Jefatura del Estado y Comunidades Autónomas

AutorGoran Rollnert Liern
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad de Valencia
Páginas343-356

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La Jefatura del Estado y las Comunidades Autónomas representan los dos polos en tensión en la organización territorial del Estado que configura la Constitución de 1978, esto es, el principio de unidad, por una parte, y el pluralismo territorial, por otra.

Así, según el artículo 56.1 de la Constitución, el Rey, en cuanto Jefe del Estado, es «símbolo de su unidad y permanencia» de tal manera que la justificación funcional de la institución se encuentra precisamente en su potencialidad para encarnar simbólicamente el principio de unidad en que se fundamenta la Constitución Española en virtud de su artículo 2º. Al mismo tiempo, las Comunidades Autónomas son los entes jurídico-políticos resultantes del ejercicio del derecho a la autonomía reconocido y constitucionalmente garantizado en el mismo artículo 2 y constituyen, por tanto, la plasmación orgánico-institucional del pluralismo territorial interno.

A primera vista, se trataría de realidades institucionales y orgánicas con escasos puntos de contacto entre sí en la medida que responden a principios no antinómicos desde el punto de vista de la Teoría del Estado pero que en su desarrollo empírico generan una dinámica que bien puede calificarse de dialéctica.

Sin embargo, la conexión entre la Jefatura del Estado, en la forma monárquica que adopta en el vigente ordenamiento, y las Comunidades Autónomas es mucho más intensa de lo que cabría esperar desde las anteriores premisas y de lo que podría pensarse a la vista de las escasísimas competencias atribuidas al Rey en relación con las instituciones autonómicas. Y ello es así porque la relación entre estos dos elementos opera en la dimensión simbólica que proporciona su razón de ser a la Jefatura del Estado en nuestra ordenación constitucional.

Como ha advertido Carlos DE CABO, la forma monárquica se construyó desde sus orígenes sobre dos elementos, la exterioridad y la unidad y la

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idea de unidad fue precisamente el ingrediente o elemento sobre el que se articuló la concepción racional de la Corona2. Según ha expuesto con gran expresividad y belleza literaria Manuel GARCÍA-PELAYO3, la idea de Corona evolucionó desde el ámbito mítico y simbólico en que nació hasta su posterior racionalización jurídica en forma de concepto. En este proceso, también estudiado por J. A. MARAVALL, la concepción cosificada de la Corona, como objeto que condensa y transmite el poder legítimo, fue dejando paso a su institucionalización con arreglo a categorías jurídicas hasta mutar en la Corona-concepto entendida como persona jurídica o corporación jurídico-política que será el precedente de la idea de Estado4. Lo que nos interesa destacar de esta evolución es la formación de la Corona como sujeto unitario, como centro, como unidad en torno a la cual se concentran los elementos constitutivos de la comunidad política, de tal forma que, incorporando progresivamente los derechos y poderes constitutivos del poder del Reino, erigiéndose como sujeto de lealtades, integrando el conjunto de los territorios con carácter inalienable, expresando la unidad subyacente a la dualidad Rey-estamentos, «la Corona unifica y reúne en sí misma todos los elementos capaces de [...] estructurar jurídicamente la comunidad política», de tal forma que actúa como «forma jurídica de la unidad del Reino» al constituirse en «un centro de producción y de imputación de actos jurídico-políticos5».

Heredado este concepto de unidad política por el Estado, su más alta magistratura asume la función de «representar simbólicamente la unidad del orden estatal en la persona visible y real de un hombre6», en expresión de KELSEN.

Pero la unidad política de los Estados contemporáneos no es, en absoluto, un concepto homogéneo sino que, más allá de las cuestiones técnicas que suscita su organización y dinámica internas, encierra en su seno una pluralidad de aspectos y dimensiones; así, cabe distinguir, a mi juicio, los siguientes sentidos o significados del principio de unidad estatal: la unidad funcional u orgánica del Estado frente a la división de poderes; la unidad territorial del Estado; la unidad exterior del Estado en las relacio-

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nes internacionales; y la unidad del Estado en el orden del Derecho y de los valores7.

La significación simbólica de unidad territorial de la comunidad política es quizá la más característica de la Jefatura del Estado, con independencia de la organización territorial que se adopte, y, desde luego, es la de mayor relevancia para la funcionalidad de la institución monárquica en un Estado compuesto como el nuestro.

De nuevo hay que volver al proceso de evolución de la Corona para centrar la atención en la incorporación de un sentido territorial a la misma como «centro jurídico-político ideal que integra gentes, tierras, derechos y poderes en una unidad política autárquica simple (de un solo Reino) o compleja (de varios Reinos)» (GARCÍA PELAYO8) y en el hecho de que este simbolismo de integración territorial se transmitió posteriormente al Estado y, en particular, a la institución de su Jefatura.

