Cooperación constitucional e internacionalidad de la Iglesia católica

AutorPaulino Pardo Prieto
Cargo del AutorProfesor titular de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad de León
Páginas271-299

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ver nota 1

1. Evolución del modelo de relación estado-confesiones, laicidad y cooperación

Los eclesiasticistas solemos explicar las relaciones históricas entre Estado e iglesias utilizando un círculo para representar el poder estatal y otro círculo, o los que fueran necesarios, para representar el poder confesional. En el modelo de identidad, dos círculos se super-ponen -apenas se distinguen-, expresamos con ello la irreductible unidad de los dos poderes; en el de exclusividad, los círculos no llegan a tocarse, indicando la absoluta separación entre aquellos; en el de utilidad, se interseccionan, más o menos ampliamente, según cual

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fuera el grado de implicación mutua que queremos denotar; en el avance hacia la neutralidad, esa intersección se convierte en secante y hasta tangente2.

A pesar de que esta última imagen se contrapone netamente a las anteriores, no resulta del todo esclarecedora para mostrar hasta que punto es distinto de los otros el modelo de neutralidad o laicidad.

Durante el Antiguo Régimen el Estado es un instrumento más en manos de las clases altas para imponer su fuerza y consolidar su presencia en la parte superior de la pirámide social. En Europa, ese modelo inicia su extinción con la Revolución francesa, para ir desapareciendo con los acontecimientos revolucionarios que se suceden a lo largo y ancho del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial y el constitucionalismo de nuevo cuño posterior a la misma certifican su completo final3.

En España, ese cambio jurídico acaecerá con la promulgación de la Constitución de 1978. Hasta ese momento, desde los siglos XIX y XX, hasta la caída del franquismo y con la única excepción de los dos períodos republicanos, la influencia de la Iglesia católica en la esfera estatal había venido operándose en virtud de la vigencia del instrumento concordatario. En el marco liberal de la Constitución de 1845, el Concordato de 1851, tratará a Isabel II del mismo modo que trató a Fernando VI el anterior de 17534, asignará a la reina las prerrogativas de intervención en la Iglesia española que fueron características de sus predecesores, atribuirá a la jerarquía católica la gestión y control de libertades esenciales y residenciará en el pontificado y la monarquía la potestad de interpretar el texto y orientar su aplicación5.

El Concordato ata al Estado a un ordenamiento jurídico extraño, le privará de la competencia exclusiva para definir la regulación de los

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derechos constitucionalmente reconocidos. Lo concordado permitirá a la jerarquía eclesial gestionar aquello que tiene que ver con la formación, expresión y actuación de la personalidad individual (enseñanza, imprenta, moral pública); la monarquía y quienes la sustentan intervendrán en la organización de la Iglesia española y, de ese modo, indirectamente, dispondrá de capacidad para incidir en esas facetas que se sustraen al Estado y quedan sujetas a la intervención de la Iglesia. En el contexto nacional católico franquista, con todo lo que pudiera querer ver reconocido la Iglesia ya incorporado al ordenamiento jurídico estatal por mor de la legislación unilateral, también se reproduce el mismo esquema y termina por sancionarse en el Concordato de 1953 materializando un Derecho especial cuya modificación queda aparentemente al margen de la autonomía de una sola de las partes.

Después de 1945, en Europa se afirma el modelo de Estado social, democrático y de Derecho. En él sólo los ciudadanos, y no las instituciones, tienen derechos. Derechos que además son iguales. En ese Estado confluyen ideas y facultades cedidas libremente, articuladas a través de la participación respetuosa, responsable, del conjunto de la sociedad en la administración, generación y disfrute de todas ellas. Ese es el modelo en el que se enmarca la Constitución española de 1978, rompiendo con el inmediato precedente franquista y haciendo imprescindible la modificación de los acuerdos entonces vigentes6.

En contra de lo que fue habitual en la historia europea desde quince siglos antes, no cabe ya referirse a dos poderes políticos que proyectan su acción sobre un mismo grupo de personas7. A lo sumo, habría un sólo poder, el del Estado, y éste de dimensiones relativamente pequeñas, las mínimas imprescindibles para asegurar el modo de convivencia determinado por su Constitución8. El «poder» de las

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confesiones religiosas hoy no tiene vigencia en su sentido histórico; ya no son «poder» sino lo que en conciencia los individuos deseen ver en ellas. Su facultad de atar y desatar no va más allá de la que legítimamente le otorguen las voluntades personales de los fieles, son estos ciudadanos quienes deciden su constitución e impulsan su existencia; son los ciudadanos fieles quienes con los lazos de sus derechos atan y desatan. Ellos no son ya creyentes a imagen y semejanza del prototipo dictado por la confesión sino que las confesiones responden fielmente al diseño procurado por sus miembros.

