El lado humano de los moriscos en la obra de María Soledad Carrasco Urgoiti

AutorJ.A. González Alcantud
Páginas89-103

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Para acercarse con sensibilidad y acierto al problema morisco hizo falta hasta hace poco una buena dosis de extrañamiento cultural y social tanto en el relator como en el lector. Posición excéntrica que estaba en consonancia con lo sostenido por el sociólogo Georg Simmel: que para llegar al fondo de lo social es conveniente situarse en los límites de la sociedad, en una posición periférica. Los extranjeros y los exiliados, que en su propia identidad arrastran el estigma de no ser ni de aquí ni de allí, sino que habitan en una permanente y equívoca movilidad, serían los más dotados, según Simmel, para conseguir esbozar con clarividencia la estructuración social de las sociedades que los acogen.1La extrañeidad, identificada con la distancia o el alejamiento, se presenta como una condición casi necesaria para proyectar lucidez sobre las opacas estructuras sociales. Un caso particular, pero bien elocuente de lo dicho, serían los intelectuales judíos,

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quienes en conjunto tanto han aportado al conocimiento sociológico en el marco de las ciencias humanas. Desde K. Marx a W. Benjamin los pensadores de orígenes hebreos han alumbrado el campo del conocimiento social con acierto de videntes. La paradoja actuante reza que el alejamiento produce acercamiento. «Distanciamiento -se ha escrito-: sería la toma de posición por excelencia. Pero hay que entender que no hay nada sencillo en un gesto como éste. Distanciar no es contentarse con poner lejos: se pierde de vista a fuerza de alejar, cuando distanciar supone, al contrario, aguzar la mirada. En la visión aurática de las cosas -por ejemplo cuando una lanza es contemplada por el poeta antiguo como un don de los dioses-, hay una lejanía que aparece, por muy cerca que esté la aparición».2Esta paradoja se observa en un exiliado como Bertolt Brecht, que la pone en práctica dramatúrgica, pero también en todos los intelectuales del exilio europeo de los años treinta.

Pues bien, en los momentos históricos que le tocaron vivir a la profesora María Soledad Carrasco Urgoiti (Madrid, 1922, Nueva York, 2007), coincidentes en su época de formación y creatividad con la España de la posguerra civil, alejarse era un efecto físico y psíquico deseado y necesario para abordar casi cualquier tema relacionado con la historia española. La primera impresión al acercarnos a la figura de la profesora Carrasco Urgoiti, que tantos años viviera en Nueva York, sin perder por ello su anclaje en Madrid, es la de encontrarnos ante un producto genuino del exilio español. Volveremos sobre ello como hilo argumental de nuestro análisis.

Mas, en otros casos, paralelos al de Soledad Carrasco, el alejamiento produjo el fenómeno del exilio interior, del encapsulamiento de la realidad vital del autoexiliado. El exiliado interior no rechaza como un misántropo la sociedad que le ha tocado vivir, sólo se distancia de ella para analizarla y vivirla en claves distintas de las de las mayo-rías sociales. En el ámbito de los estudios moriscos y ateniéndonos a este criterio de exilio interior quisiera traer a colación la inevitable personalidad de don Julio Caro Baroja. Hombre sin lugar a dudas del «exilio interior», Caro Baroja había vivido siendo joven los acontecimientos de la guerra civil desde la atalaya del valle del Baztán que era la casa de su tío Pío Baroja, en la frontera con Francia. Escéptico y fronterizo siempre procuró conservar esa posición distante de los hechos inmediatos. Todos los intentos por hacer salir a don Julio de su espléndido aislamiento, ofreciéndole cátedras universitarias y otras canonjías le trajeron literalmente al fresco. No por azar alardeaba ante otro exiliado de la estructura social, en este caso inglesa, como era Gerald Brenan, de pertenecer a una saga familiar española que llevaba varias generaciones sin aportar funcionarios al Estado, habiendo conseguido vivir de sus propias rentas. De principio, Caro estaba situado en una posición avanzada para comprender ciertos acontecimientos, sobre todo si estos tenían una connotación guerra civilista, que él miraba en dimensión longue durée.

A pesar de las virtudes comprensivas aportadas por los exilios externos e internos, hoy día, transcurridas tres décadas sin emigraciones político-culturales forzadas en la estructura social española, los componentes del último exilio reciben abiertas o larvadas críticas de haber quedado anclados en tiempos pretéritos. La quiebra política entre el exilio y el interior, que comenzó operándose en la historia del tardo franquismo, devino hostilidad dramática entre quienes estaban dentro del país, y su realismo adaptativo era calificado de «oportunismo», y los que vivían fuera, y su ética fundacional era considerada un «sueño trasnochado». Esta quiebra política tuvo larvadas consecuencias culturales. Ricardo García Cárcel lo ha analizado en relación con la evolución del conoci-

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miento histórico español.3Gracias a ello, hoy se le niega al exilio, y por ende al hispanismo -que es asunto de grueso calibre, que merece estudios objetivantes aparte- el ser el depositario exclusivo de los análisis más lúcidos y veraces de la realidad histórica y antropológica.

