Iniciativa legislativa del gobierno

AutorLandelino Lavilla Alsina
CargoEx-Ministro de Justicia. Consejero de Estado
Páginas13-20

1. REFLEXIÓN INICIAL SOBRE EL PROCEDIMIENTO

LEGISLATIVO

La formación y la manifestación de la voluntad de los sujetos de Derecho público se ha de producir, para que puedan desplegarse sus efectos jurídicos, por el procedimiento legalmente establecido.

Y no es excepción, sino ejemplo, el desempeño de la función legislativa por el hacedor de las leyes, por el Parlamento, por las Cortes Generales según la denominación con que nuestra Constitución identifica al Parlamento bicameral titular de la potestad legislativa. Las leyes llegan a ser tales y acceden al ordenamiento jurídico tras seguirse un procedimiento cuyos rasgos cardinales figuran en la propia Constitución (en el capítulo segundo del Título III, bajo la rúbrica «de la elaboración de las leyes») y aparecen desarrollados en los respectivos Reglamentos que, para su funcionamiento, establecen —y sólo ellas pueden hacerlo— cada una de las Cámaras, esto es, el Congreso de los Diputados y el Senado.

El procedimiento legislativo es un procedimiento reglado, sin que a esa característica dominante puedan oponerse —aunque, en verdad, la maticen— los márgenes de flexibilidad y las opciones discrecionales que las mismas normas reguladoras del procedimiento defieren a los correspondientes órganos parlamentarios. En última instancia y como es propio de todo procedimiento de Derecho público, el que rige la elaboración de las leyes cumple una función esencial de garantía del interés general a cuyo fin se legisla y de los intereses particulares que el legislador disciplina y ordena al servicio de aquél. Es la concepción primaria del procedimiento como garantía. Concepción constitucionalmente impuesta al legislador (y hasta al poder constituyente en cuanto poder constituido) y que no cede un adarme en su exigente vigor aunque haya irregularidades de procedimiento que devengan irrelevantes —no invalidantes— por la fuerza normativa —con eficacia subsanadora— de la voluntad legisladora finalmente manifestada.

Como en cualquier procedimiento de Derecho público, la iniciación y la terminación son momentos que acotan, lógica y cronológicamente, el curso del procedimiento legislativo en el que la racional y ordenada sucesión de trámites lleva a la fijación del texto que, tras su aprobación parlamentaria y los actos subsiguientes de sanción y publicación, se inserta en el ordenamiento jurídico.

La iniciación del procedimiento, en cuanto supone la puesta en acción de la potestad legislativa —en el caso ahora considerado—, requiere un acto de impulso adoptado por quien está legitimado para ello y que reúna las condiciones legalmente previstas para preservar la seriedad y la solvencia —para proscribir el capricho y la frivolidad—, según demanda la esencia del Parlamento —aspecto institucional— y de la potestad legislativa —aspecto funcional— sobre los que opera el impulso activador.

Nada de particular tiene, por tanto, que la Constitución española aborde en términos estrictos la determinación de quiénes pueden ejercitar la iniciativa legislativa. Y cuando digo que lo hace en términos estrictos no estoy emitiendo —y menos solapando— un juicio sobre el grado de laxitud o restricción con el que identifica a los sujetos legitimados, ni por referencia a fundamentos lógicos ni por apelación al derecho comparado o a unos u otros precedentes del constitucionalismo español. Menos formulo un juicio de valor acerca del rigor y corrección del artículo 87 de la Constitución. Digo que sus términos son estrictos porque, sin lugar a dudas, el artículo 87 excluye del ejercicio de la iniciativa legislativa a quienes no sean el Gobierno, el Congreso, el Senado, las Asambleas de las Comunidades Autónomas y el cuerpo electoral en la porción cuantificada —un mínimo de 500.000 firmantes— por el citado artículo 87.

Cualquier otro sujeto (individual, colectivo, corporativo, institucional) podrá desarrollar cuantas actuaciones o gestiones estén a su alcance para instar la efectividad de un compromiso, llamar la atención sobre un problema, postular vías de solución o generar el clima propicio conducente a movilizar la voluntad de quien está legitimado para impulsar el procedimiento legislativo. Pero sus acciones se incardinarán en una fase informal previa a la iniciativa legislativa: ésta sólo existirá con eficacia jurídica cuando sea tomada y formalizada por quien tiene habilitación constitucional para accionar el procedimiento legislativo.

2. ARTICULACIÓN ENTRE EL PARLAMENTO Y EL GOBIERNO

En un régimen parlamentario, la articulación orgánica entre las Cortes y el Gobierno se asienta en la obtención y mantenimiento de la confianza parlamentaria por el Gobierno. Los mecanismos mayores de control y relación son, así, aquellos (investidura, moción de censura, cuestión de confianza) en los que se sustancia el otorgamiento, la subsistencia o la retirada de la confianza del Parlamento en el Gobierno. Al pulsarse tales mecanismos se pone en tensión la democracia parlamentaria y se hacen explícitas —aunque fuere a título coyuntural— las posiciones de quienes, en cada momento y en atención a la fuerza electoral de que son expresión visible, protagonizan la vida democrática.

Cuando la articulación orgánica se halla establecida y el mantenimiento de la confianza parlamentaria no está directamente cuestionado, el funcionamiento del sistema requiere que el pluralismo político tenga vías ordinarias de manifestación a través de las que la vida política se desenvuelva con normalidad, de modo que el aliento democrático no se agote, las divergencias no se sofoquen y las estridencias —a veces inevitables— se suavicen o se superen en el seno de las instituciones.

En rigor, la dialéctica Parlamento-Gobierno, con la carga dogmática que comporta la evocación de la doctrina de la división de poderes, se engarza, cuando no se ve sustituida —y hasta, ocasionalmente, suplantada— por la dialéctica intraparlamentaria entre mayoría y minoría.

Desde este planteamiento es inteligible que, a efectos de promover el ejercicio de la potestad legislativa por las Cortes, la Constitución atribuya la iniciativa al Gobierno y al Parlamento (a cada una de las Cámaras, Congreso y Senado, en nuestro sistema bicameral).

Si se presume —y la presunción es elemental— que la confianza parlamentaria se otorga y mantiene en consideración a un programa político —sea el originario electoral de un partido, sea el atemperado para respaldar a un Gobierno de coalición o para dar vida a un pacto de legislatura—, es corolario que el Gobierno, a quien compete la dirección política conforme al...

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