Pues bien, la unidad territorial del Estado que el Rey simboliza en la Constitución de 1978 tiene una estructura interna plural, compuesta y compleja, de forma que la Jefatura del Estado representa simbólicamente, al mismo tiempo que su vertiente unitaria, su pluralismo constitutivo interno, tanto en su raigambre histórica como en su concreción jurídico-política actual en el Estado Autonómico. Dicho en los términos del título de este Congreso, la Jefatura del Estado es el elemento común que, en el orden simbólico, integra la diversidad del Estado Autonómico, diversidad jurídico-política actual pero que responde en los casos más significativos a un sustrato de diversidad histórica y cultural.

El origen de esta idea de entidad estatal territorialmente compuesta se encuentra en los mismos inicios de la Monarquía española y así lo ha destacado J. A. MARAVALL al estudiar el mito medieval del regnum Hispaniae en el que coexistían en un mismo espacio una pluralidad de reyes o señores autosuficientes pero entre los que existía un vínculo de solidaridad derivado de la existencia de una unidad política previa -la España hispano-romana y el Reino visigodo- cuya restauración se pretendía mediante la Reconquista; habla así del «sistema de los "reyes de España", cada uno de los cuales es Rey de su Reino y todos a la vez lo son del regnum Hispaniae. Por eso, todos tienen, en principio una posición política y hasta jurídica igual y solidaria9». Señaló también este autor que la tendencia política a la unidad que se desarrolló desde el siglo XV tuvo como contrapunto una tendencia federativa; «en todos los países europeos -dirá- ese Estado modernos de los siglos XV a XVII es [...] una agregación federativa» de forma que se distinguen tres niveles en la Monarquía española de estos siglos, los reinos particulares, el conjunto de los reinos peninsula-

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res de tradición hispánica y el complejo o conglomerado imperial constituido bajo la Corona de España, lo que provoca que «la unidad de la soberanía haya que entenderla dialécticamente relacionada con una capa de pluralidad corporativa de base territorial10». En definitiva, ese trasfondo histórico de sentido unitario coexistente con pluralidad político-territorial es el que le lleva a considerar que cuando los escritores del XVII hablen de la «Monarquía» española, en una acepción transpersonal e institucionalizada del gobierno de uno», queda tal vez en esa expresión «un reconocimiento de pluralidad de entes estatales o cuasiestatales11», identificándose así la Monarquía con la idea de unidad en la pluralidad.

Como es conocido, es M. HERRERO R. DE MIÑÓN quien más se ha ocupado de la relación entre la Monarquía y la dialéctica unidad-pluralismo territorial y en este sentido ha afirmado que en la ponencia constitucional se llegó a proponer la sustitución del término «Estado español» por el de «Monarquía española» como «expresión de una configuración histórica caracterizada por su politerritorialidad y su unidad12»; este autor representa un intento de arraigar la configuración autonómica del Estado en la tradición pluralista de la Monarquía española y propugna un concepto de la Corona como «corporación que integra distintos territorios dotados de personalidad jurídico-pública, organizados como "fragmentos de Estado"13». Aunque no fue esta la concepción de la Corona acogida por la Constitución de 1978, los planteamientos de HERRERO son interesantes en la medida que ponen de manifiesto la potencialidad histórica de la Monarquía para simbolizar la pluralidad territorial.

Pues bien, esta dimensión del principio de unidad como articulación del pluralismo territorial en un orden político superior que hace visible simbólicamente el Jefe del Estado se vislumbró ya en el proceso de discusión parlamentaria de la Constitución de 197814. Sin embargo, lo verdadera-

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mente concluyente es que esta misma idea de unidad estatal compuesta15, de «unidad politerritorial», en expresión de M. HERRERO R. DE MIÑÓN16, como referente simbólico de la Jefatura del Estado encuentra fundamento constitucional expreso en algunos preceptos de la Carta Magna que deben interpretarse sistemáticamente con la escueta expresión del 56.1 y con el artículo 2 de la Constitución:

  1. Cuando el artículo 56.2 CE preceptúa que «su título es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que corresponden a la Corona», está reforzando la existencia de una realidad sustantiva unitaria simbolizada por el Rey, mas allá de una simple unidad estatal jurídico-formal y poniendo de manifiesto, simultáneamente, el proceso histórico de incorporación de los distintos territorios a la entidad política superior que da nombre al título regio; si el título de Rey de España invoca el resultado unitario de ese proceso, los demás títulos de la Corona representan y remiten a la textura compuesta y al procedimiento de «agregación federativa»...

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