Guerra de independencia y revolución social: el caso de la Nueva España

AutorMargarita Carbó Darnaculleta
Páginas151-161

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A fines del siglo XIX, la Nueva España era la colonia más rica e importante del Imperio español. El año de 1521, Hernán Cortés, sus compañeros y sus aliados vencieron la resistencia del último hueytlatoani o emperador mexica, Cuauhtémoc, y a partir de aquel momento, los conquistadores fueron ampliando su presencia en los territorios que con el tiempo habrían de conformar un virreinato de más de 4.000.000 de kilómetros cuadrados. Aquel espacio geográfico había estado ocupado, antes de la llegada de los europeos, por naciones agrícolas organizadas en forma de altas culturas urbanas en el centro y sur y por pueblos nómadas o seminómadas en el norte.

Estos últimos, los aguerridos habitantes de la llamada América árida, fueron considerados bárbaros a vencer. Los agricultores mesoamericanos, privados de sus dirigencias político-administrativas, militares y religiosas, o conservando autoridades locales propias pero incorporadas al organigrama del nuevo aparato de poder, fueron vistos como trabajadores útiles y necesarios, tributarios a la Corona y a la Iglesia y protegidos por ellas.

En un principio, la Corona procuró mantener en exclusiva para sí y para la institución eclesiástica, los beneficios que podían redituarle sus nuevos dominios, conservando a los llamados indios, término con el que fueron identificados los integrantes de las naciones sometidas, confinados en sus pueblos y barrios o «repúblicas» al margen de la

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nueva población española, que en gran número siguió los pasos de los conquistadores a fin de colonizar los nuevos dominios del rey y encontrar en ellos la manera de obtener fortuna y prestigio social.

Poco después, aquellos recién llegados, no pudiendo disponer libremente de la mano de obra que representaba la población originaria, comenzaron a importar esclavos procedentes de África para que trabajaran en minas, obrajes y fincas agrícolas, de tal mane-ra que al paso de los años, no muchos por cierto, el mestizaje hizo su aparición, y entonces las autoridades se avocaron a la tarea de catalogar a la gente en castas de carácter racial, según la proporción que cada quien portaba de dos o tres de los componentes básicos: el indio absolutamente mayoritario y que permeó desde un principio a las «repúblicas de españoles», aunque la mayor parte permaneció en el ámbito rural, el europeo y el africano. Cada casta tuvo sus derechos y sus obligaciones y debió permanecer estancada de acuerdo a las normas corporativas del antiguo régimen, cosa que jamás fue posible hacer del todo efectiva.

La población española se dividió a su vez desde un principio en dos categorías: la de los nacidos en España y la de los nacidos o criados en Indias, los criollos, muchos de los cuales desde la primera generación, y si no a la segunda o la tercera, eran en realidad mestizos o mulatos en algún grado, aunque difícilmente se asumieran como tales.

De acuerdo con la ley tenían los mismos derechos que sus padres, pero en la práctica fueron relegados a un segundo lugar en todos los espacios de autoridad, ocupando cargos subalternos en el gobierno, en la judicatura, en la milicia y en la Iglesia, a consecuencia de lo cual, de manera generalizada, albergaron el sentimiento de ser discriminados en su propia tierra; las reformas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII, que afectaron notablemente sus intereses, reforzaron sus sentimientos antipeninsulares.

Las noticias de España se conocían en México normalmente con más de un mes de retraso, cuando la flota atracaba en el puerto de Veracruz, de tal manera que las gacetas que informaron acerca de la ocupación de la Península por los ejércitos napoleónicos llegaron a finales de enero, mientras que las que hablaban del inicio de la resistencia popular a principios de mayo lo hicieron el 8 de junio de 1808. Los días subsecuentes fueron llegando las que hacían referencia al traslado de la familia real a Bayona y final-mente al establecimiento del gobierno provisional del general Murat en Madrid.

