¿A qué huele en Dinamarca?

AutorImanol Zubero
CargoDepartamento de Sociología I - UPV/EHU
Páginas37-57

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1. Introducción

Durante la última semana del mes de enero de 2007 una delegación de la Diputación de Vizcaya viajó a Dinamarca con el fin de conocer sobre el terreno el particular funcionamiento de su mercado de trabajo. Decimos particular porque Dinamarca parece haber conseguido algo que en cualquier otro lugar hoy parece imposible: equilibrar dos exigencias aparentemente antagónicas, como son la flexibilidad de su mercado de trabajo y la seguridad de los trabajadores que concurren en el mismo. Equilibrio que un documento elaborado por la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y Trabajo (European Foundation for the Improvement of Living and Working Conditions o Eurofound) caracteriza así: «El mercado de trabajo danés es tan flexible como el mercado de trabajo británico y, al mismo tiempo, los empleados gozan de un nivel de seguridad similar al que ofrece el mercado de trabajo sueco» (Eurofond 2005). Estamos hablando de la combinación de flexibilidad y seguridad, conocida como flexicurity en la terminología de la Unión Europea («flexiseguridad» o «flexiguridad», según sus diversas traducciones al castellano).

2. Cuando la precariedad es la norma

Si algún acuerdo existe hoy en la comunidad de investigadores que toman el pulso a la realidad del mundo del trabajo, este se concreta en una tesis que podemos formular así: Durante las décadas Ochenta y Noventa se han producido cambios fundamentales en la gestión empresarial de los recursos humanos, cambios que han tenido como consecuencia la modificación y, en algunos casos, la ruptura, de la norma social de empleo que históricamente ha servido como elemento básico de integración social: un empleo estable y regulado, continuo y prolongado a lo largo de toda la vida activa hasta configurar una carrera profesional.

El mercado de trabajo es una institución social. Trabajar no es, sin más, producir, o vender la fuerza de trabajo; es hacerlo en un marco de normas sociales que definen lo que es empleo y lo que no es, lo que es y no es un buen empleo, lo que es ser un buen trabajador, etc., y en un marco de regulaciones legales que organiza en la práctica la actividad laboral. De ahí el acierto de Carlos Prieto cuando señala: «La noción de empleo que habitualmente se utiliza es muy pobre y en modo alguno expresa toda la riqueza social y política de su contenido, que, Page 38 pensamos, sólo se puede expresar si lo entendemos como norma social» (Prieto 1999, pág. 10)1. Esta norma de empleo ha sido siempre objeto de lucha y de conflicto, variando a lo largo de los años2. Es esta norma social la que ha cambiado profundamente en las últimas dos décadas. Como señalara Andrés Bilbao: «El mercado de trabajo no es algo dado exteriormente, sino que depende de una norma políticamente establecida. En la década de los sesenta la norma apuntaba hacia la estabilidad. En la década de los noventa, la tendencia es hacia la precarización» (Bilbao 1999, pág. 36).

Esta transformación, convertida en objeto fundamental de la reflexión sociológica sobre el trabajo, ha recibido denominaciones diversas por parte de distintos autores: informacionalización del trabajo (Castells 1992), metamorfosis del trabajo (Gorz 1995), metamorfosis de la cuestión social (Castel 1997), trabajo perdido (Castillo 1998), empleo débil (Alonso 2000), nuevo orden laboral (Gee, Hull y Lankshear 2002), etc.. Todas ellas apuntan a un hecho de enorme relevancia teórica y práctica: las transformaciones que está experimentando el mundo del trabajo son estructurales y afectan al núcleo mismo de las condiciones de producción y de reproducción de las sociedades modernas, hasta el punto de que definen no sólo un nuevo horizonte para el empleo, sino para todas las instituciones sociales centrales: familia, escuela, gobierno, etc.

Cabe, por supuesto, una mirada que, sin desconocer todos estos problemas, aspira a repensar el trabajo en las nuevas condiciones económicas, tecnológicas y sociales, buscan unir de nuevo lo que hoy está desunido: el desarrollo de una actividad laboral que permita llevar una vida autónoma. Por aquí van entre otras, propuestas como la de la flexibilidad sostenible (Carnoy y Castells 1997, para la OCDE), el sistema de trabajo multiestratificado (Giarini y Liedtke 1998, para el Club de Roma), el nuevo estatuto profesional (Supiot 1999, para la Unión Europea), el trabajo cívico (Beck 2000, para la Comisión Alemana para el Futuro de los Gobiernos Regionales de Baviera y Sajonia), el trabajo decente (OIT 1999), etc. Por el momento, sin embargo, esta transformación en la norma social de empleo (de la estabilidad a la precariedad) está mostrando su faz más preocupante. Se habla, así, de la sudafricanización (Gorz 1995) o de la brasiñelización de occidente (Beck 2000); también de la surización del Norte (Gallino 2002): lo precario, lo discontinuo, lo informal, características todas ellas del llamado tercer mundo, están irrumpiendo en el mundo occidental. Se habla incluso de la corrosión del carácter (Sennett 2000), consecuencia cultural y moral de esta nueva fase del capitalismo y de sus efectos sobre el trabajo. Page 39

