Introducción al lenguaje jurídico de Don Quijote y de Sancho Panza

AutorFrancisco Bueno Arús
Cargo del AutorProfesor Emérito de la Universidad Pontificia de Comillas Abogado del Estado jubilado
Páginas611-654

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1. Envío

Dedico estas modestas páginas a mi compañero, colega y amigo, hasta la fraternidad, «con quien tanto he querido», Alfonso Serrano Gómez, en homenaje a su septuagésimo aniversario, con admiración por su tenacidad y constancia en la construcción del Derecho penal y de la Criminología; con agradecimiento, por sus virtudes humanas, singularmente su ejemplar espíritu de ayuda, que en tantas ocasiones me ha hecho objeto de sus atenciones, y siempre con oportunidad y como si no fuera con él; con alegría, porque desde el día en que ingresamos juntos en el Cuerpo de Profesores Titulares de Universidad puede contemplar con satisfacción el camino recorrido en nuestra lucha por la supervivencia y en nuestra entrega a los objetivos universitarios; con envidia, porque en ninguno de los capítulos de su peripecia intelectual y humana se ha presentado y se presenta con las manos vacías, y con el íntimo deseo de que la jubilación, sin retruécanos fáciles, nos sea a ambos ocasión de seguir evocando y «hablando de muchas cosas», porque la verdadera amistad es un lujo y el movimiento se demuestra andando.

2. A modo de presentación

Con ocasión del III y del IV Centenarios de la publicación de la primera parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha en 1605, cervantistas de oficio y por afición, historiadores, hispanistas, literatos, licenciados y doctores en Derecho y Medicina, poetas, pintores, y tantos otros profesionales liberales o no tanto han aprovechado estas ocasiones para pensar, imaginar e inventar todo lo pensable y lo impensable, lo imaginable, loco y disparatable, a propósito del pensamiento y del subconsciente cervantinos, de sus escritos, discursos, sueños y alucinaciones, y de su influencia, desde la primera hasta la última letra, sobre las Artes y la Literatura, sobre la Historia de España y sobre la conciencia y el superego de los españoles, en cuyas agotadas estructuras todavía quedaría tanto por decir a propósito de su héroe, y tanto por repetir, y tanto por reinterpretar, y tanto por modificar, Page 612 y tanto además por dar vueltas alrededor como el jumento en el lendel mientras no deja de estar sujeto a la noria.

A veces nos motiva a volver sobre el grande, el inmenso libro de Miguel de Cervantes tan sólo el placer de descubrir una idea nueva real o aparente, una palabra, un matiz que hubieran pasado desapercibidos en la lectura anterior, o volver a gozar con un capítulo, un párrafo o una frase que nos maravilló la primera vez y nos dejó el deseo de volver a gustar su redacción, su contenido, su perfume. En este sentido, recomiendo seguir el consejo del inolvidable maestro Azorín, a quien el también inolvidable Don Antonio Machado (tal vez el único poeta que se ha merecido el Don a pulso) describió espiritualmente en Campos de Castilla con las siguientes palabras: «¡Admirable Azorín! El reaccionario por asco de la greña jacobina...».

Pues bien, el «admirable reaccionario por asco de la greña jacobina» aconsejaba leer el gran libro de nuestro Siglo de Oro todos los años al menos una vez, con la seguridad de que en cada ocasión se había de descubrir una idea, una palabra, una frase hecha, un análisis, una percepción, una interpretación, un nuevo principio, un matiz o una simple sílaba, que contribuirían a incrementar cuantitativa y cualitativamente nuestro quizás inagotable depósito de conocimientos y emociones sobre la historia que escribió para ejemplaridad y deleite de los españoles el Rey de los Escritores (quien por cierto no hubiera comprendido que se le pudiera valorar de otra manera). Según mi experiencia personal, el joven caballero de la pechera inmaculada que fue Azorín tenía razón, y cada lectura del libro del «soldado que nos enseñó a hablar» (en palabras de otra Musa, María Teresa León) es siempre, a mi modesto entender, enriquecedora y sugerente. De esta forma, el lector del Quijote se pondrá al nivel del Emperador Augusto, para quien la mayor satisfacción era acabar cada día habiendo aprendido algo nuevo.

