Igualdad por razón de sexo y Constitución Europea

AutorYolanda Valdeolivas García
CargoProfesora Titular de Derecho del Trabajo y Seguridad Social. Universidad de Madrid
Páginas193-216

INTRODUCCIÓN. SOBRE EL PRINCIPIO DE IGUALDAD, EN PARTICULAR POR RAZÓN DE SEXO

La igualdad es un elemento constitutivo del valor de justicia, que se encuentra en la base del principio de libertad y dignidad humana1. Es, pues, expresión de un derecho subjetivo inalienable que limita y delinea la actuación de los poderes públicos, siendo principio inspirador y fundamento de cualquier orden constitucional conformador de una arquitectura democrática y de derecho. Así lo reconocen las Constituciones de nuestro entorno y, desde luego, la española de 19782, que ya en su art. 1 proclama como valor superior del ordenamiento jurídico el de la igualdad. Dicha proclamación adquiere luego sentido a través no sólo de la garantía de prohibición de toda discriminación o trato diferenciado por motivos que no respondan a razones objetivas, justificadas y proporcionales, sino también por la obligación que impone a las instancias públicas de remover cuantos obstáculos se opongan al desarrollo de una igualdad plena y real de los individuos y de los grupos en que se integran (arts. 14 y 9.2 CE, respectivamente). Ello predica la consecución de una igualdad material, que excede de la de carácter formal, mediante la adopción de medidas susceptibles de eliminar las barreras que se oponen a aquella primera, exigiendo el reequilibrio de situaciones objetivamente desiguales; objetivo que se procura tanto por la obligación de tratar igual a los iguales, cuanto por la necesidad de diferenciar a quienes son desiguales por su propia naturaleza, en la medida en que, frecuentemente, resulta imprescindible diferenciar para no discriminar, para hacer efectivo el principio de igualdad como ideal de justicia social3.

A partir de las anteriores premisas, que apuntan claramente al ámbito que aquí interesa, esto es, la discriminación por razón de sexo o, dicho de otra forma, el elemento diferenciador que dificulta alcanzar la igualdad sustancial que se reclama entre hombres y mujeres4, conviene reiterar que dicha causa de discriminación es una de las más extendidas y universales, produciendo una situación de genuina marginación de la mujer en todos los ámbitos de la vida que impiden su acceso a las diversas esferas de actuación pública y privada. Ello permite identificar una visible separación por motivos sexuales entre ambos grupos sociales que, al margen la relevancia de ciertas diferencias entre uno y otro que han de ser consideradas en aras de la igualdad material, ahonda en otras muchas que carecen de una justificación tolerable en términos jurídicos. De ahí que resulte más que discutible la aplicación de un tratamiento igualitario ignorante de una realidad tozuda y crónica que diferencia entre ambos sexos y que actúa a modo de barrera infranqueable para alcanzar un verdadero equilibrio en la posición de hombres y mujeres a todos los niveles y en todos los ámbitos.

Siendo el discurso de la interdicción de la discriminación por razón de sexo válido e imprescindible en cualquier aspecto de la vida social donde se analice la real participación de la mujer respecto de la que representa el hombre, resulta especialmente significativo en el mercado de trabajo y en el terreno de las relaciones laborales, donde cobra dimensiones y perfiles propios que traspasan fronteras y sistemas jurídicos, convirtiéndose en un fenómeno de trascendencia universal, producto de una vieja atribución de roles sociales, de estereotipos masculinos y femeninos y de la consecuente y global posición de partida desventajosa y desconsiderada de la mujer que arranca de circunstancias histórico-culturales largamente asentadas en la sociedad frente a las que es necesario reforzar la acción legislativa, judicial y aun de los actores sociales. Porque la lucha por la igualdad sustancial de la mujer en las sociedades avanzadas pasa inexcusablemente por el reequilibrio de su posición en el mundo laboral. Así lo entendió ya nuestra CE, cuyo art. 35.1 reitera, en el específico marco de las relaciones laborales, la prohibición de discriminación por razón de sexo que ya es predicable, con carácter general, de su art. 14; con ello, se evidenciaba la singular proclividad que manifiestan las relaciones de trabajo a la perpetuación de diferencias injustificadas entre mujeres y hombres. Tal planteamiento se confirma, como se verá de inmediato, en el Tratado por el que se establece una Constitución Europea (en adelante, TCE), que traslada de manera explícita al mundo del trabajo la expresión de igualdad entre mujeres y hombres que contempla con carácter genérico en algunos otros preceptos.

Pero, garantizada la igualdad por razón de sexo también en el mundo del trabajo, dicha igualdad no puede quedarse en el frontispicio de la igualdad de trato entre mujeres y hombres o, si se quiere, en el reconocimiento y aplicación de derechos idénticos, sino que requiere traspasar ese umbral para asegurar la tutela de la igualdad de oportunidades, corrigiendo las situaciones discriminatorias. Y es aquí donde emerge la mayor dificultad del análisis y donde cobra especial importancia la igualdad en su faceta emancipatoria o correctora de desequilibrios estructurales que han encontrado en el género un argumento peyorativo de incidencia directa e indirecta. El problema de la discriminación no puede interpretarse sólo como una mera cuestión de igualdad, sino de protección de colectivos marginados, débiles o desfavorecidos, evitando el mantenimiento de diferencias o desigualdades histórica y socialmente consolidadas, obligando, en materia laboral, a poner fin a una situación de inferioridad manifiesta de la mujer en sus condiciones de empleo y trabajo. Cuanto antecede está íntimamente relacionado con el debate sobre el espacio que cabe a las acciones de promoción y fomento del trabajo de las mujeres, esto es, las medidas positivas o de discriminación inversa, como también se ha convenido en denominar5. De manera que no sólo no está vetado un tratamiento diferenciador que favorezca a las mujeres en el terreno de las relaciones sociales y, en particular, las laborales, sino que forma parte del principio mismo de igualdad y no discriminación por razón de sexo el acometimiento de actuaciones compensadoras de dicha desigualdad inicial y real e impulsoras de la igualdad de oportunidades de la mujer en el empleo6. Con todo, las acciones positivas tendentes a la equiparación, como medidas preferenciales temporales al servicio de la citada igualdad material o de oportunidades, que pasan por favorecer la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y su mantenimiento dentro de él, no siempre han contado con un apoyo unánime e incuestionado, habiendo sido objeto, en ocasiones, de posiciones abiertamente contrarias a su ejecución7. Pese a ello, cada vez resta menor margen para dudar acerca de que tales medidas resultan aptas y aun de inexcusable presencia para alcanzar el objetivo propuesto de aseguramiento de la igualdad de oportunidades, una vez salvados los oportunos juicios de razonabilidad y proporcionalidad de la medida de que se trate8, aun cuando la cuestión sigue radicando en su mayor o menor eficacia, toda vez que son incapaces de garantizar, de modo absoluto, una igualdad de resultados, entendidas ambas facetas de la igualdad en una relación de medios y fines9 y, desde luego, en su contenido.

En el marco de los anteriores debates doctrinales, en nuestro sistema son reconocibles plurales manifestaciones de medidas de acción positiva en favor de la mujer en materia laboral, que incluyen desde incentivos a la contratación de mujeres infrarrepresentadas en determinadas profesiones, hasta la prohibición de despedir a la mujer embarazada o durante el disfrute de períodos de suspensión o de permisos relacionados con el cuidado de hijos o la asunción de responsabilidades familiares, pasando por medidas de conciliación de la vida familiar y laboral y, fuera del ámbito estrictamente normativo, la implementación de planes de igualdad de oportunidades que, desde diversas instancias europeas, nacionales y regionales, dejan sentir sus efectos en heterogéneos planos con mayor o menor incidencia en el mundo del trabajo. Acciones positivas que, como a continuación se verá, encuentran serio respaldo en la normativa europea, tras alguna vicisitud y posición controvertida, luego matizada y clarificada, del Tribunal de Justicia europeo a la que se hará posterior referencia.

En lo que aquí interesa en relación con el ordenamiento europeo, parece claro que la integración de la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres en las políticas comunitarias se ha hecho sentir de forma paulatinamente creciente, siendo su último hito la redacción del TCE, que viene a reflejar una visión de la acción europea que, ya desde sus inicios, ha contado con múltiples expresiones progresivamente reforzadas en su alcance pero que, en lo que a aquel texto afecta, se manifiesta en una declaración de principios y valores que no tiene parangón en el anterior derecho comunitario. Principio que ha contado entre sus más claros reflejos no sólo con acciones normativas, sino también económicas, toda vez que el Fondo Social Europeo y los Fondos Estructurales Europeos han incluido la dimensión de la igualdad por razón de sexo entre sus actuaciones y objeto de financiación, sin olvidar tampoco los sucesivos planes plurianuales para la igualdad de oportunidades, de los que en este año 2005 finaliza la vigencia del que hace su quinto programa.

A continuación se procede a analizar el reflejo más puntual de estas políticas, a partir de su último hito normativo, el Tratado constitucional, para conectar después con las actuaciones comunitarias en esta materia, tanto a nivel legislativo, como en lo relativo a los programas de acción, analizadas por bloques temáticos.