Tales novedades precipitaron decisiones y acontecimientos trascendentales, que pusieron en guardia a la plana mayor del poder español en todos los territorios indianos y entre ellos en la Nueva España; la Real Audencia, el tribunal de la Inquisición y el virrey no podían saber cómo repercutirían los cambios en su futuro inmediato y en el de la dominación colonial, como de hecho nadie podía saberlo, pero ante el pasmo general, la primera instancia en actuar y en proponer una acción política de emergencia fue el Cabildo del Ayuntamiento de la ciudad de México, encabezado por el abogado criollo Francisco Primo Verdad y Ramos y del que formaban parte Francisco Azcárate y el mercedario Melchor de Talamantes. La primera cláusula de su propuesta decía que no se debía reconocer a Napoleón ni a ningún miembro de su familia o colaborador como rey o equivalente; la segunda, que el virrey José de Iturrigaray siguiera en su cargo para «sostener los derechos de la casa reinante» y la tercera, que el Ayuntamiento conformara una junta de gobierno que diera legitimidad al virrey, porque: «…por la ausencia o impedimento de los legítimos herederos, residía la soberanía en todo el reino y en las clases que lo formaban... las que lo conservaban para devolverlo al legítimo sucesor cuando se encontrara libre de fuerza extranjera y apto para ejercerla».

La iniciativa del Ayuntamiento de México fue aceptada tácitamente por el virrey José de Iturrigaray y rápidamente se distribuyeron volantes y octavillas para difundirla. La opinión pública, con excepción de la de los españoles, le fue mayoritariamente fa-

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vorable y en reuniones y tertulias, figones, tabernas y pulquerías, se empezó a hablar con entusiasmo de que la Nueva España, representada provisionalmente por el Cabildo Municipal de su Capital, debía organizar una Junta Provisional de Gobierno similar a las que se organizaban ya en diversas ciudades españolas, para que se hiciera cargo de la conducción del virreinato mientras se veía de qué color pintaba el verde porque, en aquella coyuntura, ¿quiénes nos habían de gobernar sino nosotros mismos? Y así se procedió, el Cabildo se reunió con las autoridades en Palacio y en un acto solemne se juró fidelidad a Fernando, se acordó que no se reconocería a ninguna de las Juntas españolas y que se convocaría a Junta General de todos los ayuntamientos del reino.

El Real Acuerdo desconfió de inmediato, sobre todo porque la sola alusión al ejercicio de la autonomía, así fuera temporal, había producido ya tan eufórica reacción popular en la ciudad, que empezaron a expresarse abiertamente opiniones y propuestas en el sentido de que se dejaran de enviar a España recursos económicos en dinero y en espacie para apoyar a las Juntas y a las guerrillas, y hasta en las parcialidades de indios de la capital, generalmente fieles a España en función de la protección específica de que habían sido objeto desde el siglo XVI, se habló de no pagar tributo hasta que no se aclarara a manos de quienes iría éste a parar en tan confusa situación. Algunos dijeron que pronto los mexicanos se gobernarían a sí mismos y hasta se llegó a rumorar que los descendientes de la antigua nobleza prehispánica regresarían a reclamar cargos y dignidades.

Los criollos andaban engallados y con ellos gente de todos los estratos sociales considerados inferiores, pero la transición no habría de resultar tan fácil como parecía en aquellos esperanzados momentos. La noche del 15 al 16 de septiembre de 1808, de la casa de un rico hacendado español llamado Gabriel de Yermo salieron 300 muchachos, todos españoles y «cajeros» de comercio, en dirección al Palacio. El complot había ya comprado la complicidad de los centinelas, de tal manera que armados y uniformados llegaron hasta las habitaciones del virrey y detuvieron y encarcelaron a toda la familia. Al mismo tiempo, otro grupo había tomado el palacio del Ayuntamiento y detenido a los integrantes del Cabildo bajo el cargo de conspiradores.

A la mañana siguiente los cajeros o «chaquetas» patrullaban prepotentes las calles, y al tercer día el síndico Primo Verdad apareció muerto en su celda del palacio de la Inquisición. Un primer intento pacífico de separación fue de aquella forma abortado. El virrey fue extraditado a España y quien ocupó el cargo fue el arzobispo de México, Francisco Javier de Lizana y Beaumont, quien no sólo no persiguió a los simpatizantes de la frustrada autonomía, sino que perdonó a los integrantes de una nueva conspiración que seguía el mismo plan de la primera, esta vez organizada en 1809 en la ciudad de Valladolid de Michoacán. Se llamaban Mariano Michelena, José M.ª García Obeso, José M.ª Izazaga, Vicente Santa María e Ignacio Cumplido entre otros y todos ellos, como los integrantes del Cabildo Municipal de México, eran sacerdotes...

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