Introducción

AutorEster García Sánchez
Páginas19-23

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La educación está lejos de ser un ámbito pacífico. No lo ha sido nunca y parece difícil que alguna vez pueda llegar a serlo. Si hay algún campo en el que la divergencia de valores, ideas y creencias (y, por qué no decirlo, también de intereses) sea la nota dominante, ese es, sin duda, el de la educación. La historia reciente de España proporciona abundantes ejemplos en ese sentido. Así se evidenció, por ejemplo, durante los debates en la ponencia constitucional sobre el artículo 271que consagraba el derecho a la educación, con todo lo que ello implica; más tarde, durante el proceso de elaboración de la fracasada LOECE (Ley Orgánica de Estatuto de los Centros Escolares), la LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educación), la LRU (Ley de Reforma Universitaria), la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo), la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) y la LOE (Ley Orgánica de Educación)2, una y otra vez con ocasión de cada política propuesta y de cada ley tramitada. La controversia acerca de los principios que deben guiar las políticas y vertebrar el sistema educativo se reprodujo hace casi un año, con ocasión de las ne-

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gociaciones que debían desembocar en la firma del denominado «Pacto por la Educación» y que resultaron infructuosas.

El educativo ha sido y es un ámbito privilegiado para la evaluación y ello por varias razones. En primer lugar, la evaluación de programas es, en gran medida, deudora de la evaluación educativa. Buena parte de los enfoques, modelos, incluso estándares, de los que se sirven hoy los evaluadores (de cualquier parte del mundo y de cualquier campo de actividad) se gestaron en el seno de la evaluación educativa3.

En segundo lugar, porque la evaluación resulta particularmente relevante en un escenario tan proclive a la presencia de posiciones encontradas como el educativo, al permitirnos decidir, sobre la base de evidencias científicas4, cuáles son las políticas o los programas educativos que arrojan o pueden arrojar resultados positivos (y, por tanto, han de ser mantenidos o implantados ex novo) y cuáles han de ser descartados por razón de los problemas que plantean o podrían llegar a plantear. Más aún, en un escenario fuertemente marcado por la crisis económica, la pertinencia de la evaluación resulta aún más clara, al ser mayor la necesidad de destinar los fondos públicos a aquellas políticas con mayores probabilidades de éxito (léase, aquellas que mejor resuelvan los problemas para los que fueron diseñadas). No se olvide tampoco que la legitimidad de los gobiernos depende hoy, más que nunca, no solo de su eficacia en la gestión sino de la puesta en marcha de mecanismos reales de rendición de cuentas. Ambos motivos refuerzan todavía más, si cabe, no ya la conveniencia sino la necesidad de impulsar la evaluación de políticas y programas educativos.

A su vez, todo ello hace de la educación un espacio también propicio para el trabajo metaevaluativo, esto es, para la evaluación de las evaluaciones. La meta evaluación nos permite determinar la «calidad» de las evaluaciones, distinguir las que han sido o son útiles de las que no lo son, contribuyendo, de ese modo, al desarrollo de la práctica evaluativa e, incluso, a fortalecer las bases teóricas en las que dicha práctica se sustenta y al avance y consolidación del campo profesional de la evaluación. Es evidente que la metaevaluación requiere de un cierto grado de progreso (cuantitativo y cualitativo) de la evaluación, que permita realizar análisis concluyentes a partir de los cuales resulte posible conocer el papel...

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