LAS PREVISIONES EUROCONSTITUCIONALES SOBRE EL PRINCIPIO DE IGUALDAD ENTRE MUJERES Y HOMBRES

El principio de igualdad entre mujeres y hombres aparece expresamente consagrado en el TCE como uno de los valores de la Unión (art. I-2), tratándose, además, de un objetivo explícito de actuación y promoción en su seno (art. I-3.3.2º). De esta forma, la Constitución europea se alinea con las concepciones clásicas sobre esta materia, atribuyendo al citado principio, y a su concreta expresión por razón de género, la categoría de ideal de justicia y dignidad sobre el que deben pivotar cualesquiera actuaciones emprendidas en la Unión, aun cuando su explícita alusión en el TCE le atribuye una relevancia de la que hasta ahora se carecía en el derecho originario europeo. Ciertamente, resulta muy ilustrativo que, como se insistirá después, la igualdad entre ambos sexos se proclame desde tan temprano momento, y con el especial rango que le confiere su reconocimiento en la Parte I del texto constitucional, que tiene por objeto, precisamente, definir los objetivos y los derechos fundamentales de la Unión Europea, y que ello se haga de manera autónoma a la proclamación de la igualdad genéricamente considerada, también contemplada en el art. I-2. Lo anterior otorga a la prohibición de este criterio diferenciador una dimensión propia no sólo en lo que atañe a la declaración de principios, sino en lo que afecta al compromiso de realizar un especial esfuerzo en la interdicción de la discriminación por razón de sexo en todos los ámbitos de actuación europea. Por vez primera, la Unión Europea define sus objetivos, qué es y para qué existe la misma, reconociendo derechos de los ciudadanos que definen la identidad europea, entre los que la igualdad entre mujeres y hombres se coloca al máximo nivel. Con declaraciones como las que acaban de recordarse, el Tratado constitucional no se limita a identificar una organización supranacional exclusivamente atenta a la obtención de fines económicos, sino que, y ello es tanto o más relevante, define una comunidad de valores cuyo cumplimiento se transforma en condición inexcusable de los Estados que integran la misma, comprometiéndoles a su promoción en común (art. I-58 TCE), y cuyo incumplimiento grave y persistente amenaza la suspensión misma de determinados derechos derivados de la aplicación de la Constitución al Estado de que se trate, incluido el derecho a voto como miembro del Consejo que represente a dicho Estado, conforme a las condiciones que establece el art. I-59 TCE.

Con ello, cabe esperar que, al margen el valor simbólico y pedagógico que, a no dudar, representa la declaración del principio de igualdad entre mujeres y hombres a efectos de ciudadanía europea y de compromiso de los Estados, el mismo se convierta en ideal capaz de impregnar todas las políticas y actividades comunitarias, haciendo tomar conciencia y difundiendo los valores y buenas prácticas en los que se apoya la igualdad por razón de sexo, y coadyuvando a incrementar la cultura antidiscriminatoria por motivos de género, así como la aceptación de cuantos mecanismos se muestran útiles para la eliminación de las desigualdades que provoca. Que este objetivo forme parte de lo que se ha venido a denominar la agenda europea Œa un nivel de reconocimiento y compromiso para su consecución desconocido hasta el momento, sin perjuicio de estar ya consolidadas diversas líneas de acción y programas que persiguen la igualdad de oportunidades de mujeres y hombresŒ constituye un claro elemento de integración de la perspectiva de género que viene a dar sentido a una política europea que se aparta ahora radicalmente, como ya venía poniendo distancia desde poco antes, de estrategias parciales y compartimentadas incapaces de cubrir con carácter horizontal o transversal las diferentes líneas de intervención en esta materia: económica, de empleo y derechos sociales, de participación y representación, en el ámbito civil y, en fin, de estereotipos femeninos y masculinos que inciden sobre la posición de inferioridad que ocupan las mujeres también en el ámbito europeo y aun con diferencias más o menos notables entre Estados.

Valor y objetivo de igualdad, en particular, entre hombres y mujeres, que recogen expresamente los aludidos preceptos de la Parte I, pero que encuentra más tarde su explícito reflejo como derecho propiamente dicho y como bien jurídico protegido en parcelas concretas de regulación euroconstitucional, tanto en la Parte II del TCE, relativa a la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, como en su Parte III, que se refiere a las políticas y al funcionamiento de la Unión Europea. Y es que, a la sola luz de los preceptos anteriormente citados, no puede concluirse que exista un verdadero derecho a la igualdad entre mujeres y hombres y a la no discriminación por razón de sexo; si acaso, aquellas invocaciones tienen el significado de meras aspiraciones éticas o pretensiones ideales que ni identifican al sujeto obligado a permitir su satisfacción, ni definen su alcance y garantías de protección. En este sentido, la igualdad a que se hace referencia deja de ser mera regla moral y valor ideal para convertirse en verdadero derecho subjetivo positivo en las otras Partes del Tratado constitucional. Así, han de citarse, en lo que a los derechos fundamentales hace referencia, los arts. II-81, que prohíbe toda discriminación y, en particular, la ejercida por razón de sexo, y, sobre todo, II-83, rotulado precisamente «igualdad entre hombre y mujeres», en el que se prevé con carácter singularizado la garantía de la igualdad entre ambos sexos en todos los ámbitos, incluido el relativo al empleo, trabajo y retribución, que también serán objeto de posterior previsión en la Parte III del TCE. En efecto, tras señalar aquellos dos primeros preceptos que la Unión Europea se fundamenta, entre otros valores, en el de respeto a la igualdad, genéricamente reconocida y, por tanto, en sus muy diversas facetas, se sigue disponiendo que aquel es un valor común a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por la no discriminación Œde nuevo en su sentido más amplio, omnicomprensiva de la de naturaleza sexual que aquí más interesaŒ, para añadir poco después, como objetivo de la Unión, y ahora específicamente, el fomento de la igualdad entre hombres y mujeres. Desde esta consideración, no parece exagerado concluir, una vez más, que el principio de igualdad por razón de sexo adquiere una posición singular, independizándose en buena medida del genérico principio de igualdad y no discriminación, para cobrar aquella primera carta de naturaleza propia, elevándose a categoría autónoma con la que enlazan, después, otras declaraciones a lo largo del articulado del TCE a las que se hará más puntual referencia en lo que sigue.

Principio de igualdad por razón de sexo que, declarado como valor y objetivo, como pilar, pues, de convivencia y de identidad europea, no se limita a establecer un tratamiento igualitario entre hombres y mujeres o, si se quiere, una igualdad de derechos, sino que representa un reto superior que compromete el fomento y promoción de políticas y acciones que aseguren una igualdad real por razón de género, obligando a un efectivo equilibrio entre ambos sexos que conlleva la introducción de la noción de igualdad de oportunidades, a la que ya se ha hecho referencia. Por ello, cabe reproducir para el marco europeo los argumentos sobre la admisibilidad de la adopción de medidas que supongan ventajas concretas para el sexo menos representado, como dispone de manera expresa el citado art. II-83, y que afectan, como puede adivinarse, al sexo femenino. Lo anterior se traduce en la consideración de que ambos géneros disponen de particularidades sociales y económicas que no se conforman con un trato igualitario desde la perspectiva del derecho, sino que exigen políticas activas para la consecución de la igualdad real entre los sexos, consciente también el legislador europeo de que hay que traspasar la igualdad formal para alcanzar la de carácter material mediante políticas transversales que integren la igualdad por razón de sexo en todos los ámbitos. Como advierten los abundantes documentos europeos relativos a esta cuestión, el principio de igualdad entre hombres y mujeres debe tomarse en consideración de manera sistemática en el conjunto de políticas y acciones comunitarias, a partir de su forma activa y visible, utilizándose a estos fines el concepto de «transversalidad» como estrategia marco, interpretado en el sentido de atender de forma sistemática a las diferencias entre las condiciones, situaciones y necesidades de mujeres y hombres en el conjunto de las políticas y acciones europeas10.

Reto, por cierto, que, consolidado largamente su objetivo en la Europa de los quince y aun en su ampliación a veinticinco, no puede dejar de plantear algunas cautelas iniciales en el caso de otros Estados candidatos a su integración que parten de modelos sociopolíticos, culturales y jurídicos en los que tal valor puede no expresarse tan claramente en los términos señalados y en donde se puede estar requiriendo un mayor esfuerzo de adaptación.

Desde la perspectiva expuesta Œque hace de las políticas europeas sobre igualdad de género un valor en el que deben colaborar las instancias comunitarias y los Estados miembros, y desde su tratamiento con el anunciado carácter de transversalidadŒ el TCE, recogiendo cabalmente el acervo comunitario anterior, vuelve a reclamar e insistir sobre los derechos relativos a la igualdad entre mujeres y hombres con ocasión de la regulación concreta de los derechos fundamentales, en los que se integra ese principio de igualdad y no discriminación por razón de sexo, así como cuando aborda aspectos más concretos de la política social. Todo ello como consecuencia de considerar, con acierto indiscutible, el contexto de las condiciones de empleo y de trabajo como uno de los ámbitos más sensibles a la manifestación de desigualdades y donde, por tanto, las políticas antidiscriminatorias se hacen más imprescindibles. No es casual que el ya citado Informe de la Comisión sobre la igualdad entre mujeres y hombres, de febrero de 2004, certifique que, a pesar de una disminución visible, las divergencias entre mujeres y hombres, en términos de tipo de empleo, precariedad laboral y tasa de desempleo, así como, de forma especialmente marcada, las diferencias en materia de remuneración sigan siendo pronunciadas, abogando porque los Estados no cejen en sus esfuerzos por garantizar la igualdad de trato en el mercado laboral y la consecución del objetivo fijado en la Cumbre de Lisboa de alcanzar en 2010 un porcentaje de empleo de las mujeres del 60 por 100.

En el contexto descrito, no será, pues, achacable a la Constitución Europea la falta de estímulos para la consecución de este objetivo, toda vez que, ya se dijo, no se conforma con su mera inclusión dentro del conjunto de valores que la inspiran y que consagra, sino que avanza en la garantía de actuaciones de discriminación positiva que permitan hacer efectiva la igualdad plena entre los dos sexos, debiendo buscarse la mayor responsabilidad en el derecho derivado y, desde luego, en los derechos internos de los países miembros. Máxime si se advierte que el propio TCE, ahora en su arts. III-116 y III-118, compromete a las políticas y al funcionamiento de la Unión para tratar de eliminar las desigualdades entre mujer y hombre y promover su igualdad, de suerte que luego su art. III-124 anuncia una ley o una ley marco europea del Consejo, adoptada por unanimidad, previa aprobación del Parlamento Europeo, para establecer las medidas necesarias para luchar contra toda discriminación, entre otras causas, por razón de sexo, estableciendo los principios básicos de las medidas de fomento de la Unión y definiendo dichas medidas para apoyar las acciones emprendidas por los Estados. Ello no obstante, ha de señalarse que también se refiere expresamente en este último precepto, ahora en sentido restrictivo, y como ya adelanta el art. I-12.5 en relación con el art. I-14.2.b) TCE, que se excluye toda armonización de las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros en la consecución de dicho objetivo, lo que supone renunciar a un ámbito de garantía de mínimos especialmente exigible. En este sentido, sólo los principios que reglan el funcionamiento de la Unión Europea y el respeto a las legislaciones internas en todo lo que no se atribuye como competencia exclusiva de las instancias comunitarias explica el no haber sido más incisivo en la materialización del que se enuncia como un elemental valor europeo11.

