Introducción

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  1. Hace ahora veinte años, Joan Prats recordaba que «desde la transición democrática ningún partido político ha dejado de proclamar en su programa electoral la necesidad de elaborar el Estatuto de la Función Pública del Estado democrático. Pero ningún Gobierno ha incluido este tema electoral en su verdadera agenda política, es decir, en la lista de cosas que no pueden dejar de hacerse durante su mandato. Los demás actores de la trama tampoco han querido convertir la reivindicación estatutaria en un tema mayor: los sindicatos siempre han clamado por el Estatuto con la boca pequeña; diversos grupos de funcionarios han desarrollado estrategias exitosas de salvación corporativa; los medios de comunicación son indiferentes al tema; la opinión pública lo desconoce (...)»1.

    Cuando, no sin considerable esfuerzo, vio por fin la luz la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), pudo parecer por un momento que el régimen de la función pública española había pasado a formar parte de la agenda política, de modo que la elaboración y aprobación de un Estatuto para la Administración General del Estado fuera tan sólo una segunda y natural etapa del proceso. Parecía, en efecto, natural, vincular el desarrollo del EBEP en cada una de nuestras administraciones públicas a cualquiera de los programas de buen gobierno de los distintos partidos políticos, máxime cuando el propio proceso de preparación y elaboración del EBEP había sido valorado por la OCDE como un ejemplo de buenas prácticas en materia de reformas del empleo público2.

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    Sin embargo, ha transcurrido una década sin que se hayan detectado indicios que hagan suponer, por lo que se refiere a la Administración General del Estado, que este asunto merezca una especial atención. El mandato dirigido a las Cortes Generales para que aprobasen una ley reguladora de la función pública estatal está aún pendiente de cumplirse3.

    Y mientras tanto, en estas últimas legislaturas las Administraciones Públicas están experimentando transformaciones aceleradas, auténticas mutaciones, nos atreveríamos a decir, derivadas de los procesos de consolidación fiscal que han afectado a buena parte de las economías de nuestro entorno. Como advierte Jiménez Asensio, «las placas tectónicas de la función pública tradicional están moviéndose de forma acelerada en las profundidades de la institución»4.

    Y en esto España no es un caso aislado, pues se trata de procesos que se desenvuelven con arreglo a esquemas similares en buena parte de las administraciones públicas de la Unión Europea. Las reducciones salariales, las congelaciones de las ofertas de empleo público, cuando no la laboralización o la creación de nuevos regímenes jurídicos que rompen la imagen maestra de la relación estatutaria tal y como la conocemos, no son exclusivas de nuestro país5.

    En este contexto, la mera mención a la reforma de la función pública parece ahora evocar los fantasmas de las políticas de ajuste, que están inevitablemente erosionando la prestación de servicios públicos y allanando el camino a la provisión privada en amplios sectores, que incluyen igualmente algunos vinculados, de forma más o menos directa, a las clásicas funciones de imperio6. Se

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    trata de un fenómeno que presenta en España una dimensión cuantitativa notable, que se ha desarrollado con arreglo a parámetros que presentan serios riesgos7, y que precisa en todo caso de una adecuada delimitación teórica a partir

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    de los fines o misión de la Administración Pública8. Desde una perspectiva puramente económica, la OCDE ha venido señalando en los últimos años que los procesos de reforma administrativa encaminados a reducir los créditos para gastos de personal están produciendo el efecto nada sorprendente, por otra partede aumentar el gasto público debido a los costes asociados a la externalización9.

    En España, además, estas mutaciones se han sumado a una durísima crisis económica, política e institucional cuyas causas tienen un origen variado pero que, a juicio de cualificados autores, entroncarían con una arraigada cultura de clientelismo político y una concepción patrimonialista del poder10, manifestaciones ambas de la incapacidad para el pensamiento institucional característica de no pocos de los responsables de nuestros asuntos públicos11. A la que no resulta ajena desde luego una persistente desvalorización de lo público desde diversas instancias a lo largo de las últimas décadas12.

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    La conjunción de estos dos elementos, una transformación de la institución de la función pública tal y como la conocemos en la Unión Europea, y una crisis institucional inequívocamente española, constituye una combinación que, a nuestro juicio, puede convertirse en un escenario de riesgo en el actual panorama político, en la medida en que puede optarse por cerrar en falso la doble crisis mencionada mediante soluciones no suficientemente meditadas en materia de empleo público.

