Gutiérrez Girardot y España

AutorJuan Guillermo Gómez García
Páginas63-76

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I

Un joven colombiano hoy, por razones comprensibles en términos sociológicos, va a España a conseguir empleo, no a buscar sus raíces culturales. Un empresario español, por razones económicas comparativamente comprensibles, se interesa por Colombia como inversionista, y no para promover una empresa de reconquista cultural. La asimetría actual en las relaciones entre España e Hispanoamérica está signada por el marco de la globalización, aunque los avatares de estas relaciones, en tensión desde la Independencia, conforman uno de los capítulos más significativos de la identidad hispanoamericana de los últimos dos siglos. La asimetría puede crear tensiones, equívocos, distanciamientos, cuya significación en la historia cultural varía al calor de los intereses que se ponen en juego. Y ese juego de espejos en el cuerpo de los polos de «las Españas» se ha visto deformado o trasfigurado de diversas maneras.

España fue, para la inteligencia hispanoamericana, desde Fernández de Lizardi y Andrés Bello hasta entrado el siglo XX, un asunto primordial en el debate histórico, político y cultural. Un recorrido atento por las páginas de las figuras más representativas de la inteligencia hispanoamericana -como los dos mencionados, Sarmiento, Martí, González Prada, Montalvo, Rubén Darío- pone de presente la rica gama de tópicos y la compleja toma de posición de los hispanoamericanos ante el Minotauro ibérico. España que fue halagada abiertamente por la pluma del joven Bello en su «Oda a la vacuna» y condicionadamente en el «Resumen de la historia de Venezuela», fue objeto de duros ataques por Sarmiento y violentas observaciones por González Prada. Sobre ese fondo de la discusión de la significación de la empresa española en América hispana, se definió la personalidad intelectual del Continente que, encontró, por ejemplo en las páginas del adolescente José Martí, «El presidio político de Cuba», el mayor tributo y el más sentido desprecio por la Madre Patria. La Madre había ultrajado a sus hijos, se había auto-negado en la violencia hecha a sus colonos y debía ser desterrada de los corazones de los patriotas americanos. España que les había dado la lengua de Castilla a sus hijos, se prolongaba y enriquecía en la lengua de Martí, para protestar de la inhumanidad porfiada de los malos peninsulares. Los cubanos eran los genuinos hijos de Cervantes, y eran ellos como americanos los que sabían preservar lo más sagrado de su ser cultural.

Si el siglo XIX significó un reconocimiento y a la vez una despedida de la Metrópoli, en autores como González Prada, Martí o Rubén Darío España fue un problema renovado, una cifra de la propia identidad, una ocasión propicia para afirmar la anhelada independencia literaria que, desde el poema inaugural de Bello, «Alocución a la poesía», reclamaba para la América hispana su timbre más alto: «tiempo es que dejes ya la culta Europa». Fue el precoz proletario peruano José Carlos Mariátegui, acaso el primer intelectual de rango continental, quien desplazó decididamente el acento, y en su viaje a Europa no pisó España, tal vez porque entendió anticipadamente que allí no se le había perdido nada.

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Creemos que la Revolución cubana y el llamado boom novelístico acentuaron, consciente o inconscientemente, ese abismo entre España e Hispanoamérica. La Habana se convirtió, como lo demuestra Claudia Gilman en su libro Entre la pluma y el fusil, en la capital «anti-intelectual» latinoamericana, en cuya política cultural no cabe una referencia a la tradición española. Es decir, que se daba como estocada final al toro hispánico, que había sido la insignia de nuestra raza para Lucas Alamán, Miguel A. Caro o Juan Zorrilla de San Martín («Blanca [tu raza, nuestra raza]», le recuerda a su esposa en la dedicatoria de Tabaré el poeta católico, «ha quedado viva sobre el cadáver del charrúa... las últimas notas en mi poema son los lamentos de la española y la oración del monje; la voz de nuestra raza y el acento de nuestra fe; la caridad cristina y la misericordia eterna»), en esa intricada relación pos-independentista. España, en realidad, había hecho poco por enmendar la plana con su intransigencia y empecinamiento -desde la Regencia y luego al restablecimiento de Fernando VII- y menos con la arrogancia mal disimulada, en las plumas finiseculares de Juan Valera,1Menéndez Pelayo o Miguel de Unamuno. No sólo la violencia de la reconquista fallida o los tardíos reconocimientos diplomáticos de España a las repúblicas hispanoamericanas -los últimos fueron Colombia en 1881 y Cuba en 1898- habían ahondado las heridas. También los gestos, de aparente fraternidad de la época canovista, sirvieron para ratificar las suspicacias de los pensadores hispanoamericanos. Basta recordar como el desdén de los peninsulares arrancó al tradicionalista Ricardo Palma páginas de reproche y quejas que, a finales del siglo, parecían repetir argumentos viejos.