Sin perjuicio de lo anterior, las declaraciones mencionadas no dejan de constituir un serio recorte apriorístico a la actuación europea en un terreno que, como el de la igualdad por razón de género, muestra, siguiendo los criterios definidores europeos, una clara reticencia a enmarcarse en una dimensión nacional, regional o local, traspasando fronteras estatales y afectando, en un mercado único, a todo el espacio europeo. Se trata de una cuestión social derivada de las inercias de género que debiera formar parte, también a nivel de armonización, de las políticas y acción normativa de la Unión, máxime cuando las desigualdades se han multiplicado12 y la homogeneidad se ve crecientemente reclamada una vez contrastada la diversificación normativa en la condición laboral de las mujeres en los distintos Estados.

Pero no acaban en las anteriores las disposiciones constitucionales relativas a la igualdad por razón de sexo, de modo que, en el concreto ámbito de la política social, aparecen plasmadas otras regulaciones que, directa e indirectamente, reproducen dicho objetivo de la Unión Europea. Así, desde la polivalente declaración del art. III-209 que, tras obligar a que se tengan en cuenta los derechos sociales fundamentales enunciados en la Carta Social Europea y en la Carta comunitaria de los derechos sociales fundamentales de los trabajadores, entre los que aparece referido el contenido que ocupa, alude genéricamente a la lucha contra las exclusiones, de las que la de naturaleza sexual bien podría ser una especie, reiterada en el art. III-210.1.h), hasta el más específico art. III-210.1.i), que proclama la igualdad entre mujeres y hombres por lo que respecta a las oportunidades en el mercado laboral y al trato en el trabajo, se evidencia la preocupación de las instancias europeas por la consecución de este principio de igualdad de género, cuya plena efectividad se halla particularmente cuestionada por la realidad de las actuales relaciones de trabajo. Por ello, vuelve a encomendarse a una ley marco europea el establecimiento de las normas mínimas que habrán de aplicarse progresivamente, respetando las condiciones y normas de los derechos internos, además de permitirse que cada Estado miembro confíe a los interlocutores sociales, a petición conjunta de los mismos, la aplicación de dicha ley marco, así como de los reglamentos y decisiones europeas, conforme a las reglas contempladas en los arts. III-211 y III-212. Al tiempo que se reitera en el texto constitucional la tradicional declaración comunitaria relativa al principio de igualdad retributiva entre trabajadoras y trabajadores por el mismo trabajo o un trabajo de igual valor (art. III-214), reproduciendo el art. 141 del Texto Consolidado del Tratado CEE13, con la sola diferencia de encomendar a la ley o ley marco europea Œhasta ahora la competencia se atribuía al Consejo, previa consulta al Consejo Económico y SocialŒ el establecimiento de las medidas garantes tanto de la no discriminación salarial, como de cualquier asunto de empleo y ocupación, reiterando la también mencionada posibilidad de que los Estados miembros mantengan o adopten actuaciones que ofrezcan ventajas concretas al sexo menos representado en la vida profesional.

Anticipado lo anterior, y afirmada la relevancia teórica e institucional de las declaraciones genéricas y específicas del TCE en relación con la igualdad entre hombres y mujeres, no puede ignorarse que, en este punto, no se aprecia diferencia esencial reseñable entre la regulación contenida en dicho texto y la tradición normativa europea, de suerte que el principio a que se alude, si bien con un alcance significativamente más reducido y limitado inicialmente, está presente desde los orígenes mismos del ordenamiento comunitario y es objeto de referencia explícita en sus fuentes de derecho originario desde la primera norma constitutiva de la Comunidad Económica Europea. En efecto, la presencia del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres aparecía ya en el art. 119 del Tratado de Roma, aun cuando quedaba formalmente reducido a la igualdad retributiva, prohibiendo la discriminación en este ámbito entre trabajadores masculinos y femeninos; mandato que pasaría más tarde al ya citado art. 141 del Texto Consolidado del Tratado CEE, aunque ampliado, en este caso, a cualquier aspecto relacionado con el empleo y la ocupación, lo que extiende, en cuanto a la materia laboral se refiere, al salario, al acceso al empleo, a las condiciones de trabajo, con especial proyección en este terreno sobre los aspectos relacionados con la conciliación de la vida familiar y laboral, que evidencian un claro componente sexual14, y, en fin, a la seguridad social. Pero si el Tratado de Roma se conformaba con esa declaración de no discriminación en materia salarial, el citado Texto Consolidado del Tratado CEE, fruto con seguridad de la anterior firma de la Carta Social Europea y, sobre todo, de la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores15, extiende el expreso reconocimiento de la igualdad por razón de sexo a una declaración genérica que incluye todas las cuestiones relacionadas con el mercado laboral y el trato en el trabajo, encomendando a las directivas la adopción de las disposiciones mínimas que aseguren dicho principio (art. 137); directivas efectivamente aprobadas y aplicadas con tal objetivo con anterioridad a la fecha de adopción de dicho texto16, y a las que se aludirá después de forma más concreta.

Conforme a lo anterior, quedaba vetada, aun antes de redactarse el texto constitucional europeo, toda discriminación en el trabajo por razón de género, e igualmente quedaba comprometida la acción positiva de favorecimiento de la ocupación y condiciones de trabajo de la mujer, en términos, contenido y alcance idénticos a los que aquel primero contempla, estando desarrollada además por un cuerpo normativo que cabe calificar de adecuado y suficiente, sin perjuicio de las eventuales quiebras que la transposición a los ordenamientos internos o las prácticas nacionales pudieran producir y sobre todo el citado principio de subsidiariedad que impide actuaciones más incisivas a nivel europeo17. Lo que obliga a vetar cualquier discriminación sexual, de carácter directo o indirecto, entendiendo por la primera aquel criterio diferenciador por razón de sexo que produce un resultado discriminatorio entre hombres y mujeres y por la segunda todo criterio de diferenciación que, aparentemente neutro y alejado de factores sexuales, produce ese mismo resultado de desfavorecimiento de las personas pertenecientes a uno de los dos sexos18. Y es que el principio de igualdad de trato no puede ignorar la realidad fáctica de las mujeres, que parte de su desfavorable posición en las relaciones sociales y, en particular, en las relaciones de trabajo, recomendando, para la efectiva eliminación de las trabas que impiden la igualdad real y plena, el desarrollo de medidas de discriminación positiva que compensen sus desventajas de partida en el acceso al mercado de trabajo y en el ejercicio de actividades profesionales, como ahora reitera el señalado art. II-83 TCE.

No obstante, si de buscar diferencias se tratara en la situación normativa anterior y posterior al TCE, no cabe duda de que la igualdad entre hombres y mujeres, incluida la que importa a la materia laboral, ha venido a encontrar ahora un explícito refuerzo en línea de principios esenciales de la Unión Europea, al encontrarse expresamente declarada dicha igualdad, a nivel constitucional, como un valor intrínseco y un objetivo de actuación y promoción desde todas sus instancias. En este sentido, su carácter jurídicamente vinculante para todos los Estados miembros, así como la apertura de la posible impugnación ante el Tribunal de Justicia europeo de las vulneraciones que se produzcan a aquel derecho dentro de los Estados, y no corregidas por los tribunales nacionales, aun por obra de las políticas y acciones normativas europeas, constituye un incuestionable avance normativo y un espaldarazo cierto a la construcción de una Europa igualitaria y social.

Desde este planteamiento, en suma, hay que resaltar que el TCE incorpora los más elementales y decisivos instrumentos para el avance de la igualdad entre mujeres y hombres que, tras su definición como objetivo de la Unión, es igualmente un valor de la ciudadanía europea al que se atribuyen garantías para su eficaz defensa, afianzando los progresos y avances logrados en los últimos años y comprometiendo a las instituciones europeas y a cada uno de los Estados miembros a trabajar en pos de la igualdad de género. Lo anterior no evita afirmar que la consecución real de la igualdad y la lucha contra las desigualdades que el género determina resultan difícilmente alcanzables desde la sola declaración del texto constitucional, como sucede, en relación con nuestro ordenamiento interno, con las propias previsiones de la CE al respecto, requeridas del necesario complemento del legislador ordinario que haga efectivos los derechos proclamados a nivel constitucional y emprenda las acciones necesarias para su promoción. De ahí que, volviendo al ámbito europeo, resulte imprescindible, para la real aplicación de este valor social que encarna el principio de igualdad entre mujeres y hombres, contar con la inexcusable colaboración del derecho derivado que imponga obligaciones a los Estados en la lucha contra las desigualdades y en la previsión de fórmulas de discriminación positiva como instrumento apto para alcanzar una verdadera igualdad de oportunidades entre ambos sexos. Es deseable que la nueva Constitución europea promueva actuaciones tanto o más incisivas que las emprendidas hasta ahora, pero, entre tanto, ya se cuenta con un relevante acervo comunitario que, adecuadamente trasladado a nuestro derecho interno, ha determinado unos parámetros normativos de igualdad por razón de sexo que, en el ámbito de las relaciones de trabajo, y al margen la realidad social reconocible, cuenta con previsiones que pasan holgadamente el más estricto juicio crítico, tanto en lo relativo al derecho sustantivo Œdeclaración de la igualdad por razón de sexo, prohibición de discriminación por esta causa en sus diversas proyecciones o previsión de acciones positivas y trato preferencial para las mujeresŒ como en lo que afecta al derecho procesal Œinversión de la carga de la prueba, sanción de los incumplimientos o efectos de la resolución judicial que declara la existencia de discriminación, entre otrosŒ.

