«Lo único ilimitado y universal es la responsabilidad». Entrevista al filósofo e investigador Reyes Mate

AutorTomás Valladolid Bueno
Páginas44-55

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Eran algo más de las diez de la mañana cuando el tren procedente de Sevilla realizó su entrada en la estación madrileña de Atocha, lugar de encuentro y de luto, pero también de esperanza. Por ser día festivo, de un mes de junio, la presencia de personas en los vestíbulos de espera no era tan numerosa como en otras jornadas. Esto hizo más fácil que pudiese distinguir con nitidez, mientras me dirigía a la salida de los andenes, la figura de mi maestro y amigo Manuel Reyes Mate Rupérez. Allí estaba, puntual en nuestra cita, dándome la bienvenida. Su para nada ostentosa, pero sí muy cálida sonrisa, preparó el buen ánimo y la alegría que presidió en todo momento el transcurrir de esta entrevista.

P. Llevas trabajando bastantes años sobre el significado moral y político de la memoria en relación con la reconstrucción de Europa, ¿cómo podría interpretarse, en este sentido, el hecho de que el llamado fenómeno de la memoria histórica haya emergido relativamente tarde en nuestro país?

  1. España, como toda Europa, ha tardado en recordar. Contra lo que podía imaginarse, Europa volvió la espalda a su pasado después de la II Guerra Mundial. El cambio se produce a finales de los setenta y, sobre todo, en los ochenta con la disputa de los historiadores alemanes (Historikerstreit). El desencadenante de las memorias contemporáneas es Auschwitz. La transición política española se hace, por un lado, en un momento de prestigio del olvido y, por otro, dentro de unas circunstancias nada cómodas para la memoria. Fue, no lo olvidemos, una transición vigilada. El error, creo yo, no es cómo se hicieron las cosas entonces, habida cuenta de las circunstancias, sino que nosotros hayamos elevado ese modo de transición a modélico. Se hizo lo que se pudo, pero no lo que se debía.

    P. ¿Piensas que a esa pseudo-cancelación han podido contribuir también algunos protagonistas de la izquierda que, a causa de esto, habrían reforzado la tergiversación anamnética realizada en clave franquista?

  2. Exagerando un poco, bien podríamos decir que la memoria no tiene patria ideológica, pues tiene materia de recuerdo en todas. Víctimas -y de eso va la memoria- las hubo en todos los campos: en las filas de los republicanos y en las de los llamados nacionales. Eso no significa, por supuesto, que todas las ideologías valgan lo mismo, sino que el debate sobre la bondad de las ideas políticas pertenece a otro negociado. Para la memoria lo decisivo es enfrentarse a seres humanos que fueron objeto de una violencia injusta. El deber de memoria afecta a todas aquellas generaciones posteriores que construyen su presente olvidando el sufrimiento pasado. Fue lo que hizo el franquismo, reprimiendo la memoria de las víctimas vencidas; y es lo que a su manera hace la democracia al pensar que las bases morales legitimadoras de la misma no pasan por la memoria de la Guerra Civil. El franquismo, y lo que de él superviva políticamente, tiene que enfrentarse a las víctimas que produjo; pero también los republicanos. De sus filas y en su nombre también salieron verdugos que produjeron víctimas. De esa mirada crítica al pasado saldrá una reflexión necesaria sobre política y violencia.

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    P. ¿No habrá enraizado demasiado profundamente en nuestra vida sociopolítica el esquema amigo-enemigo, lo cual hace muy difícil dar pasos seguros hacia una genuina reconciliación? ¿Cómo acotarías, desde tu fondo filosófico, esta cuestión?

  3. En el diálogo, un tanto surrealista, que mantienen el judío de izquierdas Jacob Taubes y el filonazi Carl Schmitt, el primero hace ver a éste que su definición de la política como el enfrentamiento mortal entre el amigo y el enemigo, está tomada de una mala interpretación de la Carta a los Romanos. Allí, es verdad, se habla del judío como «enemigo» del cristiano, pero también se le considera el «bien amado de Dios». La política, inspirada en el cristianismo, como es la que propone Schmitt, no debería considerar al otro como enemigo. Desgraciadamente esa «incorrecta» interpretación ha alimentado la política real durante siglos y sigue vigente, por ejemplo, en los nacionalismos modernos, impensables sin el peso de la sangre y de la tierra. Hay que acabar con esa historia basada, como dice Jacob Taubes, en una interpretación dudosa de esta Carta Magna de la construcción de Occidente que es la Epístola a los Romanos. El cambio de una tradición tan inveterada tiene que ser moral, es decir, no se puede hacer sin convocar fuerzas críticas depositadas en la conciencia moral de la humanidad. Esa motivación moral consiste en entender el sufrimiento del otro como algo propio. Lo que supera a la idea schmittiana de política es una ética de la compasión o de la alteridad, como diría Lévinas.

