Hacia una justicia glocal

AutorDe Prada García, Aurelio
CargoUniversidad Rey Juan Carlos de Madrid
Páginas63-81

Ver nota 1

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1. Introducción

No parece haber discusión sobre el hecho de que la justicia estatal ha sido el paradigma dominante, tanto en teoría como en la práctica, no sólo en el pasado siglo xx sino desde la aparición misma del estado moderno en el que se inserta. Un estado considerado, también sin discusión, como «el lugar» y «el sujeto de la justicia»2 y sobre cuyo papel dominante, en teoría y en la práctica, tampoco parece haber desacuerdo y ello, de nuevo, no sólo en el siglo pasado sino desde su triunfo en europa occidental a comienzos de la edad Moderna.

No resulta tan claro, sin embargo, que tal forma de justicia y tal tipo de estado, el estado nacional, sigan siendo, hoy por hoy, los paradigmas dominantes y, menos aún, que lo vayan a ser en un futuro más

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o menos próximo. Más bien lo que parece ocurrir es que la justicia estatal y el propio estado nacional se enfrentan a desafíos que si bien no van a provocar necesariamente su desaparición, sí van a privarles de su carácter dominante. Y es que, en efecto, la naturaleza de esos desafíos es tal que nos encontraríamos ante un cambio de paradigma tanto en la concepción de la justicia cuanto en la de la forma política hasta ahora hegemónicas.

En lo que sigue se analizará brevemente el carácter hegemónico de la justicia estatal para señalar, a continuación, algunos de los principales desafíos que hoy enfrenta y que, en último término, resultarían ser parte de la crisis en la que estaría sumido el estado nación. Un estado que estaría dando paso a un nuevo paradigma político con su correspondiente concepción de justicia, lo que aquí se denominará justicia glocal.

2. La justicia estatal

Desde luego no es preciso utilizar muchas palabras para demostrar que la justicia estatal ha sido y, en cierto modo, aún es el paradigma dominante en teoría y en la práctica. Y en efecto, por decirlo en términos clásicos, el «dar a cada uno lo suyo» que subyace a la concepción occidental de la justicia ha encontrado y aún encuentra en el estado nacional su sujeto y su lugar «naturales». Sujeto por cuanto que es ese estado nacional el que ha determinado y aún hoy define quién es cada uno y qué es lo que le corresponde. Lugar natural de la justicia por cuanto que es en ese estado y a sus «naturales», a sus nacionales, a quienes se aplican esa definición y esa determinación.

Así, desde un punto de vista teórico, bastaría recordar cómo el primer pensador occidental de la soberanía estatal, jean Bodin, señalaba como primer atributo del príncipe soberano el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular3, o sea el de establecer quién es cada uno y qué es lo que le corresponde. Asimismo bastaría recordar cómo Montesquieu4, tras las huellas de Locke5, incluyó el poder judicial dentro de los poderes del estado o cómo el mismo Montesquieu6 en particular, enfatizó el modo en el que el poder judicial estaba sometido al poder legislativo de forma que, en los sistemas continentales, el juez se presentaba como la «boca muda» de la ley. La boca que daba a cada uno lo que le correspondía según previamente había establecido el poder legislativo.

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Tampoco se precisa de muchas palabras para demostrar cómo también en la práctica, el estado nación ha sido y aún es el lugar natural y el sujeto de la justicia para sus nacionales. Y ello mediante el control completo, el monopolio de la administración de justicia en todo «su» territorio sirviéndose de una organización que incluye diversas jurisdicciones: civil, penal, administrativa, laboral... Jerárquicamente estructuradas y que se corresponden con las diferentes relaciones de justicia que se establecen entre los habitantes del estado nacional. Desde el nivel puramente local de las comunidades de vecinos hasta el propiamente nacional con todos los habitantes del estado, pasando por los niveles municipales, provinciales y autonómicos por decirlo con el sistema establecido en el estado nación español. Obviamente esas relaciones de justicia no son todas las posibles pues, como se reconoce también unánimemente, hay relaciones de justicia entre habitantes de diferentes estados; entre nacionales de diversos estados. Ello no supone, sin embargo y en principio, una objeción, un desafío al carácter hegemónico de la justicia estatal. Y en efecto, es el estado el que en sus interrelaciones con otros estados tiene la última palabra en lo que toca a la justicia para sus nacionales, dado que, ciertamente, el derecho internacional es, hoy por hoy, eso: un derecho «entre naciones», «entre estados» descansando, por ello mismo, en el acuerdo de los estados-nación involucrados.

