La inmigración y los discursos de la seguridad

AutorRoberto Bergalli
Páginas135-157

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1. Inmigración y sistema penal

Al analizar la interferencia del sistema penal en lo relativo al control de los flujos migratorios surgen con claridad aporías propias del derecho penal e, incluso, del Estado de derecho asentado sobre el ideal de la soberanía. No es casual que debamos cues-tionar las bases del poder punitivo, una vez que son ellas las que colisionan frontalmente contra el discurso universalizador de los derechos humanos. Ese enfrentamiento se vislumbra en el ejemplo del que ocurre entre el ser humano migrante —sus necesidades y derechos—, por un lado, y el Estado —como organizador y gestor de poder—, por el otro.

Ya se ha remarcado que la inmigración en España está siendo «gestionada» policial y penalmente, en un proceso en el cual la legislación administrativa es sólo un recurso para eludir las garantías propias del sistema penal (Monclús 2002 y 2004. Ello se verifica desde la sanción de la conocida como Ley de Extranjería, pero denominada «L.O. sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social». Como se decía desde entonces, su verdadera finalidad era la de impedir la inmigración ilegal; es decir, «no asegurar los derechos y libertades de los extranjeros, sino controlar policialmente su entrada y permanencia en España» (Atienza 1993: 226). Incluso, y es ello lo que denuncia Monclús, se realiza en esa ley un tipo de «gestión» que excede no sólo lo meramente policial sino que pasa a engrosar lo penal o punitivo. Incluso el elemento garantista del derecho penal se flexibiliza con esa lógica de «gestión», más propia

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del derecho administrativo. Y se configura una nueva línea punitiva en la cual lo administrativo actúa a veces en consuno —pero con poca lógica interna— con las medidas propiamente penales. Se conforma así una política criminal y represiva diferenciada para los extranjeros (cfr. 2005).

Tal acercamiento no es ajeno a las nuevas líneas del derecho penal, que tienden a expandir lo punitivo y a limitar lo garantizador. En la dogmática penal actual se han intentado distinguir algunas de estas modernas tendencias, hablándose de «derecho penal del enemigo» y «derecho penal del riesgo». En general, se suele rescatar y desarrollar un discurso jurídico con respecto a este último, mientras se advierten los peligros del primero de inequívoca remisión a los totalitarismos violentos del siglo XX. Yo creo que también el derecho penal, y la criminología, del riesgo conducen a un discurso de guerra permanente. Discurso que está, en realidad, en la misma noción de soberanía y por tanto en el origen del Estado moderno, que es el que posibilitó una forma de entender el derecho.

En esa forma de derecho cohabitan dos modelos que, desde siempre, han estado en tensión. Por un lado, el derecho como «organizador» del poder, el que se identifica con el Estado. Y por el otro, el derecho como límite a ese poder, como reclamo del ciudadano, como resistencia a la expansión constitutiva del poder. Creo que es este último modelo el que puede identificarse con el discurso jurídico fundante de la Ilustración, y que es a él al que debemos recurrir para redefinir no sólo la problemática de la inmigración que pone ese conflicto en evidencia; sino toda la discusión más amplia sobre la convivencia y la gestión pacífica de los conflictos. Ello se relaciona con un término manipulado por quienes apuestan por un aumento de la respuesta estatal violenta: el de la «seguridad». El discurso securitario se relaciona populísticamente con las necesidades de reprimir los flujos migratorios, y también con ese nuevo derecho penal que pretende dar cuenta de todos los otros «riesgos» de las modernas sociedades.

Algún autor de la llamada «criminología crítica» ha insistido en la necesidad de retomar una discusión en torno a dónde la utopía era la «sociedad buena» y no la «sociedad segura» (Lippens 1997: 659). Más allá de mi acuerdo con el fondo de esa petición, entiendo que no es posible, estratégicamente, abandonar el espacio público creado por la discusión sobre políticas de seguridad. Sin embargo, para ello, es necesario cambiar el enfoque de

