Justicia penal y corrupción. Análisis singularizado de la ineficiencia procesal

AutorLuisiana Valentina Graffe González
Páginas51-81

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I Preliminares: más allá del derecho penal

Ya en el inicio de estas líneas quiero situar una consideración que se me antoja básica: el derecho penal está llamado a desplegar en la lucha contra la corrupción un papel subsidiario, más complementario que protagonista. El pensamiento de que la corrupción se combate exclusivamente con derecho penal es tan candoroso como irreal. Sólo con derecho penal no se vence a la corrupción. Es más se cierne el peligro de corromper los pilares de un derecho penal garantista. El Derecho penal ha de ser precedido y acompañado de medidas preventivas tanto sociales como, singularmente, legales. Muchos más rendimientos van a proporcionar algunas herramientas extrapenales que el uso y abuso de la norma penal, a veces enarbolada con una dimensión puramente simbólica. Transparencia; controles eficaces previos profesionalizados; mecanismos de obligada dación de cuenta, son armas que se revelan con una capacidad preventiva muy superior a la demostrada por el derecho penal.

Con esa idea, que recrearé brevemente con carácter preliminar, como telón de fondo, realizaré a continuación después un recorrido panorámico por algu-

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nas instituciones de derecho penal sustantivo, y singularmente procesal, así como otras atinentes a la materia orgánica, para señalar sus carencias y posibilidades en la represión de conductas ligadas a la corrupción.

1. Cultura social de legalidad

La corrupción no se ataja ni solo, ni principalmente con normas jurídicas. Es necesaria una batalla social no previa, pero sí simultánea. Si no se recuperan o se implementan determinados valores y se logra que impregnen la sociedad en sus diferentes capas o estratos, las normas jurídicas, la reacción esporádica o intermitente de la justicia penal, por contundente que sea, degenerará en mera coartada de conciencias adormecidas a las que importa más el «pare-cer» que el «ser». La «corrupción», real aunque no global, que se conviene socialmente en achacar con injusta generalización a la clase política, es en cierta manera última expresión y espejo bastante fiel de una mentalidad o sentir extendido socialmente, pero que solo «escandaliza» cuando alcanza ciertas cotas o se detecta en gobernantes o dirigentes. El combate contra la corrupción está condenado al fracaso si se renuncia a implantar una conciencia social colectiva más escrupulosa, menos permisiva con la «corruptela» (mecanismos para evitar el pago de multas justas, relajación de los horarios laborales, empleo para fines particulares de medios del Estado o de la empresa, elusión del pago de pequeños porcentajes de impuestos, favores a familiares o amistades con postergación injusta de terceros), menos tolerante con la picaresca, el moderno caciquismo, la influencia o la permeabilidad ante la recomendación. Esa tarea no es fácil y es de todos.

2. Transparencia

Las políticas —legislativas y no legislativas— que fomentan la transparencia en el ejercicio de la gestión pública constituyen una herramienta primor-dial en la lucha contra la corrupción. Ilustra bien esta idea una clásica fábula.

En el segundo libro de su República PLATÓN suscita un debate sobre el problema ético y político de la corrupción: el poder es fuente de iniquidad. Puede ser fácil fuente de iniquidad, debería matizarse. Esa pesimista premisa que enlaza con la famosa tesis de Lord ACTON («El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente»), viene acompañada de una enseñanza complementaria que sirve de esperanzador corolario: la transparencia mitiga las perniciosas consecuencias de la inicial constatación que anuda fatalmente poder y corrupción.

La Historia de Giges, uno de esos cuentos con que el filósofo griego ilustraba sus tesis y que ya se mencionó en el pórtico de estas páginas, sirve de

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marco al diálogo. Giges es un pobre pastor que sirve al Rey de Lidia. Un día se abre el abismo a sus pies y acaba en una cueva subterránea donde encuentra el cadáver de un gigante dentro de un enorme caballo hueco de cobre. Giges se apodera del único objeto que portaba el gigante: un anillo. Un día en la asamblea anual de pastores descubre el poder que encerraba el anillo. Dispuesto de determinada forma le hacía invisible. El hasta ese momento justo, honesto y buen ciudadano Giges inicia la senda de la corrupción amparado en ese poder: se hace elegir delegado de los pastores, accede a la Corte, seduce a la reina, asesina al rey… Se convierte en un tirano. La invisibilidad lleva a la corrupción.

El dilema que suscita PLATÓN queda así formulado: el hombre invisible ¿puede ser honesto?