LA AFECTACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN EUROPEA AL ORDENAMIENTO ESPAÑOL EN MATERIA DE IGUALDAD POR RAZÓN DE SEXO

A la vista de cuanto antecede, y en atención a la incidencia que los preceptos del TCE relativos al principio de igualdad por razón de sexo pudieran desplegar sobre nuestras previsiones constitucionales, incluso sobre el eventual desarrollo legal al respecto, cabe anticipar que, en el estricto plano normativo y, desde luego, igualmente en el de principios y valores, ninguna especial consecuencia se deriva para el legislador interno de la aprobación y futura vigencia de aquel texto, más allá de la que representa en nuestro ámbito el indiscutible refuerzo declarativo del principio en cuestión. Por lo demás, parece poco discutible que nuestro sistema ya contiene las necesarias previsiones e instrumentos de garantía y tutela de la igualdad de género y de interdicción de los comportamientos discriminatorios por razón de sexo, al tiempo que, como se dijo, también nos son propias, aunque pudieran estimarse insuficientes, las acciones positivas dirigidas a modificar una realidad social desigual que impide una verdadera igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en relación con el empleo; del mismo modo que, también en nuestro caso, las políticas de igualdad por razón de género se abordan con carácter transversal y abarcan todos los ámbitos19. A modo de ejemplo, y por lo que afecta a la CE, su art. 14 ya proclama Œcon el valor de derecho fundamental y libertad pública, pórtico de todos los que le sucedenŒ el principio de igualdad, concretamente por razón de sexo, confirmado en el plano de las relaciones de trabajo, también a nivel constitucional, por el art. 35.1; si a ellos se suma el genérico y ya aludido art. 9.2 CE, se comprenderá que, también al máximo rango jurídico interno, queda garantizada la posibilidad de emprender acciones positivas en favor de las mujeres destinadas a prevenir o compensar las desventajas que padecen en relación con el empleo. Ya se ha dicho con anterioridad que esta declaración constitucional, que en nada se aleja ni reduce las previsiones del TCE, viene acompañada de una legislación de desarrollo que incorpora las más avanzadas técnicas antisdiscriminatorias, ya se trate de reaccionar frente a discriminaciones de carácter directo o indirecto, e incluidas, en la interdicción de la desigualdad no justificada, las medidas de discriminación inversa y de acción positiva, dándose con ello fiel cumplimiento, además, a las Directivas europeas ya citadas que contemplaban expresamente tales conceptos20. Partiendo de estas consideraciones, parece fácilmente presumible que no ha de derivarse ninguna particular incidencia en nuestro ordenamiento interno como consecuencia de la aprobación del Tratado constitucional en lo que afecta al principio de igualdad por razón de sexo en el ámbito jurídico-laboral, en la medida en que, en este último, nuestro ordenamiento resulta perfectamente homologable a los más avanzados en el plano jurídico en materia de igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres, sin perjuicio de la función pedagógica y de reforzamiento de valores y principios a que se aludió.

No obstante lo anterior, aunque en el plano normativo queda poco margen para la duda de que nuestro sistema supera el más estricto juicio, tampoco hay que ignorar que la amenaza al principio de igualdad y no discriminación por razón de sexo está claramente presente y encuentra en el empleo y en los empleadores su principal riesgo. Por ello, no resultan suficientes las declaraciones retóricas y se muestran como imprescindibles, de una parte, los controles y la sanción de las infracciones a las normas que incorporan mandatos de igualdad y prohíben la discriminación y, de otra, las medidas de acción positiva y promoción que favorezcan, desde las políticas públicas, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y la contratación de mujeres por parte de los empresarios. Por poner un ejemplo, no basta con prohibir formalmente que la maternidad o la preferente asunción por parte de las mujeres de las cargas familiares sea un elemento de diferenciación en el acceso al empleo o en su mantenimiento en el mismo, permitiendo la conciliación de la vida familiar y laboral, sino que es necesario promover incentivos para que el nacimiento de hijos no se convierta en una causa que desanime al empleador a contratar mujeres21, y promoviendo, igualmente, que los hombres compartan las responsabilidades familiares. Por el contrario, más dudosa sería, en línea de principios, la posibilidad de imponer por ley a las empresas una cuota porcentual mínima de mujeres en sus plantillas que, además de contrariar, muy probablemente, el art. 38 CE y la libertad de contratación que del mismo se deriva, obligaría al empleador a adoptar medidas de acción positiva que sólo incumben a los poderes públicos, siendo exigible de aquel únicamente el trato igualitario y la eliminación de comportamientos discriminatorios por razón de sexo. En este sentido, lo más adecuado parece ser estimular la adopción voluntaria por las empresas de medidas de acción positiva que revistan la forma de incentivos económicos a la contratación u otras ventajas derivadas de la misma, tales como preferencias para contratar con la Administración o para acceder a subvenciones públicas cuando se acrediten buenas prácticas en materia de igualdad entre hombres y mujeres o planes de acción positiva en este terreno.

De igual modo, y por lo que respecta a las condiciones de trabajo de las mujeres, tampoco se han ensayado con rigor las acciones positivas, siendo el mecanismo de sanción de los actos contrarios al principio de igualdad y no discriminación por razón de sexo el instrumento preferido por el legislador, sin perjuicio de existir importantes parcelas de medidas de fomento de la igualdad de oportunidades que sirven al objetivo de superar la tradicional desventaja de la mujer en la relación laboral que no cabe corregir con la sola paridad de trato. De suerte que cuantas disposiciones se han venido aprobando en relación con el tiempo de trabajo o la suspensión y extinción de la relación laboral, al hilo de las actuaciones dirigidas a facilitar la conciliación de la vida laboral y familiar, en la medida en que las responsabilidades familiares cargan mayoritariamente a las mujeres, se han mostrado como expresiones favorecedoras de la actividad profesional de las mujeres, promoviendo el no abandono y la permanencia de este colectivo en el mercado de trabajo, aun cuando pueden determinar para los empresarios, ahora en sentido inverso, la percepción de que el trabajo de la mujer resulta más oneroso y menos flexible para la empresa. Por ello, la eficacia de este tipo de medidas pasa inexcusablemente por alcanzar otro reparto de roles sociales, así como la modificación de los estereotipos masculinos y femeninos en relación con estas actividades, fomentando que los hombres asuman obligaciones tradicionalmente encomendadas y asumidas por las mujeres como elemento capaz de evitar el referido efecto boomerang contra el colectivo menor representado al que se intenta favorecer.

Algo similar ocurre, en fin, en lo que se refiere a los derechos económicos y profesionales de las mujeres si contrastados con los de los hombres. Tampoco aquí se han practicado medidas positivas que vayan más allá de la prohibición de discriminación y de la declaración del principio de igualdad que impide pagar menos por un mismo puesto o un puesto de igual valor, o establecer crite-rios de promoción profesional que diferencien por razón del sexo el ascenso a puestos más cualificados y de mayor responsabilidad, aunque es evidente que en ambos casos estamos en presencia de áreas abonadas al tratamiento injustificadamente desigual. En este sentido, tampoco serían desdeñables aquí medidas positivas que otorgaran a las empresas incentivos por la demostración de buenas prácticas en el marco de referencia, haciendo, una vez más, de la igualdad sustancial entre ambos géneros un elemento de incentivo económico o fiscal para los empleadores susceptible de remover, bajo la condición de libertad y voluntariedad en todo lo que exceda de la estricta prohibición de discriminación, los obstáculos que la realidad de la empresa representa para el tratamiento paritario de las mujeres.

En síntesis, la idea se circunscribe a la apreciación de que la acción positiva, a diferencia del mandato antidiscriminatorio que ha de ser imperativo para todos, sólo puede tener carácter voluntario en el sector privado, de suerte que ha de articularse a través de sistemas de incentivos económicos, fiscales y sociales para los empleadores que libremente implanten aquellas medidas. Se trata, pues, de un refuerzo de la prohibición de discriminar, cuyas carencias, y la recurrente realidad social de segregación por sexo que muestra, requieren de elementos que contribuyan a la superación de la desigualdad. Para ello, hay que trascender el concepto clásico de igualdad que se limita a reconocer el derecho de los individuos a no ser discriminados por sus circunstancias personales, utilizando medios adicionales para quienes, por su pertenencia a un grupo social marginado o perjudicado Œlas mujeresŒ, se hallan desfavorecidos, permitiendo restaurar la igualdad de oportunidades de cada una de tales mujeres, aun a costa de sacrificar expectativas del hombre que, por una realidad sexista fácilmente visualizable, se hubieran visto satisfechas, recolocando a este último en la situación que habría debido ocupar de no pertenecer a un grupo social favorecido. Si a lo anterior se suma que, como se señaló, la medida positiva sólo resulta posible si supera el juicio de razonabilidad y proporcionalidad que está implícito en los arts. 9.2 y 14 CE Œha de ser adecuada y eficaz para evitar la desigualdad material, al tiempo que debe producir un resultado paliativo de la discriminación socialŒ, la legitimidad y adecuación de la misma queda asegurada, mostrando su necesidad como actuación temporal en tanto subsista la situación de desigualdad que la justifica.

Por lo demás, ocioso es señalarlo, no se olvide que en torno a este planteamiento, y en relación con nuestro escaso desarrollo normativo al respecto, cuenta de modo relevante no sólo el hecho de que la acción positiva está poco practicada y es compleja en su funcionamiento, sino, sobre todo, que es mal comprendida y, con frecuencia, injustamente considerada como un privilegio intolerable; situación a la que no ha sido ajena la negativa influencia que en su día determinó la ya citada sentencia del TJCE sobre el asunto Kalanke, en el que el candidato masculino recurrente fue desplazado en la promoción a un puesto en un Ayuntamiento alemán en favor de la candidata que, en igualdad de méritos, accedió al mismo por la vía de la menor representación femenina en el sector en que se encuadraba la plaza, negando el tribunal semejante solución, que estimó de preferencia absoluta y automática de las mujeres, considerando que tal medida excedía del fomento de la igualdad sustituyéndola por un resultado que sólo debía lograrse a través de la aplicación del trato paritario22. Aunque a esa sentencia han seguido otras del mismo Tribunal que han proporcionado mayor claridad sobre la cuestión que se debate (los también citados asuntos Marshall, Abrahamsson y Badeck), y que confirman la legalidad de las medidas estatales de acción positiva siempre que no se conviertan en preferencias automáticas o discriminaciones injustificadas de la mujer y se valoren objetivamente las candidaturas teniendo en cuenta las situaciones personales de la totalidad de candidatos, ya había prendido a nivel general un cierto recelo y se habían manifestado cautelas hacia este tipo de previsiones. Resultado que debe superarse por la vía de interpretar, en línea con lo que promueve ahora la Unión en el propio Tratado constitucional, un nuevo paradigma de la igualdad por razón de sexo, que admite, y aun recomienda, tratamientos desiguales entre hombres y mujeres como resultado de la consideración de que es el sexo el factor constitutivo y origen de la situación de desigualdad entre ambos grupos, situándose, entonces, a las mujeres en la posición que les hubiera correspondido naturalmente de no existir discriminación.

