Incidencia de la ancianidad en el tráfico jurídico negocial

AutorIsabel Zurita Martín
Páginas221-281

A nadie se le escapa hoy que la persona de avanzada edad juega en nuestros días un papel de mayor protagonismo en el tráfico jurídico que hace algunas décadas, en cuanto que es mayor el número de ancianos que viven solos y no quedan sometidos a la vigilancia de sus familiares más directos. Ello hace que el anciano se ocupe de asuntos patrimoniales que hace algunos años eran controlados por sus hijos o guardadores, y que, en consecuencia, siendo personas especialmente manipulables por otros, puedan sufrir los efectos perjudiciales del dolo negocial de terceros. No obstante, también puede producirse el efecto contrario, esto es: que sea el familiar más cercano el que juegue con la débil voluntad del mayor con la finalidad de defraudar los intereses, especialmente hereditarios, de otras personas. De ahí que, evidenciando esta realidad, algunas de las leyes autonómicas de protección de la tercera edad se hayan ocupado de prever la protección del anciano frente a la expoliación patrimonial. En concreto, el artículo 46 de la Ley andaluza 6/ 1999 establece lo siguiente: “Cuando las Administraciones Públicas tengan noticia de que el patrimonio de una persona mayor está siendo objeto de expoliación, bien por sus propios familiares o por terceros, se procederá a comunicarle de forma expresa las acciones judiciales que pueda iniciar, proporcionándole asistencia jurídica si fuera necesario, sin perjuicio del traslado de tales hechos al Ministerio Fiscal”. Idéntica previsión contiene el artículo 13.6 de la Ley castellano-leonesa 5/2003, de 3 de abril.

En cualquier caso, la actividad del anciano en el tráfico jurídico se despliega en un amplio abanico de posibilidades, que deben analizarse desde dos perspectivas: la relativa al anciano naturalmente incapaz y la correspondiente al anciano incapacitado, pues las premisas legales sobre la capacidad de obrar del sujeto son distintas en cada caso, tanto si se trata de negocios jurídicos inter vivos como mortis causa.

1. Los negocios inter vivos celebrados por ancianos no incapacitados

a. Presunción de capacidad

Como regla general, debe afirmarse que la plena capacidad de obrar del sujeto se presume desde los dieciocho años hasta la muerte. Con ello, cualquier persona mayor de edad puede celebrar un contrato con plena validez siempre que éste reúna las condiciones esenciales que la ley exija para el mismo.

Concretando esta regla, el artículo 1263 del Código Civil regula la capacidad para celebrar contratos en forma negativa, disponiendo que no pueden prestar consentimiento para contratar los menores no emancipados y los incapacitados, entendiéndose, así, que en ambos colectivos no concurre la capacidad general de contratar. El precepto se refiere, pues, a los sujetos que hayan sido judicialmente incapacitados, sin mencionar a los naturalmente incapaces, es decir, a las personas que se hallan en una situación física o psíquica en la que no les es posible entender ni querer el acto jurídico que realizan, pero sobre las que no ha recaído resolución judicial.

En el marco de la ancianidad, suelen ser frecuentes los actos jurídicos realizados por un incapaz natural. Se trata de personas mayores –observa LEÑA FERNÁNDEZ– cuyas facultades de consciencia han disminuido en alto grado, y que, sin embargo, siguen realizando actos de administración o disposición por ser aún capaces de firmar, “como puedan ser dar recibos de cantidades, sacar dinero del banco o hacer transferencias de su cuenta bancaria, e incluso celebrar contratos privados de disposición de bienes (a veces vender el piso en el que viven para que sus hijos puedan destinar su importe a los cuidados que aquéllos precisan), contratos éstos que, a su fallecimiento, sus herederos ratificarán y elevarán a públicos, mediante la pertinente escritura, en unión de la otra parte contratante, que quizás se haya reservado parte de la contraprestación para su entrega en ese momento”218.

b. Nulidad de los contratos por falta de capacidad

Pues bien, dado el silencio del Código Civil respecto a la eficacia que puedan tener los actos jurídicos realizados por el naturalmente incapaz, la doctrina se ha prodigado a la hora de expresar su opinión al respecto, dando origen a posiciones dispares.

Para algunos, resultan aplicables a estos actos las mismas normas que a los negocios realizados por el sujeto incapacitado, a los que se somete al régimen de anulabilidad que regulan los artículos 1300 y siguientes del Código Civil219. En cambio, para otros, que conforman la llamada communis opinio, aquellos negocios serían nulos de pleno derecho, por aplicación del artículo 1261 de nuestro Código, por cuanto se trataría de contratos celebrados sin consentimiento de uno de los contratantes –pues la incapacidad natural determina la falta de voluntad–, careciendo, por tanto, de uno de los requisitos esenciales para su validez220.