  2. En efecto, no son pocas las voces que, tomando como referencia modelos comparados, sugieren que la inamovilidad característica de la relación estatutaria desincentiva un adecuado desempeño13. El modelo de referencia para estos debates suele ser Suecia, cuyo régimen de empleo público es de carácter íntegramente laboral. Tratándose de un país que presenta elevadas dosis de confianza en sus instituciones de gobierno14, y buenos resultados en los indicadores internacionales de efectividad gubernamental, parecería que las garantías tradicionalmente asociadas a la función pública (mérito, imparcialidad, responsabilidad y vocación de servicio) podrían igualmente vincularse a un régimen laboral de empleo público en nuestro país sin efectos indeseados.

    Estas propuestas resuenan además en un contexto en el que las restricciones presupuestarias redoblan las exigencias de eficacia y eficiencia de las administraciones públicas, como recuerdan constantemente distintas organizaciones internacionales15. Y se producen al tiempo que se observa cómo el progresivo debilitamiento del estatuto laboral del empleado público a partir de la reforma operada por la Ley 3/2012, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral, y la introducción del despido por causas objetivas vinculadas a las insuficiencias presupuestarias16, está

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    comenzando a crear una marcada dualidad de regímenes jurídicos que va a ser muy difícil de sostener en nuestras administraciones en el medio-largo plazo17.

    De esta forma, el primero de los asuntos que emerge vinculado a este debate es el de la adecuada dimensión del régimen de función pública frente al laboral, esto es, si debería aquel limitarse a las funciones expresamente caracterizadas como de ejercicio de potestades públicas, o bien vincularse a las misiones del Estado18. No es nuestro propósito abordar esta cuestión en estas páginas19, pero lo que sí conviene recordar es que la opción de nuestro constituyente por un régimen de función pública20resultaba, entonces y ahora,

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    plenamente coherente con los fundamentos institucionales de tal sistema en las democracias avanzadas. Son precisamente los valores o el ethos característico del régimen estatutario de función pública los que se dirigen a asegurar el servicio a los intereses generales en el ejercicio de las funciones estatales de orden superior en el contexto de las economías de mercado.

    Ya en 1905 Max Weber advertía que «(...)el moderno capitalismo industrial racional necesita tanto de los medios técnicos de cálculo del trabajo como de un Derecho previsible y una Administración guiada por reglas formales; sin esto, es posible el capitalismo aventurero, comercial y especulador, y toda suerte de capitalismo político, pero es imposible la industria racional privada con capital fijo y cálculo seguro»21. La objetivación de la profesión funcionarial mediante el régimen estatutario deriva precisamente de la necesidad de que las actividades sociales y económicas puedan desenvolverse en un contexto que garantice a los agentes la previsibilidad de las actuaciones de los poderes públicos y su estricto sometimiento a reglas conocidas de antemano (la Ley y el Derecho). Morell Ocaña precisa a estos efectos que «el ordenamiento ha pretendido, con el funcionariado, sustantivar el ejercicio de la profesión, de cada profesión, en las organizaciones administrativas. Dibujar un modo de proyección profesional de la persona que se prolongue durante todo el tiempo de ejercicio de la profesión. Es decir, la carrera administrativa. Y que esa proyección personal quede aislada, indemne, frente a las posibles interferencias de la política (de ahí la exigencia de neutralidad en el desarrollo de la profesión), de los poderes de hecho (consagrando el imperativo de la imparcialidad), y de los atractivos de la profesión privada (trazando un desenvolvimiento de la profesión administrativa en sentido ascensional). Así se ha venido a entender que queda garantizado el mejor ejercicio de las funciones públicas»22.

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    Atendiendo a la teoría de la agencia, como recordaba Joan Prats, el régimen de función pública viene a resolver los problemas típicos de la relación entre principal y agente en los regímenes democráticos. Puesto que el ejercicio de potestades públicas y la administración del presupuesto proviene de las elecciones, y dicha autoridad ha de ser delegada en múltiples actores que actuarán de forma autónoma, resulta necesario evitar las posibles desviaciones (clientelismo, exceso de gasto, corrupción) que de otra forma podrían derivar de tal delegación si no fuera acompañada de los necesarios pesos y contrapesos23.

    Importa señalar, por tanto, que la sujeción al régimen laboral presenta claros riesgos, pues no dispone de todas las garantías de imparcialidad que la Constitución anuda al régimen estatutario de la función pública, y que deberían incluir, en el planteamiento que defendemos en estas páginas, una adecuada regulación de la...

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