En suma, ya estaban Œy se mantienenŒ los cimientos de la legislación europea para emprender actuaciones estatales garantizadoras y promotoras de la igualdad material por razón de género en sus múltiples proyecciones. No es esperable, pues, salvo por el aludido valor simbólico que ahora tiene su reconocimiento en el Tratado constitucional, que se vayan a dar pasos sustancialmente diversos de los que hasta aquí se han sucedido, ni, desde luego, la vinculación a dicho texto por los Estados miembros ha de determinar obligaciones jurídicas añadidas en este ámbito para nuestro ordenamiento, perfectamente ajustado al acervo comunitario y, en ocasiones, superador de sus contenidos antidiscriminatorios. Para confirmarlo, baste a continuación un breve recorrido por las medidas legislativas aprobadas a nivel europeo y su correspondiente concreción en nuestro derecho interno.

LAS ACTUACIONES NORMATIVAS EUROPEAS EN MATERIA DE IGUALDAD ENTRE MUJERES Y HOMBRES

Como quedó dicho, son abundantes las intervenciones que en el seno de la actuación legislativa de los órganos europeos se han emprendido para reconocer la igualdad por razón de sexo y sancionar las discriminaciones que, en el ámbito del empleo y de las condiciones de trabajo, se evidencian entre mujeres y hombres. Con origen en los Tratados constitutivos de derecho originario, ahora respaldado por el Tratado constitucional en los diversos preceptos ya reseñados, existen directivas que abarcan los distintos terrenos en que se desenvuelve el principio de igualdad por razón de sexo en el empleo y las condiciones de trabajo, convenientemente transpuestas a nuestro derecho interno o previamente asumidas por nuestro ordenamiento laboral, como pone de manifiesto la siguiente exposición que atiende a criterios de orden cronológico en la aprobación de las normas europeas.

En materia de retribuciones, una de las principales manifestaciones de la desigualdad de trato entre hombres y mujeres justificativa de su pronta ordenación europea, la Dir. 75/117/CEE, del Consejo, de 10 de febrero, relativa a la aproximación de las legislaciones de los Estados miembros que se refieren a la aplicación del principio de igualdad de retribución entre los trabajadores y las trabajadoras, reforzada con la posterior aprobación de la Dir. 97/80/CEE, del Consejo, de 15 de diciembre, relativa a la carga de la prueba en los casos de discriminación por razón de sexo, modificada por la Dir. 98/52/CE del Consejo, de 13 de junio, vino a prohibir cualquier discriminación por razón de sexo, extendiendo el principio de igualdad no sólo a trabajos iguales, sino también a trabajos de igual valor, como reconoce expresamente nuestro art. 28 ET, facilitándose, además, la prueba en el proceso cuando se muestran indicios de discriminación23. En el marco jurídico sucintamente descrito, la empresa debe pagar idéntico salario a hombres y mujeres cuando tengan el mismo trabajo o realicen un trabajo de igual valor. Como establece el art. III-214 TCE, se entiende por retribución el salario o sueldo normal de base o mínimo, y cualesquiera otras gratificaciones satisfechas, directa o indirectamente, en dinero o en especie, por el empresario al trabajador en razón de la actividad laboral, significando que la retribución establecida para un mismo trabajo remunerado por unidad de obra realizada se fija sobre la base de una misma unidad de medida y que la retribución establecida para un trabajo remunerado por unidad de tiempo es igual para un mismo puesto de trabajo24. Con ello, quedan vetadas tanto las discriminaciones retributivas directas como indirectas, dado que la clasificación profesional que determina las retribuciones ha de basarse en criterios comunes a los trabajadores y trabajadoras y establecerse de forma que excluya las discriminaciones por razones de sexo, como confirma nuestro art. 24.2 ET, en una nueva concreción del principio de igualdad de sexo en las condiciones de trabajo. Asimismo, los Estados miembros se comprometen a suprimir las discriminaciones sexuales retributivas existentes en las disposiciones legales, reglamentarias, convencionales y contractuales, así como a garantizar la protección contra el despido de un trabajador que reclame una discriminación en su retribución.

La única novedad que el TCE añade en este contexto, como en todos lo que se señalan a continuación en los que pueden darse por reproducidas las siguientes consideraciones, es la aludida aprobación de una ley o ley marco europea para el establecimiento de las medidas que garanticen la aplicación del principio de igualdad de oportunidades y de trato por razón de sexo en materia de empleo y ocupación, incluido el principio de igualdad de retribución por un mismo trabajo o un trabajo de igual valor, insistiendo en reconocer la posibilidad de que los Estados miembros mantengan o adopten medidas que ofrezcan ventajas concretas destinadas a facilitar al sexo menos representado el ejercicio de una actividad profesional o a prevenir o compensar desventajas en sus carreras profesionales. Medidas positivas que, en lo relativo a la retribución, no han sido objeto de articulación en nuestro derecho interno, ni sobre las que resulta fácil encontrar criterios fiables en el derecho europeo.

Por su parte, en lo que afecta al acceso al empleo y a las condiciones de trabajo, la Dir. 76/207/CEE, del Consejo, de 9 de febrero, relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en cuanto al acceso al empleo, a la formación y a la promoción profesional y a las condiciones de trabajo, modificada por la Dir. 2002/73/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de septiembre, viene a prohibir cualquier discriminación por razón de sexo, directa o indirecta, en el acceso al empleo y en las condiciones de trabajo, salvo en supuestos excluidos por los Estados miembros para actividades profesionales en las cuales el sexo constituya una condición determinante debido a la naturaleza de las mismas o a las condiciones de su ejercicio, tales como la protección de la maternidad y protección de la mujer para corregir desigualdades de hecho. Acción positiva, pues, admitida por la norma europea en el mismo sentido que hoy contempla el art. III-214 TCE, en el que esa directiva vendría a enmarcarse, que involucra las ofertas de empleo, los criterios de selección, la promoción profesional en todos los niveles jerárquicos, la formación, así como cualquier condición laboral y toda modalidad de terminación del contrato de trabajo, comprometiendo a los Estados miembros en la tarea de suprimir toda discriminación sexual existente en las disposiciones legales, reglamentarias, convencionales y contractuales, así como en la de garantizar la protección contra el despido de un trabajador que invoque discriminación. Normativa ésta reforzada en el plano procesal, en idéntico sentido al enunciado con ocasión de la igualdad retributiva, mediante las Dirs. 97/80 y 98/52. Por lo demás, la modificación introducida en 2002 incorpora un marco general para la igualdad de trato en el empleo, definiendo por vez primera el acoso sexual25, constitutivo de una forma de discriminación por motivo de género, e insistiendo en el derecho de la mujer que disfruta de un permiso de maternidad a reintegrarse a su puesto finalizado el mismo, beneficiándose de cualquier mejora que hubiera podido corresponderle durante su ausencia. No cabe duda de que estos contenidos están asumidos por la legislación laboral española, tanto a nivel genérico [arts. 14 y 35.1 CE y 4.2.c) y 17 ET], como más particular (arts. 22.4, 24, 53.4 y 55.5 ET, por ejemplificar).

En relación con la Seguridad Social, se han aprobado las Dirs. 79/7/CEE, del Consejo, de 24 de julio, relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en materia de Seguridad Social, 86/378/CE, del Consejo, de 24 de julio, relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en los regímenes profesionales de Seguridad Social, modificada por la Dir. 96/97/CE, del Consejo, de 20 de diciembre y 86/613/CEE, del Consejo, de 11 de diciembre, relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres que ejerzan una actividad autónoma, incluidas las actividades agrícolas, así como sobre la protección de la maternidad. En todas ellas, la finalidad perseguida es la implantación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en los regímenes legales y profesionales de Seguridad Social y, en particular, en lo relativo a las actividades autónomas, así como la protección social de la maternidad. Primero, con apoyo en el art. 119 del Tratado de Roma, que pasaría a ser luego el art. 141 del Texto Consolidado del Tratado, y ahora con base en los arts III-209, III-210.1.c) y III.231.d) TCE, aquellas normas vienen a proyectar sobre la protección social de los trabajadores europeos el reiterado principio de igualdad por razón de sexo. Así, con el aludido carácter de transversalidad que caracteriza dicho principio, implícitamente conectado, pues, con los preceptos relativos a la materia de seguridad social, tales instrumentos normativos consagran el mandato de igualdad de trato entre mujeres y hombres y la ausencia de toda discriminación, directa o indirecta26, basada en el género, estado matrimonial o familiar, especialmente en lo que afecta al ámbito de aplicación de los regímenes protectores, a la obligación contributiva y su contenido y, en fin, al cálculo de las prestaciones y las condiciones de duración y mantenimiento del derecho a la protección, sin perjuicio de las especialidades relativas a la protección de la mujer en razón de su maternidad. Tal mandato se reconoce frente a los riesgos de enfermedad, invalidez, vejez, accidente laboral, enfermedad profesional y desempleo, permitiendo a los Estados miembros, no obstante, excluir su aplicación a la fijación de la edad de jubilación, las ventajas concedidas a las personas que han educado hijos, la concesión de derechos a prestaciones de vejez o invalidez como derechos derivados de la esposa, la concesión de aumentos de las prestaciones de larga duración de invalidez, vejez, accidente o enfermedad por la esposa a cargo, así como las consecuencias resultantes del ejercicio de un derecho previo a la directiva de no adquirir derechos ni contraer obligaciones en el marco de un régimen legal. Este principio es aplicable también a los regímenes de actividades autónomas y actividades profesionales que tienen por objeto ofrecer a los trabajadores asalariados o independientes prestaciones destinadas a completar las ofrecidas por los regímenes legales de Seguridad Social o a sustituirlas, sea facultativa u obligatoria la afiliación a dichos regímenes, ofreciéndose una lista de conductas discriminatorias en la materia, entre las que destaca, a diferencia de la Directiva 79/7, el establecimiento de edades distintas de jubilación entre hombres y mujeres. Normativa toda la expuesta que se haya plenamente incorporada a nuestro ordenamiento de la Seguridad Social, no exigiendo del Estado español medidas distintas a las ahora vigentes.

