa. La aludida separación entre el poder político y el eclesial prometía a pueblos fatigados de guerras religiosas imparcialidad de parte de las autoridades frente a los asuntos espirituales; aseguraba a las iglesias un amplio margen de autodeterminación en el que las injerencias del Estado se encontraban proscritas y prohibía la adhesión de las autoridades a cualquiera de los credos que pugnaban por la fe de los hombres.

La libertad de cultos, la contracara de esta moneda a la que se da el nombre de secularismo, complementaba la fórmula reconociendo a los ciudadanos una soberanía plena en las cuestiones religiosas. De este modo, se levantaba una visible frontera entre las prácticas religiosas y los asuntos políticos, entre la ciudad de dios y la ciudad de los hombres. Las primeras quedaban reservadas para el ámbito de lo privado, para el hogar y la iglesia, los segundos constituían un dominio mucho más vasto en el que no encuentran lugar las apelaciones al sentimiento religioso. Allí únicamente serían admisibles los argumentos basados en el interés general o en la conveniencia pública, al mismo tiempo que —en este entorno— el deber de obediencia a la ley y a las autoridades no requeriría justificaciones diferentes a su talante democrático. De tal suerte, a diferencia de tiempos pretéritos, en los que era preciso buscar la legitimidad de las coronas en la bendición que sobre ellas hubiese impuesto la iglesia, el único argumento que explicaría desde entonces el

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deber ciudadano de sometimiento a la ley y a los gobiernos es el hecho de que los mismos ciudadanos hayan convenido en su existencia y su composición.

El modelo planteado, incontestable en el papel y en la teoría, no ha resistido bien, o al menos no como se esperaba, los envites que ha recibido desde fuera y desde dentro en las sociedades occidentales. Desde dentro, ha tenido que soportar —y corregir, cuando ello ha sido posible— las sacudidas provocadas por actores políticos que, en lugar de invocar valores civiles comunes a todos, han decidido hondear los pendones religiosos para prevalecer en las contiendas electorales. Una vez en el poder, han dispuesto la fijación de símbolos religiosos en lugares abiertos a la ciudadanía, han ordenado la inclusión de asignaturas de religión en los planes de estudios, han suscrito tratados internacionales que otorgan trato de favor a la religión de sus electores y, entre otras tantas actuaciones, han procurado entreverar los elementos de la historia nacional de sus pueblos con la mística de las religiones dominantes; todo ello con el propósito de lograr una compenetración — clara en sus manifestaciones concretas, aunque parcialmente enmascarada por el reconocimiento de principios constitucionales asociados al Estado laico— entre los credos mayoritarios y el proceder del Estado.

De otro lado, el principal desafío exterior que ha enfrentado este modelo es la intensa ola migratoria que ha reconfigurado el atlas demográfico. Merced a este fenómeno, los Estados laicos han recibido a legiones de personas provenientes de culturas jurídicas en las que la distinción entre lo público y lo privado, entre lo secular y lo religioso, no tiene la claridad que, en principio, tendría esta separación en occidente. En otros casos, han acogido a personas que practican religiones que en sus países eran mayoritarias y que, por tal motivo, del mismo modo en que ocurre en Europa, podían demostrar abiertamente sus creencias espirituales. En ambas situaciones, las sociedades laicas —que creían haber resuelto los conflictos religiosos relegando estas prácticas a la órbita de lo íntimo— se han visto enfrentadas al reto de asimilar en su seno a comunidades que desean profesar públicamente sus convicciones espirituales.

Así descrito, el problema no parece entrañar mayores dificultades. La cláusula general de libertad y, más específicamente, la libertad de cultos amparan las manifestaciones exteriores de religiosidad. En consecuencia, esta legítima expectativa solo podría ser restringida cuando entra en colisión con otros derechos fundamentales o con principios constitucionales de signo contrario, tal como ocurre cuando se precisa la identificación de una persona que, portando un burka, desea ingresar a un edificio público. En estos eventos, la necesidad de satisfacer un fin constitucional imperioso autoriza la restricción del derecho. Resulta entonces lícito exigir a los ciudadanos que, sin renunciar a sus creencias y a condición de que ello sea una carga proporcional, accedan a obrar de un modo que no se aviene plenamente con sus prácticas religiosas.

En todos los demás casos, según este planteamiento, los ciudadanos se encuentran autorizados a hacer demostraciones públicas de su fe. Tal facultad no solo les

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permite profesar de manera abierta su credo y predicarlo a quienes lo desconocen, sino también acatar —dentro de esta misma esfera de lo público— el modelo de vida que exige su doctrina. En este orden de ideas, el cumplimiento de las reglas de vestimenta de una religión, cuando ello no supone una amenaza real para la seguridad de las personas, forma parte de las decisiones que se encuentran amparadas por la libertad de cultos. De tal suerte, del mismo modo en que sería ilegítimo exigir una cierta vestimenta con fundamento en un determinado patrón de moralidad, resulta inaceptable que las autoridades resuelvan de qué manera las personas deben decidir sobre estos asuntos. Mucho más si se tiene en cuenta que de por medio se encuentra el acatamiento de mandatos religiosos, circunstancia que intensifica el deber de abstención que pesa sobre el Estado.

Se decía que este asunto solo en apariencia es sencillo por cuanto su estudio teórico deja por fuera los elementos verdaderamente problemáticos: el auge de versiones radicales del islam —que, en lugar de destacar los valores ecuménicos de esta fe, llaman a sus fieles a la separación y, en los casos más extremos, a la violencia—; el obstinado mantenimiento de un modelo de sociedad secular que exige a quienes desean formar parte de ella la renuncia a buena parte de sus costumbres y tradiciones; el surgimiento de un ambiente de pánico y zozobra generalizados que conducen...

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