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esa discusión. Otorgarle, por lo tanto, nuevas definiciones a sus conceptos básicos y a las preguntas que se planteen; lo que final-mente cambiará también las posibles respuestas. El objetivo seguido aquí, de acuerdo a ello, es el de redefinir el concepto de «seguridad», retomando el discurso jurídico crítico —como el de la Ilustración—, y en contra del discurso jurídico que organiza y «gestiona». En ese sentido, la «seguridad» seguirá un plan-teo de respeto a los derechos y de satisfacción de las necesidades de cada uno de los individuos, y contrario a las representaciones colectivas existentes, que tienden a excluir a algunos de esos individuos. Pero, además, se pone al servicio de una nueva forma de pensar esas asociaciones colectivas, pues creo que la organización de la sociedad «buena» no puede ser una forma reaccionaria y excluyente sino una integradora, flexible, cambiante y redefinida constantemente por todos. Donde los valores libertad, tolerancia y democracia jueguen un papel principal en esta definición y así lo público sea el espacio de discusión y expresión del conflicto social y del orden —que no son contradictorios— de forma no violenta. Ello debe pensarse, finalmente, en un nuevo marco de relaciones en el cual el mundo parece estar, al fin, interconectado. No hay un «afuera» posible, que es lo que auguraba Immanuel Kant en un libro de 1784: Idea de una historia universal en sentido cosmopolita. Casi todos los que reflexionan hoy sobre los verdaderos problemas de nuestro mundo globalizado, y sobre sus posibles soluciones, recuperan ese librito totalmente olvidado hasta este problemático inicio del siglo XXI. Allí se encuentra la inspiración para una instancia superadora de los Estados nacionales, que refleje que todos los seres humanos habitan esta misma esfera llamada Tierra y que no tienen fuera de ella otro lugar a dónde ir.

2. Globalización y miedos

Hablar de la «globalización» significa hacer alusión a una moderna sociedad mundializada, lo que para importantes sociólogos significa un horizonte mundial caracterizado por la multiplicidad y por la ausencia de integralidad (Beck 2000). Para estos analistas, esta ausencia de integralidad será, junto a los cambios en materia económica, la que cree un aumento en la sensación de seguridad.

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Para tener una idea de las formas en que se plantean los reclamos por la seguridad —y cómo se articulan posibles respuestas— es importante tener en cuenta el feliz neologismo de «glocalización» (Robertson 1997). Según las ideas de este autor, ello refleja el acercamiento de las realidades locales, con pérdida del poder soberano de los Estados y aumento de poder de las organizaciones transnacionales. Tal situación, hará que las demandas de seguridad se planteen en el plano local, ya que al global no le interesan. Lo estatal no puede dar respuesta, más que desde un punto de vista simbólico, a los problemas reales.

En efecto, actualmente la esfera política se ve subordinada a la esfera económica globalizada. Es ésta última la que tiene el poder real. Los actuales Estados están desposeídos, desapoderados. El poder económico global, además, pasa de la producción de bienes a la producción de servicios —comunicaciones, ocio. El fin de la historia pretende ser el fin de la política.

El modelo fabril que ha desaparecido (se ha dicho que el vein-te por ciento de la población puede producir los bienes necesarios para todos los demás) era dependiente, pero también era garantizador de los derechos sociales que fueron producto de las luchas por su reconocimiento durante el siglo XX (Bergalli 2000: 389).

Ese modelo fabril requería de la intervención del Estado para solucionar el conflicto entre capital y trabajo. Ello es lo que hacía el «Estado benefactor». Ahora ese papel no es necesario, por lo que el Estado soberano pierde poder real y legitimidad. El trasvase de estas funciones de la esfera política a la esfera econó-mica, producto de la re-hegemonización del principio del mercado por sobre el del Estado y el de la comunidad (De Sousa Santos 1991), configuran un mundo desregulado y a merced de los mandatos del mercado.

El proceso de internacionalización del poder económico, consecuentemente, se produce con la perdida de poder de los anti-guos Estados nacionales en el plano de su capacidad política de responder a las demandas sociales, y también en el plano de su soberanía como capacidad estatal de organización jurídica (Bergalli 2001: 123) y como posibilidad de ser el lugar privilegiado de desarrollo de la violencia y de la pacificación. Sin embargo, mientras estos Estados pierden legitimidad aumenta la utilización del recurso a la violencia, en forma —entre otras— del poder punitivo, para intentar dar respuesta a unas demandas que no pueden ser calmadas con otra herramienta.

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Esto será particularmente lacerante si consideramos que la concentración del poder económico provoca la «expulsión» por empobrecimiento de los «otros», de los que no se benefician de esa concentración. Esa separación es justificada ideológicamente por el discurso de la derecha liberal-conservadora señalando que los «incluidos» no tienen obligaciones con los «excluidos» o débiles. Esta ruptura de lazos, y de la idea de comunidad, sin duda es causa de un aumento de la desconfianza y con ella del miedo y de la inseguridad (Bauman 2003). No se debería descartar un previo elemento irracional —racista— en esa separación con respecto al «otro», aunque creo que esos elementos son al menos...

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