El humanismo cosmopolita como fundamento de la democracia universal

AutorFernando H. Llano Alonso
CargoUniversidad de Sevilla
Páginas205-229

Ver nota 1

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1. Introducción

Los historiadores contemporáneos asocian el comienzo del siglo XXI con un suceso que ha marcado el curso de las relaciones internacionales a lo largo de la primera década de esta nueva centuria: me refiero a los ataques perpetrados, el 11 de septiembre de 2001, por una veintena de terroristas suicidas que utilizaron aviones comerciales contra dos símbolos del poderío económico y militar de la primera potencia mundial: las Torres Gemelas del World Trade Center, situadas en pleno corazón de Manhattan, y el Pentágono (sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos situada en Washington DC). La espiral bélica desatada en el Próximo y Medio Oriente a partir de estos atentados ha suscitado un intenso debate doctrinal entre quienes proponen unilateralmente la restauración de las viejas ideas del ius ad bellum y la legítima defensa contra el terrorismo internacional (aunque sea a costa de transgredir las normas del Derecho internacional humanitario), y los partidarios de reconocer la competencia del Tribunal Penal Internacional para perseguir y juzgar estos actos como delitos de lesa humanidad dentro del marco institucional de la ONU y de conformidad con el Derecho internacional2. De la respuesta que se de a este dilema entre el razonamiento geopolítico que contempla los asuntos de la humanidad desde la perspectiva soberanista de los Estados -planteando su resolución como si en realidad se tratase de un asunto doméstico- y la

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tesis universalista multilateral, dependerá en buena medida la fortuna del desarrollo de la democracia y los derechos humanos en el mundo contemporáneo.

Para lograr la paz ha habido siempre dos vías: la de la fuerza y la del Derecho. Apostar por la primera (de acuerdo con el modelo fáctico que correspondería a una política de los hechos consumados) condenaría a los Estados a seguir instalados sine die en el status naturalis propio del tradicional sistema de equilibrio de potencias que no ha impedido en el pasado el estallido de dos Guerras Mundiales. Si, por el contrario, nos decantamos por la segunda opción (según el modelo jurídico que busca el establecimiento de una paz consensuada y definitiva), lo primero que tendremos que hacer será admitir que los Estados ya no son los únicos actores de la vida internacional (téngase en cuenta, a este respecto, el papel tan relevante que desempeñan en la actualidad las ONGs y las empresas transnacionales); por otro lado, también habrá que aceptar que, en un mundo tan globalizado, heterogéneo e interconectado a través de las nuevas tecnologías, cada vez resulta más difícil discernir dónde se encuentran los límites que separan la política interior y exterior de los Estados; pero, sobre todo, el compromiso más importante que deberemos asumir será -como se ha podido advertir- la necesidad de revalorizar lo humano y lo humanitario como valores compartidos por la comunidad internacional en su conjunto que sirven como referentes de las relaciones internacionales3. De esta reivindicación renovadora de los valores de la Ilustración y del paradigma de la modernidad, se deduce precisamente la perentoriedad de alcanzar un nuevo consenso internacional en torno a las nociones de derechos humanos y democracia como principales valores del nuevo Derecho internacional4.

En relación con este propósito reformista del Derecho internacional, cabría formularse la siguiente cuestión ¿Cuál sería el primer paso que ha-

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bría que dar para avanzar en el camino hacia la instauración de la paz duradera y la democracia en el mundo? Ante esta pregunta la doctrina universalista -que a mi juicio es la que se ha ocupado con mejor criterio de este tema- se ha dividido en dos partes: de un lado, estaría la corriente formada por los estatalistas y, de otro, la de los federalistas. Para los partidarios de la primera opción, lo ideal sería constituir un Estado mundial dotado de un gobierno, un parlamento y una administración de justicia internacional según el proyecto defendido por Hans Kelsen en un ensayo publicado un año antes del final de la Segunda Guerra Mundial: Peace through Law (1944)5. Para los defensores de la segunda alternativa, en cambio, lo más adecuado sería la creación de una federación de Estados de Derecho, de acuerdo con el ideal humanista-cosmopolita propuesto por Immanuel Kant en el "Segundo artículo definitivo" de su libro Zum ewigen Frieden (1795)6.