Finalmente, en lo relativo a la conciliación de las responsabilidades familiares y profesionales que, como se dijo, constituye un ámbito de especial incidencia del principio de igualdad por repercutir negativamente en el empleo de la mujer como consecuencia de su mayoritaria asunción por ésta de las cargas del cuidado de los hijos y de la familia, se aprobó la Dir. 96/34/CEE, del Consejo, de 3 de junio, relativa al Acuerdo Marco sobre el permiso parental celebrado por la UNICE, el CEEP y la CES, modificada por la Dir. 97/75/CE, del Consejo, de 15 de diciembre, que tiene por finalidad expresa promover la igualdad de oportunidades y de trato entre hombres y mujeres, y que se completa con la Res. del Consejo y de los ministros de trabajo y asuntos sociales, reunidos en el seno del Consejo, de 29 de junio de 2000, relativa a la participación equilibrada de hombres y mujeres en la actividad profesional y en la vida familiar, que proclama la necesidad de compensar la desventaja de las mujeres por lo que se refiere a las condiciones de acceso y participación en el mercado de trabajo y la desventaja de los hombres en las condiciones de participación en la vida familiar. Sobre estas mismas premisas actúa la Rec. 92/241/CEE, del Consejo, de 31 de marzo. Normativa que ahora encuentra su respaldo en los antes citados preceptos del Tratado constitucional, aun sin exigir, tampoco aquí, de nuestro ordenamiento interno medidas adicionales a las ya aplicables conforme a la normativa laboral vigente.

Desde luego, no se agotan en las recién mencionadas las acciones emprendidas en el seno de la Unión Europea dirigidas a implantar la igualdad de trato y de oportunidades en el empleo y las condiciones de trabajo entre hombres y mujeres, tanto en lo relativo a la protección de la maternidad y la salud de la mujer trabajadora, que exige un tratamiento desigual por depender de una situación estrictamente biológica que afecta en exclusiva a la mujer sobre la que se han aprobado directivas de las que ya se ha dado cuenta27, como en otros ámbitos que, indirectamente, tienen en las mujeres sus destinatarios principales. Así, puede citarse la Comunicación de la Comisión de 24 de julio de 1996, relativa a la consulta de los interlocutores sociales sobre la prevención del acoso sexual en el trabajo, seguida de la de 19 de marzo de 1997, que lanzaba la segunda fase de consultas, así como el Código práctico de conducta de la Comisión para combatir el acoso sexual de 4 de febrero de 1992, textos todos ellos en los que se contempla a las mujeres como un colectivo especialmente sensible. Situación de la que nuestro derecho interno también ha tomado expresa conciencia, como se aprecia en la actual redacción del art. 4.2.e) ET y los preceptos que lo desarrollan.

Además, a nivel de políticas públicas, destaca igualmente la iniciativa comunitaria EQUAL, nacida de la Comunicación de la Comisión a los Estados miembros de 14 de abril de 2000, donde se promueve la cooperación transnacional sobre los métodos de lucha contra las discriminaciones y desigualdades de toda clase en relación con el mercado de trabajo, entre cuyo contenido destaca de modo particular la discriminación por razón de sexo, que constituye uno de los pilares de su actuación, y con la que se utilizan fondos estructurales conforme al Reglamento 1260/1999, con una financiación de 2.847 millones de euros entre los años 2000-2006. En este contexto, se pretende hacer compatible la vida familiar y profesional, promover el empleo de los hombres y las mujeres que han abandonado el mundo laboral, así como reducir las diferencias de trato por razón de sexo promoviendo la eliminación de la segregación profesional. España participa en la acción europea a través de un Programa de Iniciativa Comunitaria (PIC) aprobada por Decisión C/2001/36, de 22 de marzo. Sin olvidar, igualmente, los diversos programas de acción comunitaria para la igualdad de oportunidades, del que ahora está vigente su quinta edición 2001-2005, así como la estrategia marco comunitaria sobre la igualdad entre hombres y mujeres (2001-2005), dirigidas a la promoción y difusión de los valores y prácticas en que se basa la igualdad entre ambos sexos, mejorando la comprensión de las diversas formas de discriminación y de tutela antidiscriminatoria, potenciando el intercambio de información y buenas prácticas a nivel supranacional y el establecimiento de redes comunitarias.

En definitiva, tanto a nivel europeo Œy reiterando las poco apreciables diferencias que el TCE supone sobre la configuración del principio de igualdad por razón de sexo en la Unión Europea que ya se encuentra suficientemente reconocido y reguladoŒ cuanto en lo relativo a nuestro derecho interno, cabe esperar que las previsiones al respecto y su declaración a ese máximo nivel permitan profundizar en la lucha contra las desigualdades de género y en la consecución de una igualdad material entre mujeres y hombres en el mercado de trabajo. Sólo resulta criticable, por las razones ya expresadas, la exclusión entre las actuaciones normativas comunitarias de toda armonización de las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros emprendidas para la consecución del citado principio (art. III-124.2 TCE). Ello significa que la Unión Europea sólo puede adoptar medidas de fomento y apoyo de las acciones emprendidas por los Estados miembros, mediante leyes o leyes marco adoptadas, a propuesta de la Comisión, conjuntamente por el Parlamento Europeo y el Consejo, según el procedimiento previsto en el art. III-396 TCE, conforme señala el art. I-34 del mismo texto, sin poderse adoptar dicha norma si no existe acuerdo entre ambas instituciones. Ha de insistirse nuevamente en que, a la vista del desafío que representa el proceso de ampliación de la Unión Europea para la aplicación en este ámbito de la política social y del principio de igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres, puede estarse abandonando por esta vía un espacio de intervención de especial vulnerabilidad y de enfrentamiento con uno los más esenciales valores del Tratado constitucional. Y es que, aunque se ha constatado por la Comisión que todos los países candidatos a la integración superan el test constitucional de reconocimiento del principio, sus legislaciones laborales, en no pocos casos, no están adaptadas a las exigencias de promoción y de actuación en favor de la igualdad material. Si la igualdad real entre sexos sigue siendo una asignatura pendiente aun en los sistemas que, a imagen de la normativa europea, trascienden el reconocimiento jurídico, al más alto nivel, del principio en cuestión, incorporando en sus ordenamientos los más eficaces medios de lucha contra la discriminación y de acción positiva en favor de la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, no parece que deba perderse oportunidad alguna de incidir desde la Unión en las políticas legislativas y acciones públicas de los Estados miembros. El gran cambio que debe producirse en esta situación de desigualdad real entre ambos sexos en relación con todos los ámbitos y, en particular, con el empleo y las condiciones de trabajo seguramente pasa por la voluntad de los Estados de atribuir a la Unión una mayor fuerza política y una mayor capacidad de asumir competencias que, hasta ahora, ceden en favor de los poderes estatales y a cuya armonización las instancias europeas renuncian de antemano.

----------------------------------------

1 Como se ha afirmado, aquí está afectada la esencia misma de los derechos del hombre, por lo que la discriminación constituye un ataque contra la propia dignidad de la persona [M. RODRÍGUEZ-PIÑERO y Mª.F. FERNÁNDEZ LÓPEZ, Igualdad y discriminación. Madrid (Tecnos), 1986, p. 82].

2 Conviene recordar, con carácter previo, que el principio de igualdad tiene el rango de derecho fundamental universal reconocido expresamente por cuantos instrumentos internacionales se refieren a los derechos humanos. En este sentido, cfr., por ejemplo, los arts. 2 y 7 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 dic. 48; el art. 14 del Convenio Europeo de Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, de 4 nov. 50; el art. 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 dic. 66; y los arts. 2 y 3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de igual fecha que el anterior.

3 Este planteamiento se ha expuesto de manera diáfana por nuestro Tribunal Constitucional a partir de la STC 128/1987, unánimemente considerada como la precursora de los tratamientos favorables hacia determinados colectivos y, más específicamente, las mujeres, como modo de poner fin a desigualdades históricas; con tal doctrina se reorienta la anterior jurisprudencia constitucional, más apegada a una perspectiva neutra del principio de igualdad. De ahí que RODRÍGUEZ-PIÑERO afirmara que suponía un «giro copernicano» en la interpretación del principio de igualdad por razón de sexo («Igualdad entre los sexos y discriminación de la mujer», RL, 1992, núm. 2, pp. 1 y ss.). A partir de la susodicha sentencia, y sin perjuicio de que sigan pronunciándose otras que se mantienen en una visión más apegada a la igualdad formal (tal es el caso de las SSTC 253/1988, 144 y 176/1989, 142 y 158/1990 y 58/1991), no es menos cierto que se abre paso una doctrina que, partiendo de la constatación de una realidad social que tozudamente deja traslucir una clara desventaja de la mujer, y en tanto que esa realidad perdure, reconoce el trato diferencial como instrumento antisdiscriminatorio; pueden consultarse, en este sentido, las SSTC 19/1989, 216/1991, 28/1992, 229/1992, 3 y 109/1993 y 16/1995. Posición que ha calado en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, como ponen de manifiesto las SSTS 20 mar. 97, Ar. 2592 y 15 abr. 97, Ar. 3200.

4 Quede constancia de que las expresiones «sexo» y «género» se utilizan indistintamente para apuntar a una misma causa discriminatoria, aunque esta segunda se prefiera ahora a la primera que es la que aparece textualmente recogida en la CE. En todo caso, aun empleadas generalmente como sinónimos, parece claro que el primer concepto guarda correspondencia con un factor puramente biológico, mientras que el segundo remite a una noción más dinámica que incorpora elementos sociales, económicos, políticos y culturales que identifican roles, actitudes y valores reconocibles en uno u otro sexo capaces de mostrar los comportamientos y motivaciones esperables en hombres y mujeres.

5 Existe una cierta confusión terminológica sobre los conceptos de acción positiva, discriminación positiva y discriminación inversa, como ha puesto de manifiesto E. SIERRA HERNAIZ, Acción positiva y empleo de la mujer. Madrid (CES), 1999, pp. 75 y ss., para quien la acción positiva es un paso más en el principio de igualdad de oportunidades que se diferencia no en los objetivos que persigue sino en los medios que utiliza, rechazando la expresión de discriminación positiva por interpretar que se otorga a la mujer un trato más favorable cuando, en realidad, proporciona condiciones de empleo idénticas a las de los hombres. Sobre la cuestión puede verse también D. GIMÉNEZ GLUCK, Una manifestación polémica del principio de igualdad: acciones positivas moderadas y medidas de discriminación inversa. Valencia (Tirant lo blanch), 1999. Por su parte, el Programa Óptima define la medida positiva como un instrumento temporal y compensatorio de la desigualdad de condiciones de la mujer en el punto de partida encaminada a incrementar su presencia en todos los sectores, profesiones y niveles de responsabilidad [INSTITUTO DE LA MUJER, Guía de desarrollo de acciones positivas. Barcelona (Instituto de la Mujer), 1995, p. 18].

