Género y justicia penal en México

AutorElena Azaola
Páginas67-82

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1. Introducción

En este trabajo me propongo exponer de manera breve, y necesariamente esquemática, algunos resultados de diversas investigaciones que hemos llevado a cabo en establecimientos penitenciarios para mujeres en la República Mexicana (Azaola y Yacamán 1996, Azaola 2001). Paralelamente, mi intención es formular algunos interrogantes que me surgieron tanto de la escucha de las ponencias que se presentaron en el Taller sobre Mujer y Ejecución Penal (celebrado en Ofiati en 2001), así como de la revisión de algunos textos que durante los últimos años se han publicado sobre el tema en distintos países.

Me propongo, así mismo, hacer énfasis en aquellos puntos en que la situación de la mujer que se encuentra en prisión se distingue con respecto a la de los varones. Es decir, en lo que tiene de específico la experiencia de la mujer que se halla privada de su libertad. Como distintos estudios lo han mostrado, esta especificidad se ha hecho visible apenas muy recientemente como resultado de la introducción del enfoque de género al análisis de la conducta infractora de la mujer, así como de la crítica que el feminismo -o los feminismos- han dirigido hacia las teorías criminológicas tradicionales (Smart 1989, Carien 1992, Fació 1993, Rafter y Heidensohn 1995, Janeksela 1997, Tyler 1997, Bodelón 1998b). Para algunas especialistas, esta crítica es la que mayor peso y consecuencias ha tenido para el desarrollo del pensamiento criminológico contemporáneo (Larrauri 1994, del Olmo 1998).

Como punto de partida tomo los enunciados tanto de Fació como de Zaffaroni (1993) en el sentido de que la mujer ha sido excluida tanto del discurso dominante en la criminología y el derecho, como del discurso punitivo. Ambos autores coinciden en señalar que la visión estereotipa-Page 68da de mujeres y hombres y la invisibilización de las mujeres han sido factores que han impedido que exista un trato justo para la mujer criminalizada.

Con respecto a la visión estereotipada de la mujer delincuente, ésta tuvo su origen en las teorías premodernas de la criminología positivista de finales del siglo xix, que situaban en la biología y en lo que postulaban como la esencia o la naturaleza femenina, la explicación de sus comportamientos desviados (Lombroso y Ferrero 1973). Como es bien sabido, estas teorías dominaron el pensamiento criminológico durante la primera mitad del siglo xx y tuvieron una gran influencia que todavía no puede considerarse del todo superada1

Después de los estudios realizados en numerosos países durante las tres últimas décadas (1970-2000), la mujer apenas comienza a ser un sujeto visible para el derecho penal, sin que esto quiera decir que la disciplina hubiera abandonado su lógica predominantemente masculina. La tardía introducción de la mujer sorprende puesto que, una vez más, la ciencia llega con retraso respecto de fenómenos que ya antes habían sido percibidos tanto por los poetas como por los periodistas, los guardias o los capellanes de la prisión. Es decir: antes de que la ciencia tomara a la mujer como sujeto/problema de conocimiento, ya sus carceleros y otros personajes cercanos al ámbito penal habían notado que su pasaje por los circuitos de la justicia tenía rasgos que lo hacían distinto del de los varones.

Con algunas excepciones (Pollack 1950), la introducción de la mujer delincuente como objeto de conocimiento científico tuvo lugar propiamente en la década de los setenta, no por casualidad sólo después de que el feminismo hubiera cobrado fuerza como corriente política. Entre los primeros trabajos cabe mencionar los de Freda Adler, Sisters in crime, y Rita Simón, Women and crime, ambos publicados en 1975.

Aunque hoy en día estos estudios han sido puestos en cuestión, tanto por carecer de evidencia empírica como porque sus pronósticos no se realizaron, considero que sus premisas no carecían de fundamento y que la razón por la cual sus predicciones fallaron sigue siendo una de las interrogantes que hoy en día estamos obligados a responder. Me explico: tanto Adler como Simón postularon -con matices diferentes que en este momento dejo de lado-, que en la medida que se incrementara la participación de la mujer en la vida pública y en todo tipo de actividades,Page 69 seguramente su participación en el crimen también se incrementaría, siendo previsible que con el tiempo hombres y mujeres estuvieran igualmente representados en las cifras de la criminalidad.