En el presente artículo partiré precisamente de estas premisas humanistas-cosmopolitas para justificar la pertinencia y la oportunidad de sus argumentos en el proceso de transición de la sociedad internacional hacia un nuevo modelo de sociedad democrática universal7. Como se podrá comprobar más adelante, el término "cosmopolitismo" no tiene sólo un significado moral (en la medida en que eleva a la dignidad humana a la categoría de valor supremo y considera al hombre como fin en sí mismo), pues también posee una acepción jurídica (referida a un sistema universal de derechos humanos que deberían estar consagrados en una Constitución cosmopolita y garantizados por tribunales con jurisdicción universal), y un sentido político (que expresa la necesidad de crear órganos de gobierno cosmopolita e instituciones políticas y económicas transnacionales con capacidad de coacción, aunque esta aspiración no tendría porqué concretarse en un gobierno mun-

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dial centralizado)8. A partir del siguiente epígrafe veremos cómo se ha desarrollado y cómo quedaría sustanciado este proyecto de sociedad cosmopolita en el que ha vuelto a recobrar pleno sentido -como contrapunto axiológico de los fundamentalismos y los relativismos culturales- el pensamiento humanista, universal, racionalista y democrático que es inherente al discurso de la modernidad9.

2. La democracia cosmopolita como término ad quem del Derecho Internacional

Si se establece una comparación entre el actual Derecho internacional con el clásico ius gentium podrá comprobarse fácilmente cómo, sobre todo a partir de 1945, el primero ha ido adquiriendo paulatinamente mayor complejidad tanto en términos formales como sustanciales10. En efecto, frente al Derecho internacional clásico, surgido en 1648 a partir de la Paz de Westfa-

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lia y cuya principal característica era poseer una doble función relacionalcompetencial, consistente en regular las relaciones entre los Estados y distribuir las competencias entre ellos, el Derecho internacional contemporáneo se distingue, sobre todo, por su contenido humanista-social y, también, por incorporar una nueva función: la de procurar el desarrollo integral de todos los individuos y pueblos del mundo sin excepción11.

En relación con la consideración de los pueblos como agentes del Derecho internacional, he tenido ocasión de comentar en un trabajo anterior que, a diferencia de los demás sujetos que han adquirido protagonismo en el ámbito de las modernas relaciones internacionales, los pueblos adolecen de una absoluta indefinición conceptual que, en mi opinión, puede dar lugar a serios problemas hermenéuticos y de aplicación del Derecho internacional12.

Este sería el principal inconveniente al que tendría que enfrentarse un sistema jurídico internacional cuyos únicos agentes válidos serían los pueblos, como el que nos propone John Rawls en The Law of Peoples13.

En lo que concierne a la posición que ocupa el individuo en la trama de las relaciones internacionales, coincido con quienes, como Antonio Truyol, señalan que el individuo aislado es incompetente ante las fuerzas colectivas, esta-tales o no, que dominan la sociedad internacional, y que sólo en la medida en que éste se halle integrado en colectivos actuantes, Estados, organizaciones no gubernamentales, o grupos de presión, alcanzará alguna significación real14. Sin

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embargo, en la evolución del Derecho internacional contemporáneo se aprecia un cambio alentador y un reforzamiento en el estatuto del individuo en el plano mundial. Efectivamente, desde la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, la subjetividad jurídico-internacional del individuo se ha reconocido tanto en los sucesivos Tratados y Convenios que se han ido suscribiendo desde los Pactos internacionales de derechos económicos sociales y culturales, y de derechos civiles y políticos, de 16 de diciembre de 1966, como a nivel regional, por ejemplo en Europa, donde marcó un hito histórico el Convenio para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales, firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950, y constituyó un precedente fundamental para la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, proclamada en Niza el 7 de diciembre de 200015.

Es evidente, por otra parte, el progresivo valor que, mediante el poderoso efecto amplificador de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías, va adquiriendo la opinión pública de la sociedad internacional contemporánea, formada por un conjunto de sentimientos, ideas y valoraciones que condicionan cada vez más la política de los Estados en materia de derechos humanos y libertades, tanto dentro como fuera de sus fronteras16. La globalización de la economía y la universalización de los derechos humanos proyectan a las sociedades modernas más allá de las fronteras de los Estados nacionales, abriendo un nuevo escenario de desafíos dirigidos a toda la hu-

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manidad y que se sitúan dentro de una dimensión hasta ahora desconocida17. Los...

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