Jubilación del Profesor Don Emilio de la Cruz Aguilar

AutorJosé María Vallejo García-Hevia
Páginas973-982

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En el Salón de Grados de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, el viernes, 19 de mayo de 2006, a las doce de la mañana, pronunció el doctor Emilio de la Cruz Aguilar su última lección ordinaria de curso, y, al mismo tiempo, extraordinaria como toda jubilar, de Profesor Titular de Historia del Derecho. No es de reducidas dimensiones, precisamente, dicho Salón, y, sin embargo, como era previsible, se hallaba atestado de público, ocupando sus asientos numerosos colegas, catedráticos y profesores, estudiantes, y miembros de las diferentes Secretarías, de Facultad y Departamentales, y del personal de administración y servicios, amén de amigos, familiares, y una nutridísima representación de tunos, no sólo de los residentes en la capital de España, sino también llegados, expresamente, para participar en el emotivo acto académico, que concluyó entonando ese himno universitario internacional que es el Gaudeamus igitur, de diferentes lugares del territorio nacional. Acompañaron al Profesor De la Cruz Aguilar, que ha sido Vicedecano de Extensión Universitaria y Actividades Culturales de la Facultad de Derecho Complutense, durante varios lustros, como representación institucional, el Ilmo. Sr. Decano don José Iturmendi Morales, catedrático de Filosofía del Derecho; la Excma. Sra. doña Beatriz Elorriaga Pisarik, Consejera de Familia y Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid; el Prof. Dr. don José Sánchez-Arcilla Bernal, catedrático y director del Departamento de Historia del Derecho; además del abogado don Miguel Abascal Velasco, ex presidente de la Asociación Complutense de Antiguos Tunos, fundada en 1982, y de don Emilio Oliva Alcalá, ambos en nombre de la Tuna de la Facultas Iuris Complutensis. La lección jubilar versó sobre uno de sus temas preferidos, el Régimen histórico-jurídico de los Montes de Marina en España. En su exposición oral, improvisada para no aburrir a la dispar y nutrida concurrencia con la lectura de unas cuartillas que serán luego publicadas, y que hubo de interrumpir en varias ocasiones, embargado por la emoción del momento, y la ocasión, y por las numerosas muestrasPage 974 de afecto y de cariño a él mostradas, antes y durante la celebración del acto, hizo alusión a sus devociones investigadoras, constantes, firmes, inalteradas a lo largo de su vida y de su obra: la Historia de las Universidades, el Derecho Municipal, las Partidas, la tradición y vivencias pretéritas de la Tuna universitaria, el régimen iushistórico de la villa jiennense de Segura de la Sierra y su Tierra.

Ha sido Emilio de la Cruz, en fin, de la clase de profesor universitario en la que el magisterio oral, y su transmisión a los alumnos, de los cursos ordinarios y de los de doctorado, ha resultado tan fecundo como vivificante para la institución académica a la que ha pertenecido. En los años en que fui Profesor Titular de la Facultad de Derecho Complutense, de junio de 1998 a septiembre de 2003, acogido generosamente por Emilio en su despacho, el 728, de la Séptima planta, he sido testigo, casi nunca mudo, puesto que solía participar en sus charlas y tertulias-seminario, hasta que tenía que partir a dar clase en la Facultad de Ciencias Políticas, en Somosaguas, de los innumerables alumnos -y no eran los menos los becarios Erasmus- que, cual río humano, acudían a él, diariamente, para plantearle dudas, cuestiones y problemas, intra y extra-académicos. Y no sólo alumnos de primer curso, de dieciocho o diecinueve años, a los que gustaba de encargar la confección de vocabularios histórico-jurídicos, por entender que les habían de resultar más útiles que otras prácticas, sino de todas las edades y promociones. No era rara la semana que antiguas alumnas y alumnos, que habían alcanzado relevantes puestos profesionales o ganado oposiciones brillantemente, le visitaban, o ya estaban citados periódicamente, para tomar café o para charlar, demostrándole un cariño y una gratitud entrañables. Porque, observaba yo, amaban al profesor del que habían aprendido con empatía, y con el que se habían divertido en su juventud. Apreciaban a quien les había enseñado con alegría, diciendo verdades y saberes mediante el divino resorte humano de la risa y el buen humor, con franqueza y respeto, estimando que el alumno es el auténtico protagonista de la Universidad, puesto que, sin discentes, ¿qué docencia sería posible, y para qué, sobre todo, sería necesaria? Y es que, como es proverbial, no sólo ridendo et canendo corrigo mores; sino que, más todavía, como decía el clásico, quid vedat, ridentem dicere verum? Dotado de una peculiar, brillante y atractiva personalidad, y de una inquieta vocación, pugnaz, pragmática y erudita a la vez, por el saber, no cabe duda de que en el doctor Emilio de la Cruz se han aunado caracteres tradicionales y rupturistas, ortodoxos y heterodoxos, en la concepción y en la elaboración de su original e instrumental visión de la Historia del Derecho. Pero, siempre con una perspectiva, en todo caso, apasionada, puesto que ha defendido ardorosamente, con constancia inmune al desaliento, que el Derecho es la única vía racional, posible y admisible, primordial, de convivencia pacífica y benéfica para el hombre en sociedad, por encima de cualquier otro orden normativo coadyuvante, de índole ética, moral, religiosa o filosófica. ¿Qué mayor, totalizadora, devota pasión, y veneración, por el Derecho cabe?