Son matizables las conclusiones en clave puramente pesimista que a veces se han extraído de esos pasajes: habría una relación esencial y predeterminada entre lo invisible y la injusticia. El hombre no podría ser justo por sus propias convicciones, sino solo obligado por las leyes. Si actuamos correctamente es porque no se nos concede la oportunidad de cometer injusticias. Seguramente esa aseveración peca de exagerada. Pero eso no priva de ricas enseñanzas a la fábula de PLATÓN. Singularmente en una sociedad en que parece importar más el «parecer» que el «ser». El clásico adagio de que la mujer del César no solo debe ser honesta, sino además parecerlo; podría hoy invertirse —y en esto soy consciente de que introduzco ciertas gotas de hipérbole retórica—: no basta con que el político parezca honesto; debe serlo.

Existen hombres que serán justos, aunque descubran que pueden hacerse invisibles. Pero es más fácil ser «justo» (o mejor, obrar con justicia «objetivamente») si uno está expuesto al escrutinio público. SÓCRATES concluía que el justo es quien desea ser bueno y no solo parecerlo.

La enseñanza es sencilla y actual: la visibilidad dificulta la corrupción; la opacidad la favorece.

3. Disminución de la discrecionalidad; incremento de los controles

Ni solo más transparencia; ni solo políticas preventivas; ni solo la ingenuidad de confiar en la honestidad del ciudadano: las leyes existen en gran medida porque se desconfía de esa rectitud; y cuanto más poder se ostenta más necesaria es esa desconfianza. Leyes también penales; por supuesto; pero no solo penales. La corrupción hay que atajarla en sus causas. Como en otras muchas materias los frutos de la prevención son mucho mayores que los de la represión. En una estimación que a lo mejor está poco documentada y es más bien intuitiva, sospecho que el fracaso, o al menos los éxitos bastante limitados, en la lucha contra fenómenos corruptos en nuestro país radica en dotar de un excesivo protagonismo a las

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reformas de derecho penal sustantivo y olvidar otros mecanismos jurídicos de prevención que resultan notoriamente más eficaces (JIMÉNEZ VILLAREJO, 535).

«La corrupción es un crimen de cálculo, no un crimen pasional. En verdad hay santos que resisten todas las tentaciones y funcionarios honrados que resisten la mayoría de ellas. Pero cuando el tamaño del soborno es considerable y el castigo en caso de ser atrapado es pequeño, muchos funcionarios sucumbirán», explica KLITGAARD (JIMÉNEZ SÁNCHEZ, 2 y 3). A este autor se debe una conocida y esclarecedora «ecuación de la corrupción»: C=M+D-A; es decir corrupción (C) será el resultado del nivel de monopolio de las decisiones
(M), sumado al de la discrecionalidad que se atribuye a los decisores (D), con la disminución derivada de las impuestas rendiciones de cuentas (A). Un sistema en que las decisiones estén en pocas manos que actúan con grandes már-genes de discrecionalidad y sin excesivos controles o daciones de cuenta gene-rará un marco muy proclive a prácticas corruptas. Ir a esas causas proporcionará más réditos que la huida al derecho penal. En esos tres campos durante años hemos perdido posiciones. Ha llegado el momento de reconquistarlas.

Leyes de transparencia rigurosas y sin agujeros negros, más controles, despolitizar la intervención, abordar de forma decidida el enquistado y mal resuelto «problema» de la financiación de los partidos, profesionalizar la gerencia y gestión pública evitando la colonización de la Administración por los partidos políticos, implementar códigos éticos de conducta.

Hay mucho que hacer al margen del derecho penal. Depositar todas las esperanzas en la justicia penal generará insatisfacción y honda frustración. Sería «una venta de ilusiones a través de las leyes penales» (RODRÍGUEZ GARCÍA, 248).

No se desvirtúe la idea: desde luego que sin el derecho penal y un derecho penal que dé respuestas contundentes a conductas graves, no se puede combatir la corrupción. Pero si junto al derecho penal no se emprenden políticas de prevención, en el plano de la educación y la cultura, excitando la sensibilidad de la sociedad civil y arrinconando la tendencia a una comprensión de fondo; se fortalecen los mecanismos de control administrativo, y se reducen en cuanto sea factible los márgenes de discrecionalidad; si no se afronta con seriedad y rigor el tema de la financiación de los partidos políticos y de las corporaciones locales; si no se articulan en materia de contratación pública resortes que sirvan de...

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