Ignacio Ellacuría: movimiento popular, iglesia y teología histórica

AutorDavid Fernández, S. J.
Páginas15-34

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Es un alto honor para mí el haber sido invitado a dictar esta charla con motivo del 10° Aniversario de la constitución de la Cátedra Ellacuría, en la que confluimos cuatro Universidades vinculadas con la Compañía de Jesús. La celebración es ocasión privilegiada para traer a la memoria y al corazón –eso significa recordar– la herencia teórico-política de Ignacio Ellacuría, S. J. y el papel que jugó en el concreto contexto de la guerra de El Salvador, como parte de la Iglesia y como cristiano. Agradezco de entrada a los organizadores de este encuentro, a la Universidad Loyola de Andalucía y a su rector, esta distinción.

I La novedad de la figura de Ellacuría

Hablar de Ignacio Ellacuría, ustedes lo saben, es hablar de profundidad espiritual y humana, de rigor y honestidad intelectual, de compromiso con la historia y de congruencia hasta la muerte. Son estos los rasgos que encuentro más salientes en su figura y que han marcado también la historia del que fuera su país, El Salvador. De Ellacu –como le decíamos– apenas comenzamos a desentrañar su profunda huella y su significado cabal. Esta oportunidad de conversar sobre él, es entonces, motivo de gratitud y de felicitación.

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Permítanme comenzar, pues, con un recuerdo personal (me disculpo por ello). Me encontraba yo en huelga de hambre en una plaza pública en el centro de la ciudad de México cuando recibí la atroz noticia del asesinato del rector de la Universidad Centroamericana, José Simeón Cañas y de sus compañeros jesuitas. En efecto, apenas el 14 de noviembre de 1989 me había puesto en ayuno absoluto en un sitio llamado Plaza de la Solidaridad para denunciar y repudiar los bombardeos que realizaba el ejército de Cristiani en contra de la población civil en barrios y pueblos de El Salvador. Los bombardeos indiscriminados constituían un intento desesperado e inhumano por sofocar la insurrección final durante la guerra de liberación que llevaba adelante el pueblo salvadoreño. A esa huelga de hambre que inicié solo, poco a poco se fueron sumando otras compañeras y compañeros mexicanos, cristianos solidarios con el pueblo de El Salvador. Recuerdo que una periodista local, molesta, me reclamaba entonces el que pusiera mi atención en un conflicto extranjero, cuando en mi país, México, vivíamos a la sazón jornadas de lucha también difíciles, particularmente del gremio magisterial. Mirando la manifestación de maestros y maestras que discurría frente a nuestra tienda de campaña de huelguistas solidarios, la periodista aquella me decía apasionada: “¿No le parece equivocado y contrario a nuestro pueblo que esté usted denunciando crímenes que no nos incumben mientras nuestro propio país se incendia?”. Confieso que me escandalizó la pregunta. No podía yo concebir que alguien no se indignara por lo que estaba ocurriendo en esos momentos en el Pulgarcito de América. No comprendía que no se experimentaran como propios los agravios de que era objeto el Cristo Sufriente de El Salvador. A pesar de mi desconcierto, creo que respondí con toda serenidad que nada humano nos era ajeno; que en El Salvador también se estaba jugando entonces el futuro de América Latina, el futuro de nuestros pueblos, la suerte de la democracia. Debo reconocer que la reportera aquella transcribió letra a letra mi respuesta en su nota periodística

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del día siguiente, a pesar de su personal desafección con la lucha que se libraba en el querido territorio centroamericano.

Aquella huelga de hambre duró ocho días. La culminamos con una movilización masiva de cristianos comprometidos con las luchas populares al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, para orar por la paz y la justicia en El Salvador. Fue útil para convocar a los amigos –para esos son las huelgas de hambre–, para llamar la atención de la opinión pública, y para alentar a quienes, allá, en Centroamérica, ofrendaban sus vidas por la justicia.

Esa huelga y esa movilización, la colecta de recursos que hicimos a la sazón con el muy querido y respetado Obispo emérito, don Sergio Méndez Arceo, no eran actividades aisladas o improvisadas. Formaban parte de la acción solidaria organizada de miles de mexicanos con la liberación de El Salvador.

En este contexto, pues, a dos días de iniciado nuestro ayuno, recibimos la noticia del asesinato de mis hermanos jesuitas de la UCA de San Salvador.