Hoy lo normal es estar precarizado3. Lo es, al menos, para las nuevas generaciones de trabajadoras y de trabajadores -mujeres, jóvenes e inmigrantes, principalmente- incorporadas al mercado de trabajo desde los años Noventa. En este contexto institucional, bajo el dominio de esta nueva norma social de empleo, es el funcionamiento normal del mercado de trabajo el que genera hoy las mayores indecencias. Como señala Juan José Castillo, «los riesgos laborales tienen, en muchas ocasiones, su origen en la reorganización del trabajo, y están más ampliamente fundados y anclados, como estructura de sometimiento y disciplinamiento externo a lo que antes era los «centros de trabajo», en la reorganización empresarial, en la fragmentación, la división del trabajo, intranacional e internacional» (Castillo 2005, pág. 10)4.

Siguiendo con aplicación los dictados de instituciones como la OCDE,5 en los últimos quince años hemos asistido al desmontaje sistemático de todo aquello (regulaciones, consensos e instituciones) que fundamentó los estados de bienestar en Europa, organizados en torno a dos grandes instituciones: a) un mercado de trabajo construido en torno a la norma social del empleo estable, y b) unas políticas sociales caracterizadas por la construcción de «redes» o «mallas de seguridad» (safety nets): un conjunto de medidas de asistencia social cuyo objetivo era garantizar un nivel mínimo de vida a aquellas personas en situación de exclusión. En la práctica, estas redes de protección social se constituían en «últimas redes», en el sentido de que estaban pensadas para entrar en acción cuando todo lo demás fallaba; «todo lo demás» que, en la práctica, se identificaba fundamentalmente con el empleo.

Porque era el empleo el que realmente explicaba y garantizaba la inclusión, delineando un espacio social concebido como yuxtaposición de dos variables discretas, integración y exclusión (pobreza) claramente diferenciadas, separadas Page 40 por una frontera clara, que en muy raras ocasiones se confundían. Hoy la situación es muy distinta. Los regímenes de bienestar característicos de la realidad social europea, en cualquiera de sus versiones, no están siendo sustituidos por una sociedad de trabajo fundada sobre la recuperación de las condiciones de pleno empleo, sino por un régimen de flexplotación basado en la flexibilización precarizadora de un empleo reducido, cada vez más, a la condición de mercancía (Gray 2004)6. El objetivo del pleno empleo, recuperado por el Consejo Europeo extraordinario que reunió en marzo de 2000 en Lisboa a los dirigentes de todos los estados de la Unión,7 avanza de la mano de un combate feroz contra el empleo pleno, es decir, un empleo con derechos (Zubero 2000).

Durante las décadas Ochenta y Noventa se han producido cambios fundamentales en la gestión empresarial de los recursos humanos, cambios que han tenido como consecuencia la modificación y, en algunos casos, la ruptura, de la norma social de empleo que históricamente ha servido como elemento básico de integración social: un empleo estable y regulado, continuo y prolongado a lo largo de toda la vida activa hasta configurar una carrera profesional. En España el paro no deja de caer (hasta el 8% en octubre de 2006), cierto; pero al tiempo, la tasa de temporalidad es la mayor de los últimos once años, alcanzando al 34,59% de los asalariados. Paralelamente a la extensión de los sistemas de producción just in time, la producción por encargo y sin caros almacenes de existencias, crece el contingente de just in time workers, trabajadores que, como nuevos jornaleros, sólo acuden a las empresas por los limitados períodos de tiempo en que sean necesarios para responder a las exigencias de la producción al menor coste: unos meses, unas semanas, unos días, unas horas incluso. En este sentido, hace año y medio conocíamos la siguiente declaración del por entonces presidente de SEAT:

Seat propone un contrato temporal vinculado a la vida de los modelos. El presidente de Seat, Andreas Schleef, calificó ayer de «restrictiva la normativa laboral española y propuso la introducción de un nuevo contrato laboral temporal para el sector de la automoción cuya duración se vincule a la vida útil de los modelos, que oscila entre los cinco y los seis años (El País, 22/4/2006).

Siguiendo esta misma lógica, ¿cuánto deberían durar los contratos en el sector de la comida rápida? Lo que duran en realidad, bastante menos de cinco años. ¿El tiempo que transcurre desde que una hamburguesa es solicitada por un cliente hasta que ésta es consumida? La ideología del low cost, que se presenta Page 41 como penúltima...

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