Otras veces, el estímulo que nos motiva a releer y repensar el sublime libro es una secreta y quizá no confesada pero real conciencia de nuestra obligación moral de corresponder a tantos espacios de belleza y emoción como debemos (o deberíamos deber) a Cervantes y a sus adjuntos con algunos minutos (u horas o días) de aportación personal a la biografía, prosopografía o etopeya de nuestro héroe; de su sosias, Cide Hamete Benengeli, o de Alonso Quijano, Sancho Panza, Dulcinea, el Caballero del Verde Gabán, o el cura o el barbero, o de cualquier otro personaje de ese largo etcétera que constituye la interminable y sagaz teoría de personajes cervantinos, aunque nuestra aportación a su segunda vida (en el sentido de Jorge Manrique) no pueda pasar de ser más que una percepción infinitesimal, cualitativamente despreciable, que añadir a la fama, prestigio, precedencia y honores de tan ilustres, invencibles e inmortales criaturas, a quienes el mismísimo y ejemplar Cyrano de Bergerac rendía pleitesía en el extraordinario poema de Rubén Darío, incluido en el libro Cantos de vida y esperanza:

Cyrano hizo su viaje a la luna; mas antes

ya el divino lunático de Don Miguel Cervantes

pasaba entre las dulces estrellas de su sueño,

jinete en el sublime pegaso Clavileño.

Y Cyrano ha leído la maravilla escrita, Page 613

y, al pronunciar el nombre de Cervantes, se quita

Bergerac el sombrero. Cyrano Balazote

siente que es lengua suya la lengua del Quijote...

Por mi parte, he tratado de corresponder a todo lo que de paz y placer me ha proporcionado este libro con una personal y primera investigación sobre el lenguaje jurídico en el Quijote, pidiendo perdón por mi osadía de simple aficionado al coger la pluma e invadir el campo de singulares maestros en Filología, Gramática, Derecho, Literatura comparada, etc., casi limitándome a seguir, arrastrando los pies, por las avenidas y veredas que ellos abrieron con su esfuerzo. Prometo hacerlo lo menos mal que pueda y dejar la investigación abierta para mejorar o incluir nuevos capítulos, o ampliar la información, cuando los dioses me den luz para ello.

El tema elegido cobra una importancia singular que en nuestra actualidad de juristas reflexivos del siglo XXI gana en intensidad si se compara la nuestra con otras épocas pasadas. Pues, en efecto, en los últimos años, tanto los profesionales del Derecho dedicados a la investigación como los dedicados a la práctica procesal, han puesto de manifiesto que el Derecho, del que ya se podía predicar antaño que consistía en un conjunto de normas para la regulación de la convivencia, un ordenamiento jurídico (en concurrencia con otros) de la sociedad, un producto histórico y comunitario que se interrelaciona con los demás fenómenos de esta índole, un vehículo para la realización de la justicia, etcétera, además de todo eso es, entre otros aspectos, un fenómeno cultural, que refleja los avances y los retrocesos en la construcción de su argot o léxico, y une a las anteriores caracterizaciones la de ser también una estructura lingùística, cuya específica problemática repercute en la manera de interpretar, valorar y manejar las normas en función de los problemas que toman en consideración y los que resuelven los filósofos del Derecho, añadiendo a las actividades propias de los juristas las de los gramáticos o filólogos, convirtiéndose en guardianes de las excelencias originales del Derecho en cuanto locución. Ni el camino es fácil ni la meta está al alcance de todos, por más que veamos que el español medio, por el mero hecho de serlo, se considera experto, con verdadera ciencia infusa, en arte, toros (o fútbol) y Derecho nacional e internacional, no faltaría más.

El enfoque es fascinante, y también el interés de la cuestión para una comunidad social, como es la española de nuestro tiempo, en la que se habla y se escribe, en público o en privado, cada vez peor y con menos propiedad y equilibrio interno, lo que, desde una perspectiva jurídica, se quiera o no reconocer, ha de representar una mayor dificultad en la mutua comunicación con vistas a un acuerdo, en la interpretación razonable con vistas a una aplicación aceptable de la norma y en la elegancia en el decir y en el escribir, que en la Ciencia (o no-Ciencia) del Derecho, al menos desde Cicerón aquí, nunca ha podido faltar, y no es fácilmente justificable por qué falta en nuestros tiempos y precisamente en un momento en que, quizá por contagio de la democracia y de sus métodos, la importancia de la oratoria en la vivencia de las relaciones sociales vuelve a estar en primer plano.

Los términos empleados en el párrafo anterior me sugieren alguno de los problemas jurídicos que me son caros, pero, en este excursus marginal, me limito a Page 614 subrayar el punto que nos acaba de brotar de las manos, «por casualidad», como le sucedió al burro flautista de Samaniego. ¿Estamos conformes, por ejemplo, con la denominación Ciencia del Derecho? ¿Creemos que en este punto no hay diferencia ontológica digna de subrayarse si unos y otros demuestran los conocimientos que la integran y están siempre con el lápiz en la mano tomando nota de las diferencias? O, por el contrario, vista la metodología aplicada y aplicable, ¿colocaría alguien al saber jurídico en situación inferior a la de otros saberes intelectuales o relacionados con...

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