En principio, decimos, y es que bien podría argumentarse que ese acuerdo, esa necesidad de consenso con otros estados ha constituido y constituye un primer desafío para el carácter dominante de la justicia estatal. Y efectivamente tal necesidad de acuerdo implica que la justicia nacional no agota todas las relaciones de justicia posibles. Dicho de otro modo, el estado nacional no puede determinar por sí solo quién es cada uno y que es lo que le corresponde en todos los ámbitos sino que, al menos en alguno de ellos, precisa de acuerdos con otros estados.

Así las cosas, la mera existencia de acuerdos internacionales parece supone una cierta inadecuación, una insuficiencia de la justicia estatal como hegemónica. Una insuficiencia implícita si se quiere, pero que se ha ido haciendo cada vez más explícita en los últimos años llegando a afectar incluso a los más altos cargos del estado y, más aún, al núcleo mismo de la justicia estatal: a la jefatura del estado.

Dicha jefatura ha gozado tradicionalmente de inmunidad penal absoluta7 no sólo en su propio territorio sino también en relación a poderes externos. Y ello, ante todo, por razones puramente lógicas, para cerrar el sistema. En efecto, si la cúspide de la pirámide, por decirlo en términos kelsenianos, pudiera ser juzgada por un órgano del propio sistema entonces no sería tal cúspide sino que ese lugar lo ocuparía el órgano juzgador. Órgano que, por su parte, sólo cerraría el sistema si no

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hubiera otro órgano que revisase sus decisiones, pues si no se seguiría hasta el infinito y no cabría hablar propiamente de sistema. Por lo mismo, si el órgano juzgador del «jefe del estado» lo fuera de otro sistema entonces el «jefe del estado» no sería propiamente tal, sino un eslabón más dentro del sistema desde el que cabe juzgarle con lo que, de nuevo, tampoco podría decirse lógicamente que cierra el sistema.

Por supuesto no sólo hay razones puramente lógicas para la inmunidad penal del jefe del estado y de los más altos cargos del mismo sino también, y sobre todo, puramente políticas. En el interior del propio estado para evitar constantes o largos retrasos en el proceso ejecutivo causadas por continuas batallas legales o por ataques por parte de los partidos de la oposición. Y en cuanto al exterior, la protección acordada a los jefes de estado y altos cargos del mismo contra la persecución por poderes externos resulta ser, al parecer y en último término, consecuencia de la propia soberanía, de la independencia como característica básica del estado nación.

Ciertamente ha habido excepciones históricas a esta inmunidad, especialmente en los juicios tras la ii Guerra mundial en nuremberg y Tokio en los que altos cargos del estado alemán y del japonés fueron juzgados y en muchos casos condenados por los poderes de las potencias victoriosas. Pero esto no supuso necesariamente un desafío al dominio de la justicia estatal a causa de las excepcionales circunstancias creadas por la guerra y también por el hecho de que tales juicios fueron conducidos por los estados victoriosos contra sus antiguos enemigos (los perdedores) lo que viene a reafirmar lo insólito de la situación8.

Pues bien esa inmunidad penal del jefe del estado está cuestionada en los últimos años, no sólo a nivel interno sino sobre todo a nivel externo con lo que ello supone de desafío directo al corazón de la justicia estatal, a su carácter hegemónico. Trataré la cuestión examinando brevemente dos casos por orden estrictamente cronológico: el juicio a augusto Pinochet, iniciado por el juez Baltasar Garzón en 1998 y la orden de arresto dictada por la corte Penal internacional contra el actual jefe de estado del sudán, al Bashir, el año 2009.

3. La crisis de la justicia estatal

En cuanto al primero de ellos, en 1998, como es bien sabido, el juez B. Garzón se consideró a sí mismo competente en virtud de la jurisdicción universal para actuar contra el general a. Pinochet, ante-

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rior jefe de estado de chile gracias a un golpe de estado contra el gobierno legítimo de s. Allende. El juez argumentaba con base en el artículo 23.4 de la Ley orgánica del Poder judicial que, efectivamente, facultaba a los tribunales españoles a conocer determinados delitos cometidos fuera del territorio español por españoles o extranjeros. Una argumentación, por lo demás, refrendada posteriormente por la jurisprudencia del Tribunal constitucional9, al establecer que no era necesario ningún vínculo de nacionalidad española de las víctimas de tales delitos y que la única limitación expresa al ejercicio de esta jurisdicción universal era la de cosa juzgada.

Como es obvio esa asunción unilateral de la jurisdicción universal por parte de la justicia estatal española no era excluyente sino todo lo contrario. Y en efecto, el argumento en último término era que la comunidad internacional resulta afectada por esos crímenes de modo que cualquier tribunal del mundo, cualquier justicia estatal podía, basándose en la jurisdicción universal, actuar ratione materiae10 contra ellos.

No parece preciso abundar en lo que ello supone de desafío directo al carácter hegemónico de...

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