6 Es lo que ALEXY propone mediante la consideración de que la norma de igualdad de tratamiento y desigualdad de tratamiento opera asimétricamente, obligando en primera instancia a un tratamiento igual salvo que existan razones justificativas de un tratamiento desigual, concluyendo que a favor de la igualdad de iure existe una carga de argumentación que no existe respecto de la igualdad de hecho (Teoría de los derechos fundamentales. Madrid (CEC), 1993, p. 412). En parecido sentido, recuérdese la jurisprudencia del TC citada supra n. 3.

7 Sobre la cuestión, vid., ampliamente, E. SIERRA HERNAIZ, Ibidem.

8 Como reiteran las SSTC 19/1989, 28/1992, 3 y 109/1993 y 16/1995. Sobre los caracteres conceptuales de las medidas positivas y su juicio de adecuación como medida de trato preferencial que no incurre en discriminación, ahora en perjuicio del sujeto más fuerte, vid. D. GIMÉNEZ GLUCK, op. ult. cit.

9 Como señala Mª.A. BARRERE UNZUETA, Discriminación, derecho antidiscriminatorio y acción positiva a favor de las mujeres. Madrid (Civitas), 1997, p. 47.

10 Así se expresan, de forma más o menos amplia, pero siempre desde esa premisa de actuación transversal, las Comunicaciones de la Comisión de 21 feb. 96, «Integrar la igualdad de oportunidades entre las mujeres y los hombres en el conjunto de las políticas y acciones comunitarias» [COM (1996) 67 final; no publicada en el Diario Oficial] y de 17 jun. 00, «Hacia una estrategia marco comunitaria sobre la igualdad entre hombres y mujeres (2001-2005)» [COM (2000) 335 final; no publicada en el Diario Oficial]; cfr., igualmente, el Informe de la Comisión sobre el seguimiento de la Comunicación de 21 feb. 96 [COM (1998) 122 final; no publicado en el Diario Oficial], donde se señala que se han dado significativos avances en la integración de la igualdad desde la perspectiva de género a nivel europeo desde 1996, en particular en los ámbitos de las relaciones exteriores, el empleo y la política social, sin perjuicio de advertirse la existencia de importantes barreras en lo relativo a la falta de sensibilidad en los niveles de toma de decisiones, así como en el que afecta a la escasez de recursos humanos y presupuestarios destinados a dichas tareas y la ausencia de competencias en materia de género. Por su parte, no se olvide la Decisión 2001/51/CE, del Consejo, de 20 dic. 00, por la que se establece un programa de acción comunitaria sobre la estrategia comunitaria en materia de igualdad entre mujeres y hombres (2001-2005) [Diario Oficial L 17, de 19 ene. 01], que constituye el quinto programa de acción en este ámbito. Finalmente, el Consejo Europeo de 20 y 21 mar. 03 invitó a la Comisión a preparar, en colaboración con los Estados miembros, un informe anual sobre los avances realizados en este campo y las orientaciones para la integración del factor de la igualdad entre los sexos en las áreas políticas; dicho «Informe de 2004 sobre la igualdad entre mujeres y hombres», de 19 feb. 04 [COM (2004) 115; no publicado en el Diario Oficial], hace notar que la lentitud de los progresos realizados sobre este tema corre el riesgo de comprometer los objetivos europeos, sin perjuicio de insistir que tanto los Estados miembros como los adherentes han progresado indiscutiblemente hacia una mayor igualdad y hacia la integración de la dimensión de género en las distintas políticas. Por todo lo anterior, puede compartirse la opinión de ORTIZ LALLANA, acerca de que la transversalidad de las políticas en pos de la igualdad de género en el contexto comunitario ha determinado avances esenciales en la consecución de este objetivo, sin perjuicio de que queda aún mucho camino por recorrer («Igualdad de derechos y oportunidades entre el hombre y la mujer en la Unión Europea», RMTAS, 2003, núm. 47, p. 99); en parecido sentido, P. DE MIGUEL DE LA CALLE, «Igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Acceso al empleo, a la formación y a la promoción profesionales y a las condiciones de trabajo. La modificación de la Directiva 76/207/CEE del Consejo, por la Directiva 2002/73/CE del Parlamento Europeo y del Consejo», RMTAS, 2003, núm. 42, p. 42.

11 Se alude al principio de subsidiariedad, consagrado en el art. I-11 TCE, como principal criterio delimitador de las competencias europeas y estatales cuando de ámbitos compartidos o no exclusivos de la Unión se trata. Conforme al mismo, la Unión intervendrá sólo en la medida en que los objetivos de la acción pretendida, ya por razón de su dimensión, ya por razón de sus efectos, no puedan ser alcanzados de forma suficiente o más satisfactoria por los Estados miembros ni a nivel central ni a nivel regional y local, sino que puedan lograrse mejor a escala de la Unión. Así, a través de este principio se va a reemplazar la armonización hacia arriba por la armonización a la baja, esto es, protegiendo o garantizando sólo los derechos mínimos o esenciales de los trabajadores. En este sentido, la subsidiariedad se despliega en dos fases diversas. De una parte, la intervención europea es subsidiaria en los ámbitos que no son de su exclusiva competencia, prevaleciendo, si la competencia es concurrente entre legislación estatal y europea, la primera en relación con la segunda; se trata de una manifestación de la tensión entre soberanía nacional y europea, que se vence en favor de la primera. De otra, la subsidiariedad supone que sólo en defecto de derecho interno procederá la aplicación del derecho europeo, lo que implica que la acción prioritaria compete a los Estados, y sólo quedará sustituida por la acción comunitaria cuando aquellos no actúen (Y. VALDEOLIVAS GARCÍA, «Las directivas como instrumento de política social y su relación con el ordenamiento laboral español», RMTAS, 1999, núm. 17, pp. 59 y ss.). No obstante, el problema mayor resulta de la difícil identificación de las materias concurrentes o de no competencia exclusiva de la Unión que sirve de premisa a la operatividad del principio de subsidiariedad, dado que éstas no venían claramente definidas en los Tratados constitutivos, sin perjuicio del nuevo art. I-14.2 TCE, más clarificador que la regulación vigente al respecto. Sobre el principio a que se alude, más ampliamente, Mª.E. CASAS, «™Doble™ principio de subsidiariedad y competencias comunitarias en el ámbito social», RL, 1993, núm. 8, pp. 1 y ss.; A. OJEDA, «Subsidiariedad y competencias concurrentes en el Derecho Social Comunitario», RL, 1994, núm. 10, pp. 81 y ss.

12 Como se sabe, los indicadores de la desigualdad por razón de sexo son evidentes: tasa de desempleo muy superior entre mujeres que entre hombres, mayor presencia de la mujer en trabajos sumergidos, trabajos temporales y a tiempo parcial, feminización de trabajos sometidos a condiciones más precarias, menor representación de las mujeres en puestos cualificados y de dirección, diferencias retributivas en perjuicio de las mujeres por puestos de trabajo de igual valor, acoso laboral y sexual con especial incidencia sobre las mujeres, protección social menos favorable entre estas últimas como consecuencia de Sistemas de Seguridad Social de naturaleza contributiva y constituidos sobre modelos de empleo fuertemente masculinizados que dejan fuera a colectivos no asalariados entre los que la presencia de la mujer es más elevada, por citar algunos ejemplos conocidos.

13 Se denomina así al texto resultado de la introducción de las modificaciones incorporadas al Tratado constitutivo por el Tratado de Ámsterdam, y cuya nueva numeración se corresponde con lo establecido en su art. 12, así como en el cuadro de equivalencias incorporado como anexo.

14 No es extraño que las políticas europeas relativas a la conciliación de la vida familiar y laboral que, objetivamente analizado, transcienden el género, se enmarquen en las políticas de igualdad entre mujeres y hombres, como resultado de advertir, según expone claramente el reiterado Informe 2004 de la Comisión, que son las mujeres quienes de forma abrumadoramente mayoritaria se ocupan de las tareas domésticas y familiares. De ahí que la Res. del Consejo y de los ministros de trabajo y asuntos sociales reunidos en el seno del Consejo, de 29 jun. 00, relativa a la participación equilibrada de hombres y mujeres en la actividad profesional y en la vida familiar (Diario Oficial C 218 de 31 jul. 00), tras constatar la desventaja de las mujeres en las condiciones de acceso y participación en el mercado de trabajo y la desventaja de los hombres en la participación de la vida familiar, abogue por un reequilibrio de tales circunstancias, que constituyen una barrera a la estrategia comunitaria en materia en igualdad entre ambos sexos, de suerte que la Dir. 96/34/CE del Consejo, modificada por la Dir. 97/75/CE, del Consejo, de 15 dic. 97, parta de que el establecimiento de condiciones mínimas en relación con los permisos parentales y por razones familiares promueven la igualdad de trato y de oportunidades entre las mujeres y los hombres.

15 La Carta Social Europea se refiere al principio de igualdad por razón de sexo, de una parte, en el art. 4.4, limitada a la materia retributiva; de otra, en el art. 8, respecto de otras condiciones de trabajo, incluida la salud laboral, la conciliación de vida familiar y laboral y la protección social; y, finalmente, en el art. 10, en relación con la formación profesional. Por su parte, la Carta de los derechos sociales fundamentales contiene una explícita referencia a la igualdad de trato entre hombres y mujeres en su núm. 19, aludiendo oportunamente al desarrollo de la igualdad de oportunidades, mediante la intensificación de las acciones destinadas a garantizar dicha igualdad, en particular, en materia de remuneraciones, acceso al empleo, protección social, educación, formación profesional y evolución de la carrera profesional, aludiendo, finalmente, a la obligación de facilitar la compaginación entre actividades profesionales y familiares.

