Intervención pública y libertad solidaria

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas159-183

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LOS nuevos enfoques y aproximaciones que hoy podemos encontrar al tratar sobre Derecho Administrativo y Ciencia de la Administración pública suelen coincidir en la centralidad de la persona, del ciudadano, del particular o del administrado, como se prefiera denominar a quien es el destinatario principal de las políticas públicas. Tal aproximación es, me parece, la consecuencia de poner en orden un marco general en el que por bastante tiempo prevaleció una idea de la Administración como poder conformador y configurador de lo público desde los esquemas de la unilateralidad. No digamos en materia de servicios públicos y de servicios económicos de interés general, donde el usuario se ha convertido, afortunadamente, en el centro de atención del tratamiento jurídico del Derecho Administrativo Económico.

La filosofía política de este tiempo parece tener bien clara esta consideración del papel de la persona en relación con el poder público. Desde este punto de vista, la persona no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones y resoluciones públicas. Definir a la persona, al ciudadano, como centro de la acción administrativa y del ordenamiento jurídico-administrativo en su conjunto supone considerarlo como el protagonista por excelencia del espacio público, de las instituciones y de las categorías del Derecho Administrativo y de la Ciencia de la Administración.

Es decir, a la hora de construir las políticas públicas, a la hora

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de levantar los conceptos del Derecho Administrativo en general debe tenerse presente la medida en que a su través se pueden mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. En materia de servicios económicos de interés general, esta reflexión pare-ce evidente pues éstos existen y se justifican precisamente para atender mejor a los ciudadanos en sus necesidades colectivas. Para hacer posible que el ciudadano, usuario de servicios económicos de interés general, pueda elegir, de acuerdo con su criterio, precisamente los mejores servicios a los mejores precios.

Afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir atribuir a cada individuo un papel absoluto. En efecto, no supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo de la persona es colocar el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad. Desde el sentido promocional del poder público sentado en el artículo 9.2 de la Constitución española, la promoción, valga la redundancia, de las condiciones necesarias para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra, es una de las finalidades constitucionales de la actuación de la Administración pública. En este sentido, las decisiones en materia de servicios económicos de interés general, por ejemplo, deben estar presididas por este medular precepto constitucional pues se trata de que los servicios económicos de interés general sean entornos de humanización y de ejercicio de la libertad solidaria por parte de todos los ciudadanos. Los países con mejores servicios suelen ser países donde más se facilita la libertad, donde mejores condiciones hay para elegir entre diversas opciones.

Desde un punto de vista moral entiendo que la libertad, la capacidad de elección –limitada, pero real– del ser humano es consustancial a su propia condición, y por tanto, inseparable de su ser mismo y plenamente realizable en el proyecto personal de cualquier ser humano de cualquier época. Pero desde un punto de vista social y público, es indudable un efectivo progreso en nuestra concepción de lo que significa la libertad real de los ciudadanos. Qué duda cabe que el poder público, si es sensible a las demandas

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reales de los ciudadanos de disponer de mejores servicios, puede contribuir, como manda la Constitución, a colaborar a que, en efecto, la libertad y la igualdad sean cada vez de mejor calidad.

En el orden político, bien lo sabemos, se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político. Los servicios económicos de interés general, en la medida en que están presididos por la universalidad, la asequibilidad y la calidad, garantizan a la ciudadanía en su conjunto una serie de medios y posibilidades que ayudan a la realización del libre desarrollo de la personalidad en la sociedad.

Desde la perspectiva del usuario de dichos servicios se comprende mejor, mucho mejor, la naturaleza y la funcionalidad de los principios de continuidad y regularidad ya que constituyen un derecho del propio usuario del servicio público o del servicio de interés general. Si se quiere, se puede expresar esta idea con otras palabras: el interés general, en cuya virtud se ha establecido el correspondiente servicio, reclama que se garantice durante toda la vigencia del mismo la universalidad, la asequibilidad, y la calidad, en un marco de continuidad y regularidad en la prestación. Estos parámetros legales van a hacer posible la vuelta al Derecho Administrativo, a un nuevo Derecho Administrativo, menos pendiente del privilegio y de la prerrogativa y más centrado en la mejora de las condiciones de vida de los usuarios, de los ciudadanos.

