La impugnación de los valores castastrales y de las liquidaciones en el impuesto municipal sobre Bienes Inmuebles1

AutorJosé Manuel Tejerizo López
CargoCatedrático Emérito de Derecho Financiero y Tributario. Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Abogado
Páginas9-59

Ver nota 1

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I Introducción

Se puede decir, sin exageración alguna, que los bienes inmuebles (ya sea su propiedad o titularidad, su uso o disfrute, o su transmisión o cesión) han sido siempre, parafraseando a Buñuel, el oscuro objeto de deseo del Fisco. Lo fueron en el Antiguo Régimen (basta leer, por ejemplo, el cuento de Voltaire "El hombre de los cuarenta escudos" para darnos cuenta de ello) y lo han seguido siendo en los sistemas tributarios modernos. En nuestro país, por no acudir más atrás, la tributación de los bienes inmuebles ya se encontraba presente en la Reforma de Alejandro Mon y Ramón de Santillán en 1845, y lo sigue estando en la actualidad. Posiblemente la razón más plausible de este hecho venga dada por la circunstancia evidente que, por su naturaleza, el objeto del tributo no puede deslocalizarse. Siempre se encuentra al alcance de la Administración tributaria y esta no ha perdido nunca las posibilidades que ello le ofrecía.

Así pues, la titularidad, el uso y la transmisión de los inmuebles son objeto de gravamen en numerosos tributos (en los impuestos sobre la renta, en los impuestos directos de producto, en los impuestos que gravan las ganancias patrimoniales y en los impuestos que lo hacen sobre las transmisiones, sean estas empresariales o no).

Por razones que seguramente tienen que ver con la necesidad (iba a decir que atávica, pero posiblemente el término sea exagerado) que tenemos de poseer bienes tangibles, al menos en la cultura

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a la que pertenecemos, la tributación de la titularidad de los bienes inmuebles, a pesar de que es menor que la grava su uso y sobre todo su transmisión, siempre ha sido soportada con desagrado. Así, a título de ejemplo, las únicas "revoluciones" sociales frente a la tributación que recuerdo haber vivido han tenido por objeto el incremento del gravamen de la propiedad urbana. Una de ellas obligó al gobierno español a suspender una subida generalizada de los valores catastrales a finales de los años 80 del pasado siglo. Y otra consiguió nada menos que derribar el gobierno de Margaret Thatcher en el Reino Unido o, por lo menos, contribuyó decisivamente a ello (aunque el poll tax, que fue el tributo que provocó tal consecuencia, era en realidad un impuesto sobre la capitación o impuesto sobre las personas. Lo que ocurría es que la vivienda servía para determinar o identificar a los sujetos pasivos).

En nuestro ordenamiento, la imposición sobre la propiedad (entendido el término en sentido amplio) se realiza, como es de sobra conocido, a través del Impuesto sobre bienes inmuebles (IBI) sucesor desde 1988 de las antiguas Contribuciones territoriales rústica y urbana, e impuesto municipal desde la reforma tributaria de finales de los años 70 del siglo XX. La resistencia social que provoca este tributo se pone claramente de manifiesto en la abundante jurisprudencia que ha provocado su aprobación y aplicación, de la que tendremos oportunidad de hacernos eco en las líneas que siguen. No obstante, parece que los conflictos se han reducido en los últimos tiempos, por lo que los pronunciamientos de los Tribunales, sobre todo del Tribunal Supremo (TS) han disminuido, y seguramente lo harán más en el futuro, aunque sin duda buena "culpa" de esto se deberá sobre todo a la nueva configuración del recurso de casación en la jurisdicción contencioso-administrativa.

Pero además de servir para gravarla, la identificación de la propiedad inmobiliaria es un buen medio de control para otras finalidades, tributarias o no. Por ello, a pesar de tratarse de un impuesto municipal, la Administración estatal nunca ha cedido, ni es previsible que lo haga a corto plazo, numerosas funciones que tienen como finalidad última su aplicación.

Simplificando mucho, porque lo que vamos a decir se ha examinado con más detalle en las Jornadas en las que se enmarcan estas líneas, el procedimiento de gestión del IBI se puede resumir diciendo que existen tres fases. En la primera, que desde luego no es específicamente tributaria, sino de índole urbanística, se determina la califica-

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ción del suelo, función que es competencia de los Ayuntamientos y de las Comunidades Autónomas. Después, la Administración estatal, a través de los órganos catastrales, gestiona el impuesto hasta que los valores catastrales se notifican individualmente y, en fin, a partir de entonces, la gestión del tributo pasa a ser competencia de los Ayuntamientos (o de las Administraciones u órganos a quienes se la hubieran encomendado). Por ello, el sistema de recursos en la materia, que es el objeto de nuestro estudio, tiene que ser necesariamente complejo.

