Los intereses colectivos en el discurso de los derechos humanos

AutorMaria Eugenia Rodriguez Palop

La discusión en torno a la posible existencia de derechos colectivos y su articulación como derechos humanos, forma parte de un debate más amplio que, de una forma u otra, ha estado presente entre nosotros desde el triunfo de la modernidad. Me refiero al que han mantenido los que hoy llamamos comunitaristas y liberales y que ha tenido un gran impacto sobre cuestiones morales, éticas, políticas y económicas. En esta breve intervención no quiero adentrarme en los términos de tan compleja controversia sino que, adoptando un punto de vista exclusivamente moral, pretendo: a) escapar a planteamientos extremos que se apoyen en tesis profundamente liberales o comunitaristas; b) situar el problema en el contexto actual en el que los efectos de una globalización ya inevitable se han simultaneado con los de una fuerte fragmentación social.

Para abordar estas cuestiones he decidido, en primer lugar, excluir la senda que abre el relativismo moral y la defensa de esencias previas intrínsecamente valiosas, sin anular, por ello, el pluralismo moral. En segundo lugar, alejarme de las corrientes filosóficas según las cuales la validez del juicio moral puede comprenderse sin presuponer una comunidad ideal de comunicación, es decir, de aquéllas que sostienen que en materia moral cada uno es su propia autoridad epistémica por lo que el acuerdo que pudiera alcanzarse al respecto tiene sólo un valor auxiliar. En tercer lugar, negar la separación tajante entre intereses individuales y colectivos así como la indiscutible imposición de los primeros a los segundos y recurrir a la razón dialógica y no al cálculo estratégico como modelo de fundamentación de los derechos humanos. Por último, apostar por la vinculación de la autonomía privada y la pública como único medio para lograr la definición de los intereses comunes evitando, de esta manera, que tal definición se adelante a la construcción del acuerdo.

Así, si se excluye la posibilidad de encontrar un criterio objetivo para identificar comunidades homogéneas preconvencionales y originariamente soberanas, los derechos colectivos no pueden predicarse más que de aquéllas que se apoyen en un vínculo político. Es decir, aquéllas cuyos integrantes están igualados únicamente por el estatuto jurídico de la ciudadanía y en las que, por tanto, adquiere una importancia capital el procedimiento de formación democrática de la opinión y de toma democrática de decisiones1. Si, además, se marginan las tendencias atomistas del liberalismo más radical, el espacio público que se está diseñando no es un campo de batalla en el que se enfrentan egoísmos irreconciliables y en el que predomina el cálculo estratégico. En esta construcción, el debate en torno a los derechos colectivos se traslada del campo de la titularidad al del objeto de protección de los derechos, al de la definición de los intereses comunes, que es lo que dota de unidad a una comunidad concreta. Por consiguiente, resulta más relevante el tipo de comunidad que se pretende construir colectivamente a través del diálogo que la de origen o pertenencia. Obviamente, esto no ha de llevarnos a renunciar a nuestras identificaciones locales (que es donde se empiezan a arraigar nuestros compromisos2) sino que abre la posibilidad de generar una estructura de círculos concéntricos de filiaciones sociales y apostar por una ciudadanía multilateral3. De acuerdo con este esquema, el punto central del problema será determinar el modo en que los intereses colectivos pueden ser definidos y justificados y para ello creo necesario considerar las siguientes cuestiones4:

  1. La compatibilización de intereses individuales y colectivos

  2. La armonización de la solidaridad mecánica y orgánica

  3. La preeminencia de los derechos políticos y de la democracia deliberativa

  4. El patriotismo constitucional

  5. La democracia cosmopolita

  6. Los presupuestos de los que he partido encuentran su apoyo en la posible armonización de los intereses colectivos y los individuales y en la teoría que ve al hombre inserto en una comunidad de hablantes que comparte, al menos, el interés de llegar a un consenso sobre cuestiones que a todos afectan. Así, la delimitación de los intereses colectivos exige una comunidad ideal de diálogo al estilo habermasiano y la adopción por parte de los concurrentes de un punto de vista imparcial que les permita hacer propias las pretensiones de participantes reales y potenciales. En esta construcción, tal comunidad ideal tiene un papel normativo que radica en el proceso de formación de la voluntad racional enderezada a la delimitación del interés común, un carácter deontológico, pues prescribe lo que debe ser el discurso moral y político, y el resultado al que se llega, el interés que se define, una dimensión axiológica.

    En primer lugar, esta situación no se presenta ni como una mera abstracción formal, pues se consideran las necesidades y los planes de vida individuales, ni tampoco como un dato empírico, porque implica una anticipación por parte de todo el que entra en un proceso discursivo de que es posible llegar a un consenso racional y requiere que todos los intereses en juego superen la exigencia de universalización5. Es decir, la estructura de la comunidad de comunicación es dialéctica pues todo discurso supone contrafácticamente la meta del acuerdo y la existencia de la comunidad ideal, que determina la corrección de los argumentos6.

    En segundo lugar, se considera que el juego simultáneo de la autonomía privada y la pública es imprescindible si se pretende alcanzar un consenso racional y ello sólo se logra mediante un procedimiento que garantice la imparcialidad en la deliberación colectiva y que no necesite ningún acuerdo material anterior asegurado por la homogeneidad social, ni por el reconocimiento de derechos previos7. El atractivo de este esquema político no radica en los resultados que se alcancen sino, sobre todo, en su valor epistémico.

    Si se acepta este diseño y los principios en los que se asienta, el conflicto entre intereses colectivos e individuales sólo puede darse en dos situaciones:

    a) en primer lugar, aquélla en la que los intereses individuales vienen de la mano de quienes no se pretenden integrados en el diálogo. Este parece un supuesto altamente improbable pues todos estamos sujetos a procesos de interacción comunicativa de los que no podemos quedar al margen sin incurrir en una contradicción performativa o desembocar en una pérdida de la identidad propia8. En otras palabras, la estructura normativa de esta construcción está ya implícita en los modos y contenidos de las manifestaciones del habla y responde a un presupuesto axiomático que no encuentra su fundamentación en un principio diferente: la no cuestionabilidad (reflexiva) del principio éticonormativo del discurso, que no puede ser discutido sin contradicción pragmática del que argumenta9;

    b) en segundo lugar, aquélla en la que frente a los intereses colectivos que son objeto y fines del diálogo, aparecen intereses puramente estratégicos que muy probablemente no superarán el proceso de universalización. Para solventar este conflicto se tendrá que recurrir a soluciones estratégicas que se alejen de los criterios de racionalidad del discurso.

  7. La armonización de la solidaridad mecánica y orgánica permite una doble codificación de la ciudadanía basada en la igualdad de derechos y en la inclusión de las diferencias10.

    La solidaridad refuerza el "mundo de la vida"11así como la creación de un espacio público favorable a la deliberación, pues exige la apertura del

    "nosotros" a personas a las que anteriormente hemos considerado "ellos", destacando la universal competencia comunicativa12. Pero la que en este modelo se propone, no es sólo la solidaridad mecánica propia del Estado social, cuyos referentes son la similitud y la identidad, sino la solidaridad orgánica que conjuga los...

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