Derechos históricos, democracia y ley de la claridad (Más sobre el 'Plan Ibarretxe')

AutorJavier Corcuera Atienza
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Constitucional. Universidad del País Vasco
Páginas65-84

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I Introducción

Pretendo analizar, en estas páginas, la virtualidad del título foral en el llamado «Plan Ibarretxe», que busca su legitimación en tales derechos históricos vascos, además de hacerlo en el derecho a la autodeterminación y el principio democrático.

En la exposición que sigue analizo en primer lugar para qué ha servido históricamente en los territorios vascos la invocación de la foralidad. La historia de España en tiempos de Constitución, que aquí sólo puede brevemente evocarse, demuestra que la persistencia en los territorios vascos de las peculiaridades de origen foral no sólo se deben, como recordaba el Duque de Mandas1, a la existencia de mil azares históricos. Existe, también, una hábil política que combina una retórica ajena a la lógica constitucional, basada en la afirmación de un pacto originario anterior a la Constitución y que ésta debe de respetar, con la invocación de los males que pueden provocarse si aquellas particularidades no se respetan. La defensa de la foralidad en nuestra constituyente incorpora buena parte de los elementos históricos de argumentación y de presión, para intentar conseguir ventajas semejantes a las alcanzadas en el pasado. Ello se logra en buena medida, pero la lógica del Estado de Derecho define límites y marcos en que han de moverse dichas peculiaridades.

El segundo apartado de este escrito analiza la interpretación de los derechos históricos en que se basa la propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi. La única justificación teórica de alguna entidad utilizada para justificar una reforma estatutaria manifiestamente contraria a la Constitución parte de la subordinación de ésta a una Constitución sustancial cuya realización permite ignorar o devaluar a la Constitución formal. La consideración de aquella como pacto para la regulación de realidades esenciales, entre las que están las nacionalidades históricas, aconseja, para mejor lograr una integración hispana respetuosa con los derechos históricos, la realización de un gran pacto que permitiera la puesta en marcha de una convención constitucional basada en una interpretación constitucional «útil», capaz de redefinir su posición en el Estado, sin necesidad de reformar la Constitución.

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Tras una valoración crítica de la interpretación anterior, se analiza otra de las justificaciones de la Propuesta de Estatuto, el principio democrático. Desde las perspectivas abiertas por la sentencia del Tribunal Supremo de Canadá sobre la autodeterminación de Quebec, se reflexiona sobre la posibilidad de aplicar la lógica de la «Ley de claridad» en España.

II Derechos históricos y políticas históricas
II 1. Política fuerista en el siglo xix

La llamada «cuestión foral» caracteriza la historia política vasca desde los comienzos del Estado liberal en España. La organización foral del Antiguo Régimen, basada en gobiernos provinciales controlados por las oligarquías locales y dotados de una notable capacidad de integración, había permitido a la población de los territorios vascos diversas ventajas (reconocimiento de la hidalguía universal, con sus evidentes beneficios en una sociedad de Antiguo Régimen; aduanas en las fronteras con Castilla, lo que abarata importaciones...). El fantasma de la uniformización, ya especialmente amenazador en tiempos de Carlos IV, puso en marcha una batería de argumentos más o menos vinculados con los utilizados desde el origen del sistema foral en los albores del Estado moderno. Ello explica el mantenimiento en época ya constitucional de un discurso propio del Antiguo Régimen: independencia primitiva, voluntaria entrega, pacto foral... se esgrimen junto a otros temas que van desde la nobleza originaria hasta la pobreza de la tierra, sin poner nunca en duda la lealtad al Rey y los históricos servicios a la Corona. Cambian los acentos y cambian algunas justificaciones también en función de los tiempos, pero se mantiene el común canto a la excelencia de la foralidad, ya fuera para subrayar la identificación de las Provincias y Señorío con el absolutismo fernandino o para afirmar, ya en época constitucional, que los fueros implicaron garantías de derechos y separación de poderes antes que se aprobaran las constituciones americana o suiza.