Nació Emilio de la Cruz Aguilar en la villa de Orcera, de la Sierra de Segura, en el Reino y Provincia de Jaén, el 21 de abril de 1936. Fueron sus padres don Wenceslao de la Cruz de los Ríos, natural de Orcera, y doña María Aguilar Garrido, nacida en Siles. Apenas había cumplido el año de edad, cuando, con sus dos hermanos mayores, Antonio y Maruja, que contaban, tan solo, entre unos dos y cuatro años más, quedó huérfano de padre, vilmente asesinado en abril de 1937, como consecuencia de la barbarie desatada, apenas tres meses después de nacer Emilio, con la Guerra Civil española. Los primeros años de su infancia transcurrieron, pues, en el seno de la precaria libertad que transpiraba su tierra natal, serrana y segureña, pudiendo imaginarlo, como él mismo se ha recordado, entre olivares y pinares, sotos y casas de encaladas paredes, subiendo a la montaña, «ella sí que me ama,/ porque me has visto crío,/ con pantalones cortitos de pana,/ el sombrero de paja,/ con la pluma de graja/ y la camisa blanca». Una indeleble y apasio-Page 975nada huella dejó esta época, y sus lugares memoriosos, en su imaginación, cuerpo y espíritu. Fueron los tiempos de aprender los secretos de la naturaleza, los árboles y los bosques, las plantas y las flores, los ríos y los caminos, las fuentes y los animales; y de que se suscitase su afición, irrenunciable e irremplazable, a las máquinas, los mecanismos, las herramientas, los resortes y los utensilios de los más dispares oficios artesanos: impresores, molineros, herreros, serradores, arrieros, carreteros, carpinteros, curtidores, zapateros, orfebres, labradores, cazadores, ganaderos..., y pineros, los célebres de las épocas antañonas en la Sierra de Segura, sus paisanos, que, hasta principios del siglo XX, conducían los troncos de los pinos, para la construcción de naos, navegando por los ríos Guadalimar y Guadalquivir, hasta Sevilla. El amor a la tierra, el culto a lo telúrico, una devoción modelada tanto en la admiración al mundo clásico como en la veneración pagana de la madre naturaleza, la identificación con una forma de vida austera, sencilla y comunal, humilde pero alegre por compartida, prendió para siempre, desde niño, en Emilio. Nada de su vida posterior, de sus aficiones e inclinaciones, literarias o académicas, se entendería sin este período naturalmente formativo. Su consagración a la Tuna como medio de aprender y de gozar, de viajar y de difundir el talante universitario, de cantar y de compartir saberes y tañeres, y sus votos perpetuos de profesión docente al Estudio General Complutense, así como su dedicación periodística, de crítica y de denuncia de abusos, vicios, errores, injusticias, e ignorancias, no se comprendería si se olvidase -lo que él no hace, ni traiciona- a los mozos de su cortijada, cuando le llevaban, aún chiquillo, con ellos, a sus danzas y regocijos, caminando, de noche, por vericuetos, a humildes bailes cortijeros, de laúd y guitarra. Escolar andariego, no otro fue Emilio en su niñez, como lo sería de tuno universitario en la juventud, y aun de caminante profesor en la madurez, por los...

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