Otras circunstancias contribuyen a complicar la cuestión. La fase de la gestión del IBI por parte de los Ayuntamientos no difiere mucho de la del resto de los tributos, dejando de lado la peculiaridad, que comparte con otros impuestos municipales, de ser los únicos ejemplos dentro de nuestro sistema tributario en los que para la exigencia del tributo no se necesita una liquidación que deba notificarse de forma individualizada. Pero, por el contrario, la fase de determinación del valor catastral o, por utilizar los términos de nuestro ordenamiento, de la base imponible del IBI, presenta numerosas peculiaridades propias.

También de forma sumaria, porque no es el objeto directo de nuestro estudio, podemos distinguir varios procedimientos de deter-minación del valor catastral:

1) El que podríamos denominar ordinario es el de determinación colectiva a través de la aprobación de las ponencias de valores. A través de él, y después de unos trámites complejos (o muy sencillos, como puede ser la aplicación de un índice de actualización), se fija el valor catastral de un conjunto de bienes inmuebles, por ejemplo, los situados en todo o parte de un municipio.

2) Aunque existían antecedentes de ello, como se ha encargado de señalar la jurisprudencia, la actual normativa, constituida fundamentalmente por el Texto refundido de la Ley del Catastro, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2004, de 5 de marzo (TRLC), y su Reglamento, aprobado por el Real Decreto 417/2006, de 7 de abril, ha añadido una nueva clase de inmuebles a los tradicionales rústicos y urbanos, como son los bienes inmuebles de características especiales (BICE), categoría en la que se incluyen, a título de ejemplo, las autopistas o las centrales eléctricas. La determinación de su valor catastral se realiza de manera individualizada.

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3) También de manera individualizada, aunque con referencia, según los casos, a los valores catastrales colectiva o individualmente determinados, se fija el valor de los inmuebles cuando se produce en ellos una alteración física (por ejemplo, se construye un edificio sobre un terreno), jurídica (por ejemplo, cuando se transmite un inmueble) o económica (por ejemplo, cuando se altera la calificación de un terreno). Con esta finalidad, se exige a los afectados que comuniquen a la Administración tales alteraciones en unos plazos determinados desde que tuvieron lugar.

4) Otro sistema de determinación colectiva deriva de las actualizaciones que, para todos o parte de los bienes inmuebles, se realiza a través de la aplicación de índices aprobados por las leyes de presupuestos.

5) En fin, la constatación de que las alteraciones producidas en los bienes inmuebles no eran comunicadas en numerosos casos a la Administración competente, ha obligado a establecer, de manera excepcional, un sistema de determinación colectiva de los bienes inmuebles conocido con el nombre de regularización catastral (Disposición adicional tercera TRLC, añadida por la Disposición final 18.13 de la Ley 2/2011, de 4 de marzo).

Por cierto, y como digresión, con ocasión de esta regularización se ha establecido una tasa, llamada como no podía ser menos "tasa de regularización catastral", que tiene el carácter de tributo estatal (apartado 8 de la Disposición adicional que acabamos de citar). Esta tasa me parece ilegítima, por dos razones, (a) porque no existe un servicio que cumpla los requisitos necesarios para poder exigir este tipo de tributo; y (b) porque no existe un informe económico que fundamente el importe de la tasa ni desde el punto de vista general, ni desde la perspectiva de la tasa individualmente exigida al interesado.

1) Por lo que se refiere a la primera razón, no basta con que, desde un punto de vista genérico, una determinada actividad administrativa esté prevista en una norma para considerar correcta una tasa específica, sino que, además, resulta imprescindible que de ello, es decir, de tal actividad administrativa, se derive verdaderamente la prestación de un servicio público, y no un trámite dentro de una actuación pública más amplia.

Dicho de otro modo, no es posible aceptar que, con una exclusiva finalidad recaudatoria, se configuren como servicios públicos o activida-

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des administrativas tareas o funciones que no pueden ser calificadas individualmente como tales. La simulación de la existencia de un servicio público o de una actividad administrativa cuya utilización o prestación se refiera, afecte o pretendidamente beneficie a ciertos sujetos, es rechazable porque, si se admitiera tal posibilidad, se desnaturalizaría la esencia de la tasa, que conlleva un componente esencial de contraprestación, para incidir claramente en el ámbito de los impuestos. Se produciría así lo que se ha denominado la "prestación formularia" de un servicio público o actividad administrativa, esto es, la provocación de la exigencia de la tasa sin la previa realización efectiva de un hecho imponible.

Esto es lo que...

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