La función de garantía de los derechos y libertades define muy bien el sentido constitucional del Derecho Administrativo y trae consigo una manera especial de entender el ejercicio de los poderes en el Estado social y democrático de Derecho. La garantía de los derechos, lejos de patrocinar versiones reduccionistas del interés general, tiene la virtualidad de situar en el mismo plano el poder y la libertad, o si se quiere, la libertad y solidaridad como dos caras de la misma moneda. No es que, obviamente, sean conceptos idénticos. No. Son conceptos diversos, sí, pero

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complementarios. Es más, en el Estado social y democrático de Derecho son conceptos que deben plasmarse en la planta y esencia de todas y cada una de las instituciones, conceptos y categorías del Derecho Administrativo. La proyección de estos principios en materia de servicios públicos ha producido el alumbramiento de un concepto de gran presente, y futuro, como es el de servicio económico de interés general, en el que se cumple a la letra esa definición moderna del Derecho Administrativo que entiende el ejercicio del poder para el bienestar general e integral de los ciudadanos.

El servicio público, lo sabemos muy bien, es un tema clásico del Derecho Administrativo que sirvió como punto cardinal para explicar el significado mismo de nuestra disciplina. Para Duguit y la escuela de Burdeos, precisamente del «Servicio Público», constituyó el fundamento y límite de la soberanía, el centro neurálgico del Derecho Público.

La pretensión de buscar un criterio único, de validez universal y de carácter atemporal para fundamentar el Derecho Administrativo, pone de manifiesto la imposibilidad real de levantar todo el edificio del Derecho Administrativo bajo un solo y único concepto: el servicio público, elaborado, además, desde la atalaya del privilegio y de la prerrogativa. Más bien, esta tarea nos invita a situarnos en otros parámetros y, asimismo, nos interpela sobre la caracterización de nuestra área de conocimiento como temporal, relativa y profundamente integrada en el contexto constitucional de cada momento.

La misma mutabilidad de las instituciones, categorías y conceptos del Derecho Administrativo en función del marco constitucional y del entendimiento que se tenga del interés general, demuestra el distinto alcance y funcionalidad que pueden tener las técnicas jurídicas del Derecho Administrativo en cada momento.

Quizás por ello, durante la década de los cincuenta del siglo pasado, se admitió la tesis de la «noción imposible» para señalar las obvias e insalvables dificultades para perfilar un concepto estático y unilateral del servicio público como paradigma del Derecho Administrativo.

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El advenimiento del Estado social colocó de nuevo al servicio público, ahora desde una perspectiva más amplia, en el lugar central. Es el tiempo de la expansión de las actividades estatales en la sociedad y aparecen, por ello, bajo la rectoría del Estado, los servicios de educación, sanidad, transportes, entre otros tantos.

Simplificando mucho las cosas, se puede afirmar que la constitución del concepto del servicio público siempre despertó una penetrante y aguda polémica con las libertades públicas y los derechos fundamentales. Es más, la tensión entre poder y libertad siempre corrió pareja al binomio, a veces en grave confrontación dialéctica, Estado-Sociedad. Y, es lo más probable, de esta dicotomía nacerían tanto la autorización como la institución concesional, fieles reflejos del diferente grado de intervención que se reservaba el Estado en relación con la vida social. Ciertamente, el nacimiento de la concesión administrativa como modo indirecto de gestión de los servicios públicos se inscribe en el proceso de deslinde, desde el marco de la exclusividad, de titularidad y gestión de la actividad, toda vez que llegó un momento en pleno Estado liberal en que el Estado no se consideraba digno de mediar en el mundo de la economía, sector que debía gestionarse aguas arriba del propio Estado.

En fin, la crisis del Estado de bienestar, por situarnos en fechas más próximas para nosotros, junto a las consabidas explicaciones fiscales, obedece también a la puesta en cuestión de un modelo de Estado, que, al decir de Forsthoff, todo lo invade y todo lo controla «desde la cuna hasta la tumba». Ciertamente, al menos desde mi particular punto de vista, la otrora institución configuradora del...

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