Como sabemos, esto no ha ocurrido. En promedio, las mujeres solamente representan el 3.3 % de la población en prisión en el mundo. Más aún, sabemos que la criminalidad masculina supera a la femenina en todas las naciones, en todas las comunidades que forman parte de naciones, en todos los grupos de edad, en todos los períodos de la historia para los que existen datos disponibles y en todos los delitos con excepción de aquellos ligados a la condición de la mujer como son el aborto, el infanticidio y la prostitución (Janeksela 1997).

De este modo, y aunque la participación de la mujer en la vida pública se ha incrementado, ello no ha modificado substantivamente su escasa participación en la criminalidad. En México, por ejemplo, mientras que la mujer representaba 17 % de la fuerza de trabajo en 1970, su participación se elevó al 35 % en el 2000. En cuanto a la educación, durante el mismo período el porcentaje de analfabetismo se redujo del 26 al 10 %, habiéndose prácticamente igualado el ingreso de niñas y niños al sistema escolar (Garza 2000). No obstante, en México las mujeres continúan representando sólo el 4 % de la población total en prisión y lo mismo o algo semejante ocurre en otros países del mundo.

Así, por ejemplo, en Estados Unidos las mujeres representan 5 % de la población interna en las prisiones estatales y 6 % en las federales, proporción que se mantuvo estable entre 1970 y 1990. En Egipto las mujeres representan 4 % de la población total en prisión, mientras que en otros países de la región, como Argelia, Marruecos o Túnez, representan menos del 1 %. En India las mujeres representan 4 % de la población en prisión, mientras que en Holanda 8 %, en Canadá 12 % y en Bulgaria 14 % (Janeksela 1997, Badr-Eldin-Ali 1997, Hartjen 1997).

En síntesis, la proporción de mujeres que se encuentra en prisión muy rara vez llega a sobrepasar el 15 % del total de la población interna, mientras que el promedio de mujeres presas en el mundo se mantiene por debajo del 4 % con respecto a los varones. De aquí surgen algunas de las interrogantes para las cuales todavía no contamos con respuestas satisfactorias, no obstante que han sido planteadas desde hace tiempo: ¿cómo podemos explicar esta escasa representación de la mujer en la criminalidad? ¿puede hablarse todavía de mecanismos de control informal (Larrauri 1994, p. 1) que resultan más eficaces para contenerPage 70 la transgresión en la mujer? ¿la distinta forma en que la mujer es socializada, explica que se encuentre subrepresentada en el crimen? ¿existen elementos transculturales en las relaciones hombre/mujer que den cuenta de este fenómeno? ¿cuáles son? A mi modo de ver, estos constituyen algunos de los temas que deberían agregarse a la agenda de trabajo de la criminología que durante los últimos años ha venido incorporando la perspectiva de género a sus análisis.

Por otra parte, la lectura de las ponencias que se presentaron en el Taller sobre Mujer y Ejecución Penal (IISJ, Ofiati, 2001), nos permite encontrar una serie de coincidencias en la situación de las mujeres que se encuentran en prisión en regiones y circunstancias tan distintas como las que se observan entre países de la Unión Europea y América Latina, lo que nos lleva a formular las preguntas: ¿qué produce estas coincidencias? ¿existen patrones de relaciones de género que se sitúan por encima de las diferencias de clase, etnia, lengua, cultura, etc?

Haremos ahora referencia a la situación de las mujeres presas en México y al final retomaremos algunos de los cuestionamientos anteriores.

2. Mujeres en prisión en México

Como desde hace tiempo nos lo han hecho saber los especialistas, la cárcel no es sino una estrategia más de perpetuación de los poderes establecidos. Las posturas extremas sostienen que constituye un abuso intolerable por parte del Estado o, por lo menos, una violencia excesiva que no se justifica dado que sus fines manifiestos están lejos de haberse alcanzado. Otros se han ocupado en denunciar sus excesos así como en señalar lo irracional que resulta imponer una misma sanción a todo tipo de transgresiones, sin considerar su diferente naturaleza y gravedad (CNDH 1995). No pretendo, por mi parte, ahondar en esta polémica sino, en todo caso, enfocarla desde la perspectiva que nos arroja el análisis de la situación específica de las mujeres que han ingresado a los circuitos de la...

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