Reivindicar la lucidez que otorgaba la condición de exiliado o de autoexiliado en quienes abordaban el estudio de los moriscos en la España de posguerra, y quizás hasta el final del franquismo, es un ejercicio de historicidad, que probablemente en la actualidad no tenga la misma significación, dada la gran cantidad de buen conocimiento histó-rico que existe en la sociedad española actual. Pero, recordar las condiciones de producción del discurso, es un deber lógico para lograr la justa comprensión de cómo, quiénes y en qué condiciones establecen la narración histórica.

Con esos criterios, que obligaban a hacer caer buena parte de la verdad histórica del lado del exilio interior y exterior, en los años sesenta y setenta, cuando los estudios de moriscología aún no estaban muy popularizados, fuimos muchos los que descubrimos el problema morisco a través del libro de Julio Caro Baroja sobre los moriscos del Reino de Granada. Para mí este libro de síntesis y análisis sigue siendo el más redondo y logrado en su narratividad interna de los escritos hasta el presente. De ahí que el tiempo parece no haber pasado por él, a pesar de los innegables avances habido en los estudios moriscos en las últimas décadas. Se mantiene como un pilar firme frente a modas y demás. Y ello es posible porque los moriscos que describiera Caro estaban «vivos», no eran una simple efigie o un hito más o menos dramático de la Historia española.

En primer término, la sensación de viveza transmitida por Caro, que no reducía los moriscos a un tipo fantasmagórico que surgía de una lejana historia, se producía porque el autor se había familiarizado, entre otras cosas, con los lugares donde ocurriera la tragedia morisca en la Andalucía del sureste. En lo tocante a este último punto, tengamos presente que durante mucho tiempo don Julio Caro veraneó ya en Vera, en la costa almeriense, ya en Churriana, en la de Málaga. Esta vocación mediterránea de Caro le llevó a frecuentar a otros intelectuales que habitaban el medio montañoso andaluz, donde los moriscos precisamente habían instituido su fortaleza en el pasado. Los trabajos y los días del pueblo andaluz les eran pues familiares, y dialogaba sobre ellos con otro eminente etnógrafo auto exiliado, Gerald Brenan, con quien compartía amistad y complicidad.4Su Andalucía «oriental», montañosa y anímicamente cercana, no era un paisaje literario, palpitaba de vida, y su vividura le facilitaba llegar al concepto de lo morisco. No podemos olvidar en estas experiencias entre antropólogos la sentida dedicatoria que le hace a Julián Pitt-Rivers, otro etnólogo de la montaña: «Explorador original y profundo de las cosas andaluzas: amicus ex animo». Era, por consiguiente, aquella una complicidad entre etnólogos que apreciaban la historia y sus latidos de vida.

En segundo lugar, Caro estaba igualmente familiarizado con el mundo islámico norteafricano. Acababa de terminar poco antes de dar a la luz su historia de los moriscos un voluminoso trabajo en el ámbito de la antropología colonial clásica: los Estudios saharianos. Esta etnografía la había llevado a cabo en el Sahara bajo mandato español, en un tiempo récord de unos tres meses, pero con una intensidad que lo llevó a trabajar día y noche con frenesí. Logró unos resultados tan absolutamente destacables en el corto tiempo que empleó, que le procuraron comprender con justeza la conformación segmentaria de la sociedad tribal saharaui. No debemos olvidar que Caro no partía ex

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nihilo en sus presupuestos de partida, ya que previamente había pasado una temporada en Oxford donde a pesar de su conocido escepticismo teórico había conocido de prime-ra mano las teorías segmentaristas sobre las sociedades tribales nuer y sanussi esbozadas por E. Evans-Pritchard, el antropólogo oxfordiano entonces en más boga. Por otra parte, Caro había sido ayudado en el campo lingüístico en la comprensión del árabe hassaniya de los saharauis por don Emilio García Gómez, ilustre arabista vinculado con Granada. Don Julio daría continuidad a estas investigaciones con sus Estudios mogrebíes, más modestos, pero centrados en el área montañosa del norte de África donde tantos moriscos se habían refugiado tras la expulsión de la península. Con estas experiencias previas y casi coetáneas, no cabe extrañar que los moriscos de Julio Caro sean unos moriscos humanizados, y en nada fantasmagóricos.

Se comprende, por lo tanto, que de la combinación de ambas experiencias, la andaluza y la sahariano-magrebí, se infiera la viveza que respira el libro de Caro. El morisco se nos dibuja en Caro como un ser humano real, y no como una marioneta histórica depositaria involuntaria de las ideologías en lucha. Por esta razón, nos reafirmamos en lo dicho más arriba: el texto de Caro Baroja sigue siendo el texto más...

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