La representación gráfica más apropiada de este modelo sería la de un círculo, que expresaría el poder estatal, y un número de círculos secantes o tangentes igual al de ciudadanos inmiscuidos en el ejercicio de ese poder y afectos a las decisiones normativas del mismo9. Las interferencias que surgen entre normas estatales y normas de fe, consecuentemente, han de ser entendidas como conflictos entre normas indisponibles de la comunidad política y normas indisponibles en conciencia. Y si el Estado coopera con la confesión es para apreciar cuáles de sus normas pueden acomodarse a las reglas de conciencia y actuar, hasta donde sea posible, en favor del libre ejercicio de las creencias y ampliar el espacio para la libertad individual. Porque el Estado laico no limita o dificulta el desarrollo de las cosmovisiones dispuestas al consenso democrático. Y cuando se propone cooperar, no quita valor a algunas de éstas para favorecer a otras, únicamente se ocupa de hacer efectivo en el plano ideológico un doble compromiso. De una parte, asume que la libertad de conciencia ocupa el lugar central en la esencia democrática del Estado10y la

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igualdad en la participación es la única garantía que un Estado verdaderamente democrático puede ofrecer a los ciudadanos de su empeño por hacer real la igual libertad11, consecuentemente, no permitirá que las instituciones religiosas se inmiscuyan en la toma de decisiones políticas. De otra parte, adopta el compromiso de lograr que cada cual pueda estar en condiciones de llevar a cabo su programa de realización individual sin que los poderes públicos le opongan más inconvenientes u ofrezcan ilegítimamente menos ayudas que al resto12.

  1. Pensamos en el principio de laicidad en su ontológica conexión con el Estado y lo jurídico13; por tanto, en la laicidad que impone una orientación garantista y promotora a las políticas públicas atinentes a la libertad de conciencia en sus planos individual, asociativo e institucional, relacionadas, en cada uno de ellos, con el inabarcable espectro que va desde las religiones a parcelas del saber tan dispares como la educación, la investigación científica, la comunicación o la expresión artística14. El Estado laico, justamente por asumir una función garantista y promotora, es un Estado cooperador15y la coo-

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peración con los grupos sociales no es sino una muestra del solidario papel «redistribuidor» del Estado.

En el modelo neutral español, como en los modelos neutrales que ofrece el Derecho comparado, tres pilares soportan la idea de laicidad16:

  1. ) Equivale a garantía de libertad, las creencias religiosas son apreciadas en tanto que es valorado positivamente el igual derecho de todos los ciudadanos a opinar y creer, a elegir entre las varias ideologías y creencias y a optar por alguna de ellas. 2.º) Prohíbe intervenir a favor, en contra o en la vida interna de las confesiones, salvo que en el seno de éstas llegaran a ponerse en peligro los derechos constitucionalmente reconocidos. 3.º) Exige la más rigurosa congruencia de la acción estatal con los principios superiores, el mínimo ético que configura su carácter o identidad, manteniendo la fe al margen de la toma de decisiones17.

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Tan consustancial al modelo español como la laicidad es la cooperación, como expresivamente pone de relieve el artículo 16, apartado tercero, de la Constitución18. Ahora bien, la imprescindible cooperación ha de ser coherente con esos tres pilares y no es fácil cuando por medio aparecen los acuerdos con confesiones. Porque si es el respeto hacia las singularidades individuales el que ocasionalmente lleva al Estado a aceptar la convivencia junto al Derecho común de otro no común, diferenciado por razón de las cualidades que cada identidad presenta19, existe el inminente riesgo de que los acuerdos se conviertan en «instrumentos privilegiados en quiebra de la igualdad»20. Y en mayor medida es apreciable este efecto en las normas

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concordatarias pues, como relevara Lombardía, esas normas podrían hipotecar el Derecho eclesiástico español del futuro21.

3. La cooperación mediante acuerdos internacionales con la iglesia católica

Los acuerdos vigentes entre el Estado español y la Santa Sede son dos preconstitucionales, el de 5 de abril de 1962 sobre Universidades de la Iglesia Católica22y el de 28 de abril de 1976, sobre Renuncia al Privilegio del Fuero y al Nombramiento de Obispos23, así como otros cinco posteriores a la Constitución, los de 3 de enero de 1979, atinentes a Asuntos...

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