Mariátegui en los veinte o los exaltados intelectuales marxista-leninistas de los sesenta y setenta cerraban un círculo que sin ellos advertirlo, había abierto la «Biblioteca Americana» de Juan García del Río y Andrés Bello en 1823. La fecha era el símbolo de un periplo contradictorio en que, coincidían cronológicamente el restablecimiento de la monarquía absolutista de Fernando VII por la tropas francesas de la Santa Alianza y los intentos de gestión de reyes de casas europeas para garantizar la estabilidad política de las nuevas naciones independientes. Bello y García del Río, que compartían ideas de monarquismo constitucional como solución al caos político, formularon la primera declaración de independencia cultural de las nuevas naciones americanas. El Occidente, vestido de un talar clásico, ofrece a la América, de bellos pechos desnudos, tres niños, portadores del saber de las ciencias, las artes y las letras. América hispánica se constituía en una totalidad cultural, autónoma, tributaria de los pueblos más civilizados, «...hasta que llegue la época dichosa, en que la América, a la sombra de gobiernos moderados y de sabias instituciones sociales, rica, floreciente, vuelva con usura a la Europa el caudal de luces que hoy le pide prestado, y llenando sus altos destinos, reciba el incienso del mundo».

Rafael Gutiérrez Girardot, quien encarnó con su obra crítica para su generación la ratificación de «esos altos destinos», ofrece una variación del caso complejo España-Hispanoamérica que tiene casi dos siglos de historia. El llamado a la independencia literaria de Bello y García del Río fue para él una nota distintiva de su personalidad crítica y quiso enriquecer una tradición intelectual vigorosa que hace de España y la

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tradición hispánica en América un debate determinante y siempre susceptible de enriquecer. España fue, para Gutiérrez Girardot, objeto de duras críticas en la línea que va a Sarmiento-González Prada-Borges, pero también de consideraciones valorativas penetrantes, en el sentido inaugurado por Bello (su estudio de El Cid) y que renuevan en el siglo Alfonso Reyes y Henríquez Ureña. Su atención a la filosofía y literatura hispánica, de Quevedo a Juan Goytisolo, su residencia de años cincuenta en Madrid, en donde visitó las lecciones de Ortega y Gasset y Xavier Zubiri y donde hizo entrañables amigos, y su permanente contacto con el medio académico y con órganos culturales como la revista Quimera, son algunos de elementos de una relación rica, peculiar y simbólica de las relaciones intelectuales de España e Hispanoamérica en la segunda década del siglo XX. Gutiérrez Girardot renovó esa relación y de sus múltiples aproximaciones -de atracción, tensión, reserva, rechazo- a la Península son de extraer diversas consecuencias. Es presumible adelantar que acaso no existe en el último medio siglo de vida intelectual en Hispanoamérica alguien a quien cabe reconocer un más íntimo conocimiento de la producción literaria española, de sus peculiaridades universitarias, de su vida intelectual; alguien quien la haya juzgado con tanta pasión e interés; alguien quien haya tratado de entrever en los resortes más íntimos de la vida peninsular una clave decisiva de la vida hispanoamericana. Gutiérrez Girardot vivió y conoció a España, en forma excepcional, la atacó sin ambigüedades, pero también la valoró sin reservas en sus representantes literarios más destacados; la «redescubrió» para los ojos hispanoamericanos que miraban, por otras justificadas razones, a la Península como cosa del pasado o la miran hoy como fuente de trabajo asalariado, mal pago.

Colombia, cuya cultura literaria gravitó empecinadamente en la órbita peninsular hasta entrados los años sesenta, en realidad, renovó creativamente en la obra crítica de Gutiérrez Girardot una herencia que se volvió negativa. La herencia hispánica, signada por la férula conservadora de Caro, había sobrevivido a la circunstancia de la Regeneración y prolongado la devoción a las raíces peninsulares durante el siglo XX, como testimonio de una de las más afectadas y apolilladas literaturas en el Continente. Así como Gutiérrez Girardot aseguró que: «Sin Piedra y Cielo -grupo poético que rendía tributo a la obra de Juan Ramón Jiménez- no hubiera sido posible Cien años de soledad de Gabriel García Márquez», porque el «piedracielismo» le facilitó «la base de su propio lenguaje», también cabe asegurar que sin la herencia literaria colombia-na, tan arraigada en la tradición hispánica, no hubiera sido posible la renovación de la imagen de España por parte del crítico colombiano. Si se piensa que por los años de inicio de su carrera literaria se publicó Ancha es Castilla (1954), obra en que el cundi-boyacense Eduardo Caballero Calderón escribía con emoción y trance su encuentro con España e informaba de la honda impresión que le causaron paisaje y ruinas, que sabía de memoria de antemano; si se piensa que en esa obra enfatizaba en sus raíces castellanas puras: «[...] sentí que regresaba a...

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