Tras la Ley de 25 de octubre de 1839, que confirma los fueros dentro de la unidad de la Monarquía y establece un procedimiento negociador para adecuar el sistema foral a las necesidades de los nuevos tiempos, se estabiliza una foralidad liberal-moderada. Salvo en el caso de Navarra, lo hace ignorando las exigencias procedimentales que definía la citada ley: no habrá negociación con el Gobierno (en el que, por otra parte, no es rara la presencia de algunos de los más destacados fueristas de las Provincias), y el proceso de adecuación es realizado básicamente desde dentro de los territorios forales. Ello permite algunas ventajas muy notables, como es el mantenimiento del sistema fiscal preconstitucional, lo que supone, en la práctica, que las provincias no pagan impuestos ni hacen más aportaciones de hombres al ejército que la que algunos pueblos costeros realizan a la Armada. Las Diputaciones establecen los impuestos y los gastan exclusivamente en la respectiva provincia; el sistema foral se altera, adecuándolo a las nuevas necesidades: las Corporacio-66 goberna

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nes forales se afianzan como efectivo sistema de control de los municipios, el procedimiento electoral foral permite garantizar la estabilidad y el poder de los propietarios rurales y la progresiva incorporación al mismo de sectores burgueses. Comienza la puesta en marcha de lo que J. AGIRREAZKUENAGA ha llamado «Estados emergentes»2que deciden sobre ingresos y gastos y construyen y difunden una ideología foral que consolida lealtades institucionales y fortalece el sistema político foral.

A lo largo del siglo XIX se afianza un lenguaje cuya falta de justificación histórica había sido ya puesta de relieve a finales del siglo anterior y cuya lógica jurídica nada tenía que ver con la constitucional liberal. En buena medida, la España de los moderados es un sistema de reparto de poder entre oligarquías provinciales dispuestas a mantener sus privilegios y poder respetando el de las demás3. A nadie molestaba la excepcionalidad de cuatro provincias poco pobladas y no especialmente prósperas.

Tras la segunda guerra carlista, el gobierno central impone el final de los privilegios forales extendiendo los deberes constitucionales a las tres Provincias Vascongadas. La Ley de 21 de julio de 1876 no nace como ley abolitoria de los Fueros, sino que pretende, como la de 1839, introducir la foralidad en el sistema constitucional, haciendo que los vascongados pagaran sus impuestos al Estado, aunque lo hicieran por un sistema, como el establecido para Navarra en 1841, que permitía mantener ventajas (se pagaba menos y las diputaciones mantenían su capacidad de establecer el sistema fiscal, recaudar y gestionar los beneficios). La intransigencia del sector mayoritario de las Juntas Generales vizcaínas, reacio a aceptar aquella Ley, lleva a la disolución de las Juntas y al final de la organización foral histórica en las tres Provincias que, a partir de entonces, se regirán por la normativa general en materia de régimen local: sus Diputaciones serán provinciales, aunque dispondrán de una importantes autonomía económico-fiscal derivada del sistema de concierto económico acordado en 1878.

El sistema que se abre a partir de entonces se basa en la negociación de su elemento central (el acuerdo sobre el cupo y sus renovaciones o modificaciones) e incorpora una notable indeterminación derivada de la ausencia de una clara delimitación de las competencias que corresponden a Diputaciones y a Ayuntamientos. En tal situación, será la propia práctica de unas Diputaciones que disponen de recursos y carecen formalmente de competencias la que definirá éstas, que luego se consolidan judicialmente gracias a la prueba de su ejercicio. Todo ello favorece la utilización de los viejos argumentos ideológicos: la demanda de la rein-

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tegración foral plena, el pacto, la pendencia del arreglo foral, la injusticia de la situación derivada de la abolición... buscan el fortalecimiento político de las Provincias en una perpetua construcción de la peculiaridad económico-administrativa. Tales argumentos y lenguaje tendrán más fuerza a medida en que entren en escena los nacionalistas, según cuya mitología política los vascos habían perdido la independencia cuando sus fueros dejaron de ser leyes soberanas, al ser reconocidos dentro de la unidad constitucional de la Monarquía con la Ley de octubre de 1839. El recurso a las viejas palabras es rentable, y no sólo porque permita a los nacionalistas disfrazar en la exigencia de reintegración foral el deseo de independencia de buena parte de sus bases.

Las viejas palabras no se abandonan, pero su uso no impide la incorporación de las aportadas por los nuevos tiempos. Eso permite entender la aparición, en el segundo decenio del siglo XX del término «derechos históricos», mencionado en la exposición previa al Estatuto General del Estado Vasco (llamado «Estatuto de Estella», aprobado en dicha localidad navarra el 14 de junio de 1931, y que constituyó la bandera de las candidaturas antirrepublicanas a las elecciones constituyentes). Dicho texto, canónicamente nacionalista, protesta por las leyes que considera derogatorias de los fueros y recuerda la existencia de «un movimiento universal en el pueblo vasco que reclama la derogación de aquellas leyes, volviendo al estado jurídico anterior a ellas...

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