Entre historia del arte y práctica de las imágenes: aura y dolor de reminiscencias en Georges Didi-Huberman

AutorGabriel Cabello
Páginas146-163
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Entre historia del arte y práctica de las imágenes:
aura y dolor de reminiscencias en Georges
Didi-Huberman1
GABRIEL CABELLO
UNIVERSIDAD DE GRANADA
1. La historia del arte como pliegue de la memoria
1.1. La imagen-síntoma y la imagen-palimpsesto
En el pliegue entre imagen e historia; entre la historia que indudablemente tienen
las imágenes y el movimiento anómalo, radicalmente singular, con que las imáge-
nes socavan el continuum en que solemos narrar aquélla. En ese espacio inestable,
que se ha ido abriendo un poco más a cada seminario, a cada libro, es donde ha
tomado posición la obra de Georges Didi-Huberman. Un espacio que es también
el lugar de un movimiento, el de la operación crítica que la ruptura con la noción
de representación y la defensa del anacronismo suponen con respecto al modelo
de inteligibilidad propio del saber histórico (por más que aceptemos la «duda
saludable» que éste aporta sobre los valores asociados a la palabra «arte»). Desde
ahí esa obra ha venido durante tres décadas introduciendo un elemento de ma-
lestar, pero también un impulso renovador, en una disciplina, la historia del arte,
sin duda necesitada del diálogo con la antropología.2 Georges Didi-Huberman ha
asumido en parte las palabras con que Walter Benjamin sentenciaba que «no hay
historia del arte». Pero no lo ha hecho con el fin de negar que las obras tengan una
historia o la historia del arte derecho a la existencia, sino con el fin de que, como
él ya lee en Benjamin, se abra un espacio donde la disciplina recomience de otro
modo: como una historia de las obras mismas o, mejor dicho, de las singularida-
des en que se condensa y hace aparición el trabajo de Mnemosy ne. Como una
historia del arte compatible, en suma, con una «antropología de las imágenes de
corte warburgiano».3
No es tarea fácil para el historiador del arte aproximarse a ello. Habituado a
ver en las obras un signo legible iconológicamente, ya sea como un mero reflejo
de las cosas, como portador de un «significado profundo», o incluso como cum-
pliendo una función social, el historiador formado en las principales tradiciones
de la historia del arte no reconoce el objeto nuevo que aquí se le propone. En su
disciplina, la suerte estuvo echada desde que Vasari pensara la obra de arte no
como algo que caía ante sus ojos, sino como algo que residía en sus ojos.4 El autor
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de Le vite —esa historia, neo-hegeliana avant la lettre, de la autorrealización de la
Idea— anticipaba así lo que siglos más tarde formulará Erwin Panofsky, a saber,
que la relación del ojo con el mundo no es tal, y que lo verdaderamente importan-
te es «la relación del alma con el mundo del ojo».5 Es decir, en la relación que
cerraba lo que Didi-Huberman llama la «caja de la representación», la misma que
a través del esquematismo kantiano (llegado desde Cassirer) seguirá rigiendo el
modelo de la imitación aun cuando éste se reoriente en torno a la investigación de
la función.
De ahí que ese nuevo objeto pueda resultarle también esquivo al historiador
que, asumiendo el dictum de Michael Baxandall, entienda que una obra de arte no
es sino «el depósito de una relación social».6 Pues, aunque ahora quede asociado
no únicamente a lo que «exprese» como «contenido» intrínseco, sino a un «estilo
cognitivo» formado como efecto de prácticas cotidianas (como calcular volúme-
nes de barriles, escuchar sermones o practicar la bassa danza), el objeto al que se
refiere este historiador es aún un efecto de la eucronía: es el producto de un tiem-
po idéntico a sí mismo y cuyo Zeitgeist incorpora. Ese objeto sigue, en suma, resi-
diendo en nuestros ojos, no en su singularidad; es aún el objeto de una historia del
arte entendida en «genitivo objetivo». Y ése, huelga decirlo, no será el que estudie
Georges Didi-Huberman.
Pues el «objeto» que a él le interesa rompe, en primer lugar, con la reducción
de lo visible a su legibilidad semiótica. Mediante la operación de poner en síntoma
lo visible y abrirlo a algo así como a su condición de posibilidad, es decir, a lo
visual, al acontecimiento que es lo visual, queda abortada su incardinación en una
función teleológica. Objetos ellos mismos paradójicos,7 los objetos que ahora co-
bran relevancia no podrán en efecto vehicular ninguna función que no sea dialéc-
tica, pues llevan la negación inscrita en su interior mismo. Symptôma, en griego,
es lo que «cae con», es el encuentro fortuito, el acontecimiento desestabilizador.
Un síntoma no es de hecho un objeto, sino un movimiento: el que surge precisa-
mente cuando los signos fracasan y emerge algo incomprensible pero «figurado
plásticamente», como Freud lo llamaba.8 Tomar por «objeto» esos movimientos,
los síntomas visuales que dan acceso a la vida subterránea de las imágenes, per-
mite ver cómo una «intensidad visual» trabaja como un proceso de disimula-
ción,9 cómo emerge lo desechado de la representación, su sobredeterminación
por una pervivencia subterránea. Igual que el gesto patético de la histérica permi-
te ver que, más allá del estímulo insignificante que lo desencadena, existe y traba-
ja un dolor acumulado en la memoria, el síntoma permite ver que la imagen tam-
bién «sufre de reminiscencias».10
La noción de imagen-síntoma implica así que el «objeto» de estudio de Didi-
Huberman es, en segundo lugar, un objeto anacrónico. La puesta en síntoma de lo
visible muestra que cada objeto es un palimpsesto, un haz de tiempos encontra-
dos que colisionan o se funden, se bifurcan o se entreveran pero que en cualquier
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