Las consecuencias jurídicas de seguir una u otra postura son importantes. La nulidad puede ser reclamada por cualquier persona sin límite de plazo, pudiendo incluso ser apreciada de oficio por el juez; el acto no produce efecto alguno, sin que quepa la posibilidad de convalidación o confirmación. En el caso de optarse por la nulidad absoluta, cualquier persona podría impugnar el negocio celebrado por el incapaz, incluso el otro contratante, lo que se ha visto como el mayor inconveniente para apoyar esta opción. Por el contrario, la acción de anulabilidad sólo podrá ser ejercitada por la persona en cuya protección es acordada –la que sufre el vicio–, pudiendo el acto anulable ser convalidado o confirmado. En el caso de la anulabilidad, sólo podrá impugnar el contrato el propio incapaz, cuando alcance la plena capacidad, y su representante legal, en el plazo de cuatro años, a contar desde que adquirió la plena capacidad o desde la celebración del acto que se pretende anular, respectivamente. La doctrina que defiende la conveniencia de la acción de nulidad, entiende que, en este caso, el incapaz nunca podría anular el contrato celebrado, en la medida en que no cuenta con representante legal alguno y puede que nunca adquiera la plena capacidad.

Sin embargo, como observa LEÑA FERNÁNDEZ, no sólo el discapacitado se encontraría legitimado para ejercitar la acción de anulabilidad, puesto que también podrían ejercitarla otras personas, como el Ministerio Fiscal, si cualquier persona pone en su conocimiento la situación (por aplicación del artículo 299 bis del Código Civil)221, los herederos del discapacitado, y el tutor, si aquél llega a ser incapacitado222. A estos efectos, debe señalarse que, durante la tramitación del proceso de incapacitación, el Ministerio Fiscal asumirá la función de defensor judicial del incapaz, pudiendo el juez designar un administrador cuando, además del cuidado de la persona del incapaz, hubiera de procederse también al de los bienes.

Correlativamente, tampoco sería inadecuado, para este sector doctrinal, el plazo de los cuatro años para ejercitar la acción, entendiendo que, puesto que no comienza a correr el tiempo sino desde que el incapacitado “saliere de la tutela” (art. 1301 C.c.), en el caso del incapaz ni siquiera ha comenzado el cómputo mientras no tenga un guardador legal que pueda ejercitar la acción (si, naturalmente, no puede ejercitarla por sí mismo)223.

Podría resumirse, siguiendo a DÍEZ-PICAZO, que no existen argumentos jurídicos de peso para proteger a los incapaces de forma distinta que a los incapacitados. “Si a los incapacitados les protege el ordenamiento jurídico concediéndoles una acción de anulación, no se comprende bien por qué habría de otorgarse una acción de diversa naturaleza o de mayor alcance a los enfermos mentales y disminuidos físicos no incapacitados judicialmente, sin olvidar que preconizar una nulidad de carácter absoluto significa permitir que el contrato pueda ser atacado por la otra parte contratante”224.

No obstante, desde nuestro punto de vista, el argumento de mayor peso que puede esgrimirse en pro de la nulidad absoluta de estos contratos no es otro que la mayor protección del incapaz. Efectivamente, aunque pueda defenderse que otras personas se encuentren legitimadas para ejercitar la acción de anulabilidad al margen del anciano contratante, el plazo de cuatro años para accionar limitaría en gran medida las expectativas del anciano cuya voluntad se ha visto manipulada por la otra parte. Así, en el caso de ancianos que viven solos o ingresados en centros residenciales sin familiares cercanos, si dicha manipulación no llega a conocimiento del Ministerio Fiscal en ese plazo de tiempo –contado desde la celebración del negocio–, la pretendida protección resulta más hipotética que real; igual sucedería si se espera a que el sujeto sea incapacitado judicialmente para que sea el tutor que se le designe el que ejercite la acción; y en el caso de los herederos, tendría que morir antes el anciano para que aquéllos la pudieran ejercitar.

Es verdad que estos problemas se paliarían en parte si aceptásemos el cómputo del plazo para el ejercicio de la acción de anulabilidad que propone la citada doctrina –los cuatro años comenzarían a contarse desde el nombramiento del tutor o, en su caso, desde el fallecimiento del incapaz–; pero ello, aparte de forzar en exceso la letra y la ratio del artículo 1301 del Código Civil –que, entendemos, está pensado para la situación de incapacitación judicial–, tropieza con el inconveniente de que, en muchas ocasiones, son precisamente los contratantes beneficiarios de los negocios realizados con el anciano las personas más allegadas al mismo o, incluso, sus propios herederos. Muy probablemente, este anciano, en la práctica, nunca será incapacitado, y en caso de fallecer, puede que sus herederos coincidan con los contratantes que se beneficiaron de su incapacidad225. En tales casos, no serían ellos quienes, bien iniciaran el proceso de incapacitación o pusieran en conocimiento del Ministerio Fiscal la existencia del incapaz, o bien...

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