La noche del miércoles al jueves, el 16 de noviembre, soldados del batallón Atlacatl irrumpieron en la residencia de los jesuitas en la UCA y, tras un breve intercambio de palabras, mataron a los seis religiosos que allí estaban (Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López y López) y a una trabajadora y su hija (Elba y Celina Ramos). Se había ordenado que no quedaran testigos, y así fue cumplido.

Paradójicamente, el gran fruto del crimen del 16 de noviembre de 1989 fue la paz de 1992, tras 12 años de guerra civil.

Precisamente porque Ignacio Ellacuría quiso elaborar una filosofía, una ciencia política y una teología de cara a la realidad, porque quiso no sólo interpretar la historia, sino transformarla, su vida había concluido violentamente, ase-

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sinado a manos de los grupos de poder más conservadores y radicalizados del país.

Su muerte, como la de sus compañeros y compañeras, no se comprende, pues, cabalmente fuera del contexto que vivía la guerra civil de El Salvador en ese momento concreto, de la misma manera que nuestra lejana huelga de hambre en México no se podría comprender fuera de este mismo marco histórico.

Como es de todos sabido, a principios de los ochenta, se fortaleció decisivamente el movimiento revolucionario salvadoreño, constituido por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el Frente Democrático Revolucionario (FDR). Ante ello, la administración Reagan incrementó la ayuda económica y militar al régimen del presidente Duarte, de tal manera que ninguno de los dos contendientes se acababa de imponer al contrario. Ellacuría, el analista político, se dio pronto cuenta de que esa guerra civil, por esa razón, iba a durar mucho y de que la solución armada no iba a resultar a la larga eficaz para el país. En su opinión, había que favorecer el pacto de una paz justa.

En un editorial de agosto de 1981 de la revista ECA, Ella-curía expone esta tesis y hace una propuesta de estructuración de una tercera fuerza, basada en organizaciones sindicales y políticas de talante democrático, que propiciara una salida dialogada a la guerra. Fue esta postura política la que Ellacuría defendió hasta la muerte: nadie iba a ganar la guerra; sólo cabía una solución negociada. En sus propias palabras: “La propuesta es que el pueblo recupere su protagonismo activo sin someter su fuerza y su posible organización a ninguna de las dos partes en conflicto”. Sobra decir que, con ello, Ellacuría ganaba muchos enemigos: se colocaba entre la espada y la pared, solo, en un país profundamente polarizado.

Creo que la historia daría la razón a Ellacuría, aunque fuera tras su muerte, o quizás, en parte, a causa de ella. Porque a raíz de su asesinato en 1989, el Congreso Norteamericano

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forzó al gobierno salvadoreño a aceptar la negociación que diera lugar a los acuerdos de paz de 1992, con lo que se puso fin a la guerra civil, que había costado unos 75,000 muertos.

Ellacuría fue congruente hasta entregar su muerte. Esto no es extraño: como nos recuerda José Sols1, Ignacio era un jesuita proveniente de una familia de tradición católica, formado muy exigentemente en lo intelectual, con una gran capacidad para aprender lo mejor de sus maestros, muy influido por figuras históricas como el padre Arrupe y el obispo Romero, y preocupado por el sufrimiento de las mayorías. Ellacuría era un intelectual, pero también un activista. Prueba de ello es que no abandonó nunca su trayectoria y altura intelectual para servir al pueblo pobre, sino que quiso ponerlas al servicio de éste. Nunca planteó abandonar la filosofía o la teología, pero sí ayudarse de ellas para entender y transformar la realidad histórica; igualmente ayudarse de ésta para elaborar una filosofía y una teología serias, rigurosas, pertinentes.

II El compromiso político del rector

El dato de la huelga de hambre y el de la así llamada “Ofen-siva Final” del FMLN son relevantes porque coinciden en el tiempo con el momento más alto –¿o transparente, quizá?, de la participación de los creyentes en los movimientos populares latinoamericanos. En efecto, fue en la década de los 80 y primeros 90 cuando, a lo largo de América Latina, emergieron movimientos sociales populares, tanto pacíficos como armados, en los que numerosos cristianos, apoyados en su fe, se volcaron a servir a los pobres por medio de una participación política, comprendida ésta en un sentido amplio.

Era el tiempo del inicio del modelo de libre mercado absoluto, del capitalismo neoliberal, con sus programas de

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ajuste estructural y de privatización total de la economía. En América Latina vivíamos el auge de las izquierdas: el triunfo Sandinista en Nicaragua, los movimientos revolucionarios de Guatemala y El Salvador, el Cardenismo en México, el empuje decisivo de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB)...

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