La laicidad y sus enemigos

AutorAntonio Pele
Páginas155-182

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1. Introducción

La laicidad deriva etimológicamente del término griego “laós”, que remite a su vez a la unidad del pueblo, considerado como un todo indivisible. Los tres pilares que fundamentan el principio de laicidad son, a mi entender: el respeto de la libertad de conciencia y de cultos; la lucha contra toda forma de dominación de la religión sobre el Estado y la sociedad civil; la igualdad de las religiones y de las creencias, incluido el derecho a no creer. Se debe mantener un equilibrio entre esos tres preceptos si se quiere evitar cualquier postura arrogante y perentoria1. En la práctica, los distintos actores tanto en España como en Brasil por ejemplo2, tienden a favorecer uno u otro de esos tres principios: los creyentes se refieren ante todo a la libertad de cultos; los agnósticos (y los anticlericales) se apoyan en la lucha contra la dominación de las religiones; los minoritarios, por su parte, insisten en la igualdad de las religiones y de las convicciones. En este artículo pretendo analizar cuatro enemigos de la laicidad y que consisten en el clericalismo, los fundamentalismos religiosos, el comunitarismo, los totalitarismos y el laicismo. El objetivo consiste en defender este valor como principio fundamental del Estado de derecho, fomentando en particular, la creación de un espacio público y ciudadano ilustrado.

2. El clericalismo

“¡El clericalismo es el enemigo!” gritaba Léon Gambetta en su discurso del 8 de mayo de 1877 en la Cámara de los diputados3. En su sentido original, la diferencia entre el laico y el clero aparece en el vocabulario religioso. El primero hacía referencia a la persona que, siendo creyente, no disponía de ninguna capacidad de representación oficial de la Iglesia. El segundo, al contrario, abarcaba a los individuos encargados de dirigir la administración de la fe. Esos dos conceptos han evolucionado y han desbordado este ámbito reservado a la comunidad de los fieles. El clericalismo se define ahora “no sólo por el ejerci-

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cio de las funciones clericales” sino, y ante todo, por “una ambición de poder temporal en toda la sociedad”4. Consiste en una empresa de dominación de las conciencias por parte de una Iglesia, en todos los ámbitos de la vida pública y privada. El problema no es que una Iglesia intervenga en el debate político. Al contrario, tiene toda la legitimidad para expresar sus opiniones y fomentar el debate público. Cualquier confesión religiosa tiene el derecho de criticar (y también de respaldar) las políticas llevadas por el gobierno de un Estado. La laicidad crea, en este sentido, un espacio público donde todos y cada uno pueden expresar, individual y colectivamente, sus opiniones religiosas e ideológicas sobre cualquier asunto de la sociedad. La creación de este espacio público se fundamenta en dos premisas: la igualdad de las partes y la soberanía demo-crática. El primer principio hace que ninguna confesión religiosa pueda considerarse superior a las demás. Ninguna religión puede pretender convertir su credo en la única y verdadera virtud de este mundo. Es más: no puede imponerse por la fuerza, sino solamente fomentar el sentido crítico de las conciencias, en el diálogo y el intercambio libre de las opiniones, respetando siempre la autonomía de juicio de las personas. El segundo principio (que puede ser el objetivo del primero) hace que el Estado reconozca solamente a los individuos como ciudadanos y ciudadanas. Por un lado, los colectivos (partidos, asociaciones, sindicatos, Iglesias, etc.) tienen como propósito defender y promover los intereses y las convicciones de las personas. Por otro, el Estado prescinde de esas particularidades individuales (morales, sociales, culturales, políticas, etc.) para no discriminar a unos a favor de otros. Reconoce sólo una ciudadanía donde sus miembros son iguales no sólo entre sí, sino también en sus relaciones respectivas con la esfera política, representada por los poderes públicos. La democracia se fundamenta en una soberanía popular donde la voluntad de los ciudadanos coincide con la voluntad general. Por tanto, ninguna institución ajena puede interferir en la legitimidad democrática del Estado cuando éste legisla y lleva a cabo sus políticas. El clericalismo quiere romper con este modelo de coexistencia pacífica y democrática. Pretende dominar lo temporal por lo espiritual. El Estado y su derecho no encuentran su legitimidad de su procedencia de la voluntad general y del respeto de los valores democráticos, sino de su adecuación con unos mandamientos morales, supuestamente anteriores y superiores. Así, por ejemplo, y según el cardenal Rouco, eso “no es hacer política en el sentido estricto de la palabra”. Añade: “Se trata de procurar por medios legítimos el reconocimiento de aquellos valores éticos que trascienden y

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preceden la misma acción política”. Como explica Bedoya5, “la tesis de Rouco es que hay « principios prepolíticos », de obligado cumplimiento. ¿Quién los proclama? Por supuesto, la Iglesia católica. Hasta el Concilio Vaticano II, el papa, pontífice máximo, se consideraba « autoridad universal y omnicompetente »”. El clericalismo se opone, por tanto, a los avances de la modernidad y, en particular, a la liberación intelectual, que constituye la primera gran liberación de la modernidad. Esta liberación intelectual supone “rescatar la auto-nomía de la razón frente a la moralidad autoritaria y externa que se derivaba de la intervención de la Iglesia Católica, de manera muy enérgica y continua en los asuntos temporales”. Se opone, por tanto, a una “ética católica, donde la administración de la salvación, la dimensión de la gracia tenía una perspectiva institucional, con gran protagonismo del aparato eclesiástico, con una estructura jerárquica y autoritaria derivada de la indiscutible superioridad del papa”6. La laicidad es así un principio que surge de la liberación intelectual y que permitirá que el Estado sirve a sus ciudadanos, confiriéndoles derechos y libertades. Al contrario, el clericalismo niega los tres pilares sobre los cuales descansa la noción de laicidad y que vertebran el Estado de derecho. Primero, rechaza la neutralidad del Estado basándose en la fórmula Cuius regio, eius religio (tal rey, tal religión). Este principio resulta de un compromiso entre católicos y protestantes en la Paz de Augsburgo firmada en 1555 y se acordó para acabar con las guerras de religión. Por tanto, esta idea significaba inicialmente que la tradición religiosa del príncipe se aplicaba a todos los ciudadanos del territorio. En la actualidad, esta misma idea sigue vigente para los eclesiásticos. Consideran que la supuesta tradición religiosa de un país implica que las autoridades eclesiásticas se encuentran por encima de los poderes temporales y políticos; éstos no pueden legislar independientemente de las normas dictadas por los primeros. El clericalismo legitima así la dominación de una confesión religiosa sobre el Estado y la sociedad civil, estableciendo una “religión de Estado”. Segundo, el clericalismo niega también la libertad de conciencia y de cultos. En efecto, un único credo religioso se impone por la fuerza y el miedo, con el fin de neutralizar el juicio crítico de los individuos. No debe desarrollarse una ciudadanía ilustrada; se debe mantener en la ignorancia al pueblo para guiarle, tal como el pastor al rebaño. Por fin, el clericalismo contradice la igualdad de las religiones y de las creencias (incluyendo el derecho a no creer).

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Así, sólo una confesión religiosa es moral y políticamente legítima. Las demás creencias están percibidas como intentos que pretenden desestabilizar el orden y la paz social de un país determinado. Deben ser entonces prohibidas y aquellos que las practican deben ser castigados.

Históricamente, el clericalismo ha podido desarrollarse gracias a dos instituciones que han consolidado durante un tiempo el poder de la Iglesia en los asuntos públicos y sociales. Se trata primero de la Inquisición y, segundo, del Index librorum prohibitorum. La primera aparece para acabar con los desordenes sociales del siglo XII provocados por los cátaros y los valdenses. Esos dos grupos formaron comunidades en el sur de Francia y el norte de Italia. Como recuerda Comella7, la Iglesia combatió primero esas herejías de forma pacífica a través de la predicación; la Iglesia era la depositaria del perdón universal y su praxis consistía en obtener la conversión de quien se había apartado de Dios, mediante la persuasión comprensiva y la penitencia. La situación cambia en 1208, cuando Inocencio III predicó una cruzada contra los cátaros, tras comprobar la extensión de la herejía. El procedimiento inquisitorial consistía en “combatir el pecado de herejía con sufrimientos físicos y morales, además de buscar el arrepentimiento; estaba en juego un bien común de incalculable valor, la fe de Cristo, puesta en tela de juicio por los herejes”. En España, la última ejecución por herejía fue en 1826 cuando un maestro de escuela fue ahorcado porque reemplazó en los rezos escolares la palabra “avemaría” por “loado sea Dios”8. También, el “Índice de libros prohibidos” fue creado en 1559 por la Sagrada Congregación de la Inquisición de la Iglesia Católica. Es solamente en 1966 cuando fue abandonado por el impulso del papa Pablo VI, después del Concilio Vaticano II. Entre los autores que se encontraban en esta lista, aparecían, entre tantos otros, Dante, Hugo, Descartes, Voltaire, Rousseau, Montaigne, Hobbes, Balzac, Hume y Zola. Además, y como recuerda muy justamente Onfray, nunca se incluyó en esta lista el Mein Kampf de Hitler. En efecto, después de la publicación de este libro en 1924, el Index, añadió a su lista, el diccionario Larousse, a Bergson, Gide, Beauvoir y Sartre, pero Hitler nunca fue incluido9...

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