El laberinto de la socialidad: utopía y distopía

AutorÁngel Enrique Carretero Pasín
Páginas5-26
248
Presentación
El laberinto de la socialidad: utopía y distopía
ÁNGEL ENRIQUE CARRETERO PASÍN
UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA
No había caído en la cuenta de que una isla siempre era única,
diferente a todas las demás, y al mismo tiempo una isla no
estaba nunca sola, pues había que encuadrarla en algo lla-
mémosle «seriado», en algo que paradójicamente se repetía en
cada isla singular.
La aparición del tema me ha hecho indagar más sobre el libro
de Deleuze y, en plena investigación, he ido a dar con una ob-
servación de Marcelo Alé, de aire certero: «Es porque no hay
original que no hay copia, por lo tanto, tampoco repetición de
lo mismo».
ENRIQUE VILA-MATAS
Ahora bien, en la historia no encontramos religión sin Iglesia.
ÉMILE DURKHEIM
I
De entrada, es menester adelantar que, hasta el momento, la Real Academia Espa-
ñola no ha contemplado el término socialidad. Conviene en admitir otro con un
grado de parentesco, el de sociabilidad. Si bien atribuyéndole un significado veci-
no —«cualidad de ser sociable»—, aunque en modo alguno equivalente, al acadé-
micamente consagrado por la autoridad de la mirada sociológica simmeliana. No
está de más recordar que, a través del empleo del vocablo «sociabilidad», Georg
Simmel había puesto nombre a una modalidad lúdica de interacción en la que los
actores sociales prescindían de una motivación obediente a interés alguno, ago-
tándose su móvil en el desinteresado deleite de la misma interacción. La semánti-
ca sobreañadida con la que el pensador berlinés designa al término no es per se
ineluctablemente incompatible con la acepción de socialidad aquí manejada, pero
tampoco guarda una exacta concomitancia con ella. Es sabido que Simmel tuvo
como una de sus preferentes inclinaciones intelectuales un precoz prestigio de un
aspecto informal y aparentemente irrelevante de la vida social al cual los con-
trasentidos de la sociología de la época veían con reticencia, impidiéndole acce-
der a la dignidad temática que este merecía. En este aspecto sí que, ciertamente,
esta perspectiva suya se asomaría a la idiosincrasia determinante de la socialidad.
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A pesar de esto ocurre que la amplitud y elasticidad de los rasgos connotativos
incluidos en esta, aún atesorando también un patente brillo la impronta informal,
desbordan, como veremos con mayor detalle, los atributos conferidos a la sazón
por Simmel a la «sociabilidad». Más si flexibilizásemos el rigor de nuestro juicio
sobre la igualación entre un uso académicamente bastante corriente de sociabili-
dad —desceñido obviamente del que se ha valido Simmel— y el de socialidad
podríamos condescender prudentemente con su equiparación, e inclusive ave-
nirnos y servirnos de ella.
En aras de ahuyentar tanto el encabalgamiento en un uso abusivo e indiscri-
minado de la noción de socialidad como de disuadir la tentación de incurrir en
forzados malabarismos conceptuales, acaso la puerta de entrada más adecuada
para abordar la determinación de su figura sea la que resalte una premisa confor-
me a la cual aquel espejo más genuino en donde lo social se reconoce no puede
ser puramente compendiado, ni mucho menos encorsetado, dentro de los pará-
metros de su objetivación institucional. Si bien, maticémoslo, no es tampoco, por
definición, necesariamente contradictorio u hostil con ellos. Sin duda sería un
dislate sociológico el hacer caso omiso a la presencia de una lógica sistémico-
funcional conductora del gobierno de las instituciones y cuyo alcance permeabi-
liza los más intrincados intersticios del cuerpo social. Es innegable que su sincro-
nizado funcionamiento en el elenco de lo institucional, acompasado con la obser-
vancia de unas adosadas prerrogativas, configura notablemente el perfil fisonómico
de cualquier formación social. Bien mirado su empeño primordial aspira, a lo
sumo, a sujetar del mejor modo factible el caos, la incertidumbre y la compleji-
dad, que irremediablemente subyacen a lo social, a unas pautas normativas ase-
guradoras de una reglamentación, rutinización y estandarización que el mandato
del sostenimiento de la arquitectura estructural de una sociedad obligadamente
reclama.
Ahora bien, es innegable, igualmente, la insuficiencia de un cierre categorial
en esta lógica sistémico-funcional en cuanto monopolizador relato con el cual
dar cuenta de lo que acaece en el devenir de la cotidianidad y, por supuesto, en el
magma de figuraciones societales en las que, abrupta e inesperadamente, el caos
de un indistinto gentío tiene propensión a localizarse. A buen seguro que la arbo-
leda institucional, no otra cosa que el «mundo administrado» en la jerga adornia-
na, nos impide captar la vitalidad del bosque social. Como es sabido, en la dimen-
sión de lo institucional, la acción social obedece, sin otros preceptos, a una lógica
estructuralmente regida por un criterio utilitarista subordinado a una negocia-
ción y maximización de intereses, situados ellos en un terreno de oposición o
cooperación con respecto al de otros. De ahí que, en dicha dimensión, los actores
sociales sean invitados a guiarse, fundamentalmente, por una motivación prácti-
camente restringida al orden de un cálculo racional, acostumbrando a entablar
una mediación de intercambio teñida por un sello contractual y supeditada al
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