16 Hasta 1997, fecha del Tratado de Ámsterdam, y sin perjuicio de ulteriores modificaciones de directivas ya aprobadas o elaboración de nuevas, cfr. las Dirs. 75/117/CEE, del Consejo, de 10 feb., relativa a la aproximación de las legislaciones de los Estados miembros en cuanto a la aplicación del principio de igualdad de retribución entre los trabajadores masculinos y femeninos; 76/207/CEE, del Consejo, de 9 feb., relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en cuanto al acceso al empleo, a la formación y a la promoción profesional y a las condiciones de trabajo, modificada por la Dir. 2002/73/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 sep.; 79/7/CEE, del Consejo, de 24 jul., relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en materia de Seguridad Social; 86/378/CE, del Consejo, de 24 jul., relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en los regímenes profesionales de Seguridad Social, modificada por la Dir. 96/97/CE, del Consejo, de 20 dic.; 86/613/CEE, del Consejo, de 11 dic., relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres que ejerzan una actividad autónoma, incluidas las actividades agrícolas, así como sobre la protección de la maternidad; y, en fin, 97/80/CEE, del Consejo, de 15 dic., relativa a la carga de la prueba en los casos de discriminación por razón de sexo, modificada por la Dir. 98/52/CE del Consejo, de 13 jun.. Ello por referirse a las Directivas que expresan en su propia denominación su objetivo igualador por razón de género, aunque no debe olvidarse que algunas otras, no menos esclarecedoras en su rotulación, persiguen también idéntica finalidad; así, las Dirs. 96/34/CEE, del Consejo, de 3 jun., relativa al Acuerdo Marco sobre el permiso parental celebrado por la UNICE, el CEEP y la CES, modificada por la Dir. 97/75/CE, del Consejo, de 15 dic. y la 92/85/CEE, del Consejo, de 19 oct., relativa a la aplicación de medidas para promover la mejora de la seguridad y de la salud en el trabajo de la mujer trabajadora, que haya dado a luz o en el período de lactancia. Asimismo, recuérdese la Rec. 92/241/CEE, del Consejo, de 31 mar., sobre el cuidado de los hijos, donde se promueve un reparto de responsabilidades al respecto entre hombres y mujeres para garantizar una asunción más equitativa de las cargas familiares que impiden a la mujer su eficaz participación en el mercado de trabajo, a la que ha seguido un Informe de la Comisión de 4 feb. 98, relativo a la aplicación de dicha Recomendación [C (1998) 237 final; no publicado en el Diario Oficial], donde, tras advertir de la escasez de iniciativas incisivas de los Estados para aplicar dicha Recomendación, se advierte de la poca proclividad de los padres, allí donde existen mecanismos de reparto de responsabilidades para el cuidado de los hijos, a utilizar las posibilidades que aquellos les ofrecen.

17 De ahí que no haya de producir extrañeza la abundante jurisprudencia dictada por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (en adelante, TJCE) en esta materia, de la que cabe extraer en buena medida el verdadero alcance del principio de igualdad entre mujeres y hombres en el derecho europeo. Sobre la cuestión, pueden consultarse las sentencias que resuelven los casos 43/75 (Asunto Defrenne) y 69/80 (Asunto Worringham y Humphreys), que reconoce el efecto vinculante directo del antiguo art. 119 del Tratado de Roma reclamando la aplicación inmediata y directa en el ámbito comunitario de la igualdad en las retribuciones de ambos sexos; 96/80 (Asunto Jenkins) y 12/81 (Asunto Garland), sobre el efecto directo horizontal y vertical de la Directiva 75/117 si, careciéndose de transposición en un Estado, donde se alega discriminación salarial directa por razón de sexo; 222/84 (Asunto Johnston), 150/85 (Asunto Drake) y 109/88 (Asunto Danfoss), 400/93, 309/97, 234/96 (Asunto Vick), 235/96 (Asunto Conze), 270/97 (Asunto Sievers), 271/97 (Asunto Sherage), 381/99 (Asunto Brunnhofer), que declaran la igualdad retributiva como un derecho fundamental del derecho originario europeo y un elemento esencial de la estructura jurídica comunitaria; 400/95 (Asunto Larsson), 39/96 (Asunto Brown), 66/96 (Asunto Pedersen, Andersen y Sorensen), 439/99 (Asunto Jiménez Melgar) y 109/00 (Asunto Brandt-Nielsen), sobre despido de la mujer embarazada; y, en fin, 170/74 (Asunto Bika), 171/88 (Asunto Rinner-Kühn), 33/89 (Asunto Kowalska), 184/89 (Asunto Nimz), 262/88 (Asunto Barber), 450/93 (Asunto Kalanke), 409/95 (Asunto Marshall) y 158/97 (Asunto Badeck) sobre el significado de la igualdad de trato en otros ámbitos laborales, donde se consolida la prohibición de las discriminaciones sexuales indirectas. Vid., analizando pormenorizadamente la jurisprudencia del TJCE, A. ÚBEDA DE RAMOS, «El principio de igualdad de trato y la prohibición de discrminación por razón de sexo a la luz de la jurisprudencia del TJCE», RFDUC, 2002, pp. 171 y ss., y S. SANZ CABALLERO, «Contribución del TJCE a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres», en Mª.J. RIDAURA MARTÍNEZ y M.J. AZNAR GÓMEZ (Coords.), Discriminación versus diferenciación (Especial referencia a la problemática de la mujer). Valencia (Tirant lo blanch), 2004, pp. 265 y ss.

18 Véase sobre el tema, ampliamente, C. SÁEZ LARA, Mujeres y mercado de trabajo. Las discriminaciones directas e indirectas. Madrid (CES), 1994, pp. 47 y ss; E. SIERRA HERNAIZ, Acción positiva y empleo de la mujer, cit., pp. 33 y ss. y 75 y ss. y R. SIERRA CRISTÓBAL, «La discriminación indirecta por razón de sexo», en Mª.J. RIDAURA MARTÍNEZ y M.J. AZNAR GÓMEZ (Coords.), Discriminación versus diferenciación (Especial referencia a la problemática de la mujer), cit., pp. 365 y ss.

19 Por aludir a normas recientes, puede consultarse la Ley 30/2003, de 13 oct., sobre medidas para incorporar la valoración del impacto de género en las disposiciones normativas que elabore el Gobierno.

20 De cita obligada resultan los arts. 4.2.c), 16.2, 17, 22.4, 24.2 y 28 ET, 8.12 LISOS y 96 LPL. Sobre la adecuación de nuestro ordenamiento interno a las Directivas aprobadas en esta materia, vid. Y. VALDEOLIVAS GARCÍA, «Las directivas como instrumento de política social y su relación con el ordenamiento laboral español», cit., pp. 75 y ss.

21 Ello justifica la adopción de medidas como la bonificación de las cuotas de los contratados interinos para sustituir a trabajadores (generalmente, trabajadoras) en baja por maternidad o excedencia por cuidado de familiares (DA 2ª Ley 12/2001, de 9 jul., de medidas urgentes de mejora del mercado de trabajo para el incremento del empleo y la mejora de su calidad y DA 14ª ET, respectivamente). Así como, en otro orden de consideraciones, los incentivos a la contratación de mujeres desempleadas con menor índice de participación en determinadas profesiones o de edad comprendida entre 16 y 45 años, de nuevo, mediante bonificaciones en la cuota patronal a ingresar en la Seguridad Social, ex DA 47ª Ley 2/2004, de 27 dic., de Presupuestos Generales del Estado para 2005.

22 No en vano, a raíz de esta resolución, y la incertidumbre creada sobre la legitimidad de las medidas positivas, la Comisión aprobó una Comunicación al Consejo y al Parlamento Europeo sobre la interpretación de dicha sentencia [COM (96) 88 final], en la que se consideraba adecuada la modificación de la Directiva de la que traía causa el supuesto litigioso en el sentido de autorizar claramente las acciones positivas que no consistan en cuotas rígidas.

23 A estos instrumentos han de sumarse, primero, la Comunicación de la Comisión de 17 jul. 96, relativa al Código práctico sobre la aplicación de la igualdad de retribución entre hombres y mujeres para un trabajo de igual valor [COM(96) 336 final], que ofrece consejos prácticos a los empleadores y a los agentes sociales para garantizar el principio de igualdad, invitando a los empresarios a seguir las recomendaciones contenidas en la misma y adaptadas a la dimensión y estructura de la empresa; segundo, las Res. del Parlamento Europeo sobre la Comunicación anterior (DO C 200, de 30 jun. 97) y sobre igual salario a igual trabajo (DO C 77 E de 28 mar. 02), que insiste en el llamamiento a los actores sociales y a los países candidatos a dar un nuevo impulso a la política de igualdad retributiva entre trabajadores y trabajadoras; finalmente, el Reg. (CE) 1177/2003, del Parlamento Europeo y el Consejo, de 16 jun., relativo a las estadísticas comunitarias sobre la renta y las condiciones de vida (DO L 165, de 3 jul. 03), que crea una nueva base de datos europea (SILC) para la recogida y procesamiento de estadísticas que abarcan las condiciones salariales.

24 La sentencia del TJCE en el caso 262/88 (Asunto Barber) amplió el contenido de la definición de retribución, al considerar como tal también las indemnizaciones por causa de despido y las prestaciones sociales financiadas exclusivamente por contribución de los empresarios.

25 Sin perjuicio de que ya contenían definiciones, aunque jurídicamente no vinculantes, la Rec. 92/131/CEE, de la Comisión de 27 nov., sobre la protección de la dignidad de las mujeres y los hombres en el trabajo (DO L 49, de 24 feb 92) y la Declaración del Consejo de 19 dic. 91, relativa a la aplicación de la anterior Recomendación, incluido el código práctico encaminado a combatir el acoso sexual (DO C 27, de 4 feb. 92).

26 El TJCE ha declarado prohibidas las discriminaciones indirectas, que, utilizando un criterio de diferenciación neutro, provocan un resultado discriminatorio en la protección social [casos 102/88 (Asunto Ruzius) y 343/92 (Asunto Roks)], aunque el Estado miembro puede superar el test de justificación de la medida social si prueba que el medio escogido responde, de manera razonable y proporcional, a un objetivo legítimo de política social interna [casos 444/93 (Asunto Megner-Scheffel) y 317/93 (Asunto Nolte). También los casos 170/84 (Asunto Bilka), C-171/88 (Asunto Rinner-Khün) y 33/89 (Asunto Kowalska).

27 Vid. supra nota 16.

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR