La interpretación de la ley penal

AutorAntonio García Pablos de Molina
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Penal y Director del Instituto de Criminología de la Universidad Complutense
Páginas823-864

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1. La interpretación de la ley penal: concepto

La interpretación de la ley –de cualquier ley, incluida la ley penal–, es una operación lógica, intelectual, dirigida a descubrir su significado, su sentido, a través de los datos o signos mediante los que ésta se exterioriza1. El intérprete pretende poner así de manifiesto el contenido y alcance de la norma2, su ratio. O, por anticipar conceptos: la voluntas legis.

1.1. Interpretación, subsunción y aplicación de la ley

Técnicamente, es necesario distinguir los momentos fundamentales del proceso de concreción del mandato normativo abstracto al caso, a la realidad social; y, ante todo, entre interpretación y aplicación de la ley3. En un sentido lato, puede afirmarse que la interpretación persigue establecer el sentido de las expresiones utilizadas por la ley para decidir los supuestos contenidos en ella y, consecuentemente, su aplicabilidad al supuesto de hecho controvertido que examina el intérprete4. Pero en su acepción estricta, la interpretación se constriñe a la premisa normativa o premisa mayor del silogismo judicial, y persigue descifrar su verdadero significado, su sentido. Lo que no quiere decir, naturalmente, que la compleja y decisiva labor del juez se agote en dicho momento lógico previo, como se razonará en el último epígrafe de este capítulo distinguiendo los conceptos de interpretación, subsunción y aplicación.

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En efecto, como afirma WROBLEWSKI5, es necesario distinguir y delimitar una serie de momentos en el proceso de concreción y aplicación de la ley. En primer lugar, es necesario constatar si la norma, en su caso aplicable al supuesto de hecho examinado, es válida (decisión de validez). Después, averiguar su significado (decisión de interpretación). Luego hay que ocuparse de los hechos probados (decisión de evidencia). En un cuarto momento, se comprueba si tales hechos encajan o no en el supuesto fáctico de la norma (decisión de subsunción). Finalmente, se analizan las consecuencias jurídicas que se siguen para los hechos probados, una vez subsumidos en la premisa fáctica de la norma (decisión de consecuencias).

1.2. Teoría objetiva y teoría subjetiva de la interpretación

La finalidad última de la interpretación no puede ser otra que desvelar la voluntad de la ley o ratio legis, según la doctrina hoy dominante6; si bien ha existido una polémica tradicional, que ha enfrentado a partidarios de tesis objetivadoras, como la que se mantiene en el texto, y tesis subjetivistas que refieren la labor del intérprete a la búsqueda de la voluntas legislatoris (en lugar de la voluntas legis). Hoy el debate puede entenderse definitivamente zanjado a favor de las tesis objetivadoras: el intérprete indaga cuál es la voluntad de la ley, no la del legislador histórico. La razón parece obvia. En primer lugar, porque en el Estado democrático de nuestros días, sólo metafóricamente cabe hablar de la voluntas legislatoris. La supuesta voluntad del legislador (recte: de la mayoría parlamentaria en cada caso necesaria y cuya composición varía) es una ficción, porque las leyes –cada ley– responden más a pactos, concesiones, y otras estrategias parlamentarias dirigidas a la obtención de las mayorías pertinentes que a la existencia de una voluntad concreta que las decida7. En segundo lugar, porque la ley –por su estabilidad y vocación de futuro– se independiza de la voluntad del legislador histórico tan pronto como se publica y entra en vigor; y se aplica, a menudo, en un contexto social, económico o político diferente, que no pudo contemplar el legislador más previsor. Por ello, solo una teoría objetivadora de la interpretación asume la necesaria adaptación de la ley al cambio social y legitima la búsqueda de su ratio en un escenario posterior distinto, en consonancia con los principios y metas singulares que en dicho momento pueda tener esa ley en el contexto del ordenamiento jurídico cualquiera que fuese la volun-

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tad del legislador histórico8. En este sentido se ha dicho acertadamente que toda interpretación ha de ser progresiva9, dinámica o evolutiva.

1.3. Necesidad de la interpretación

La ley, toda ley, necesita ser interpretada antes de proceder a su aplicación a pesar del conocido brocardo in claris non fit interpretatio. Porque en este sentido no hay ley absolutamente clara10. Teniendo que servirse el legislador del lenguaje, esto es, de signos que desempeñan una función simbólica y comunicativa11; y dado que la ley contiene un mandato abstracto y general, mientras la realidad a la que se preordena, siempre dinámica y cambiante, sólo ofrece casos concretos, singulares, la interpretación será imprescindible12. Toda norma jurídica –y no sólo la que suscita dudas respecto a su significado real– requerirá de una interpretación. Gracias a ésta, el lenguaje abstracto y, a veces, enigmático de la ley cobra sentido, se concreta y adquiere un contenido real, se vitaliza13. De hecho, no es la norma o conminación legal abstracta –el Derecho legislado– la que instrumenta la función comunicativa y simbólica del Derecho, sino la percepción social de su significado definitivo, esto es, del que la atribuyen quienes la interpretan oficialmente y la aplican. No en vano, se ha dicho por ello que el intérprete lleva a cabo una labor creadora, que trasciende la de cualquier operación inserta en la mera lógica formal14.

Por muy preciso que haya tratado de ser el legislador –y muy claro, aparentemente, resulte el tenor literal de la ley– siempre se plantearán dudas interpreta-

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tivas respecto al significado y alcance de aquella, porque la ley no es un producto definitivo y acabado, sino un enunciado parcialmente abierto e incompleto cuyo mensaje final solo se materializa en el momento de su aplicación15, mantiene la moderna Hermeneútica.

La necesidad de una labor interpretativa se constata en ciertos tipos penales de una manera singular (tipos abiertos, tipos penales en blanco, etc.); como también en otros que se sirven de elementos valorativos, conceptos jurídicos indeterminados, cláusulas generales, etc. Pero, en general, la necesidad de una elemental exégesis guarda más relación con la propia estructura de la ley y las limitaciones de su formulación a través del lenguaje que con cuestiones de mera técnica legislativa, que, a lo sumo, la agudizan o hacen más patente.

El término morada, del artículo 202.1º del Código Penal, parece claro. Sin embargo, al intérprete corresponde fundamentar si es –o no– sinónimo de domicilio; y si el concepto de morada incluye, también, las dependencias ajenas a la casa habitada; o, incluso, la habitación de un hotel, la tienda de campaña, la roulotte o cualquier otro recinto donde el individuo ejerza, con excusión de los demás, ciertas actividades privadas o domésticas. El término legal violencia del artículo 172 (delito de coacciones), tampoco plantea excesivas dudas semánticas. Pero, a pesar de ello, doctrina y tribunales discuten si cabe subsumir en el mismo la intimidación; la llamada vis in rebus; y ciertas conductas de singular eficacia o contundencia que, sin necesidad recurrir a la fuerza física y muscular, doblegan la voluntad del sujeto pasivo. El concepto de daños, del artículo 263 del Código Penal, suscita en la praxis diaria el problema interpretativo de si la conducta típica presupone la destrucción, deterioro o menoscabo de la cosa; o, si, por el contrario, basta su acepción funcional; es decir, con la afectación negativa de su uso o rendimiento. En el caso particular de los tipos abiertos (vg. delito de coacciones, del artículo 172 CP; delito de escándalo público, (del derogado artículo 431 del CP de 1973) el problema real estriba no tanto en desvelar el significado de la norma, de su tenor literal, sino en concretar qué supuestos de la vida cotidiana pueden subsumirse en fórmulas tan abiertas e incompletas como: “impidiere a otro... hacer lo que la ley no prohíbe, o le compeliere a efectuar lo que no quiere, sea justo o injusto” (art. 172 CP); “el que de cualquier modo ofendiere el pudor, la moral o las buenas costumbres... con hechos de grave escándalo o trascendencia” (Art. 431 CP de 1973); “... acción o expresión que lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación” (delito de injurias, del artículo 208 CP). Del mismo modo, ciertos elementos normativos (miembro principal, grave deformidad: artículo 149 CP), hacen imprescindible una labor interpretativa que trascienda la mera semántica...

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