    P. ¿Qué echas en falta, según lo que acabas de decir, en la actual vida política española?

  4. La democracia española tiene, a corto plazo, graves problemas económicos, y estamos empeñados en salir de ellos volviendo a las andadas. No parece que hayamos sido capaces de ver en esta grave crisis una señal de alarma sobre los límites del sistema capita-lista. No es un problema de buena o mala voluntad, sino de incapacidad hermenéutica. No tenemos, o hemos perdido, categorías para interpretar los problemas. Yo creo que eso se debe, en buena parte, a cómo entendemos el estar en el mundo. El hombre moderno se siente soberano y árbitro del mundo. Es lo que llamamos modernidad. Este ser humano, que somos todos nosotros, ha desarrollado un fino instinto sobre nuestra autonomía, ganada, no hay que olvidarlo, en un enfrentamiento feroz con la religión. Por eso, decimos que la laicidad es una emancipación de la religión, un liberarse de la religión. Es algo muy importante y a lo que no podemos renunciar. Pero al tiempo hemos olvidado que este mundo laico es también una secularización de valores judíos y cristianos. Pensemos, por ejemplo, en la Revolución Francesa, basada en los principios de igualdad, libertad y fraternidad. Los revolucionarios franceses no se inventaron estos principios: estaban en la sociedad y habían sido elaborados por tradiciones previas, fundamentalmente religiosas. Lo que ellos hicieron fue elevar esos principios morales a principios políticos. La laicidad ha perdido de vista esa relación, y cabe preguntarse si esa pérdida no tiene que ver con el eclipse de estos valores. Ése es el problema que tenemos por delante. Era Adorno el que decía que no sabía si las tradiciones tenían razón o no, pero que «cuando se perdía una dábamos un paso decidido hacia la inhumanidad».

    P. Algunos podrían pensar que cuando se presta tanta atención a las víctimas del pasado, entonces corremos el riesgo de olvidarnos de las víctimas del presente, por ejemplo, de las víctimas del terrorismo de ETA.

  5. Me he preocupado extensamente del significado de las víctimas en el contexto del Holocausto, pero no he excluido de mi reflexión crítica al terrorismo etarra. Además, es verdad que mi interés por el Holocausto no ha sido historicista, sino político y moral, es decir, me interesaba la constitución del presente a partir de la memoria. Auschwitz es, ante todo, un proyecto de olvido como ningún otro en la historia; y creo que ésa es su característica principal, pues genocidios ha habido muchos, pero el genocidio de los judíos fue concebido por los nazis como un proyecto de olvido. Nada debía quedar: los cuerpos

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    debían ser quemados, los huesos triturados y las cenizas aventadas. Se pensaba que así desaparecería de la memoria de la humanidad el recuerdo de los judíos y las aportaciones del judaísmo a la humanidad. Desde este punto de vista, Auschwitz es un laboratorio de cómo funciona el olvido y, paralelamente, de cómo debería funcionar la memoria. Ese laboratorio pone, pues, en evidencia lógicas letales en la construcción de la historia que funcionan en otros lugares y momentos. Auschwitz ayuda a detectar, por ejemplo, la presencia de víctimas invisibilizadas gracias a tópicos, prejuicios o filosofías de la historia que, pese a su prestigio teórico, han quedado desautorizadas en los campos de exterminio. De Auschwitz sale un deber de memoria que se substancia en el convencimiento de que «hacer hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad». De esa enseñanza se «benefician», si se me permite hablar así, todas las víctimas, las pasadas y las presentes. Si queremos superar las lógicas perversas del presente, hay que tomarse muy en serio a las víctimas de esas mismas lógicas en el pasado. Nada es más actual que la memoria.

    P. ¿Podrías explicitarnos algo más sobre cómo funcionaría el resorte anamnético en el caso de ETA?

  6. La memoria de las víctimas es la memoria de daños a seres inocentes, es decir, de injusticias. Esto vale también para ETA. Quienes sufren, o han sufrido, la muerte, la extorsión, las torturas o el miedo han sido objeto de unos daños que hay que especificar, porque son injusticias a las que hay que hacer justicia. Podríamos hablar de un triple daño: a) un daño material a sus personas y a la de los suyos. Esto exige reparación material de lo reparable y memoria de lo irreparable; b) un daño político. Pensamos que el criminal, cuando mata, lo hace en el supuesto de que el asesinado está de más en la sociedad por la que él lucha. No le necesita, le estorba, no vale nada. Le está negando su ser ciudadano, su derecho a la ciudadanía; c) un daño social. Esa muerte política afecta profundamente a la sociedad en la que se produce el terror, pues, por un lado, se la empobrece al privarse la sociedad tanto de la ciudadanía de la víctima (que se mata) como de la ciudadanía del asesino (que se autoexcluye al convertirse en delincuente); y, por otro, divide a la sociedad vasca entre quienes comulgan, aprueban, toleran o callan ante la causa del terrorista y quienes padecen la violencia de esa causa. Lo que se quiere decir es que el daño a las víctimas es algo más que un sufrimiento privado, pues afecta a toda la estructura social. Una respuesta política...

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