Germán Arciniegas. Aquella utopía llamada América

AutorJuan Gustavo Cobo Borda
Páginas27-41

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Germán Arciniegas Angueyra nace en Bogotá el 6 de diciembre de 1900 y muere en la misma ciudad el 30 de noviembre de 1999. Periodista, ensayista, historiador, profesor universitario, diplomático. Fue ministro de Educación en dos ocasiones (1942-1943 y 1945-1946) representante a la Cámara (1932-1938) y senador (1958). Vicecónsul en Londres, en 1939 es nombrado ministro consejero de la Embajada de Colombia en la Argenti-

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na. Embajador en Italia e Israel ejerce el cargo en el primer país hasta 1962. En 1967 es nombrado embajador en Venezuela y en 1976 es designado embajador ante la Santa Sede, donde permanece hasta 1978. Regresa a Colombia como profesor a la Universidad de los Andes y dona sus libros (15.934 volúmenes) y archivo a la Biblioteca Nacional.

Retoma así sus tareas pedagógicas que lo llevaron antes a pasar toda una década (1949-1959) como catedrático en la Universidad de Columbia, en Nueva York y fundar, en 1921, y con el título precisamente de Universidad, su primera revista, que tuvo dos épocas: 1921-1922 y 1927-1929. Dirigiría varias otras: Revista de las Indias (1939-1944), Revista de América (1945-1957), Cuadernos, en París (1963-1965) y Correo de los Andes (1979-1989).

Estudió derecho en la Universidad Nacional y fue elegido secretario de la Federación de Estudiantes, desde donde inició una activa correspondencia con varias de las figuras americanas más destacadas del momento: José Ingenieros, José Vasconcelos, Aníbal Ponce, Héctor Ripa Alberdi, Francisco Romero y Víctor Raúl Haya de la Torre. En 1923, a través suyo, Vasconcelos dirigió su célebre carta «A la juventud colombiana», y las propuestas que Vasconcelos desarrolló como secretario de Educación Pública en México (1921-1924), lo mismo que la reforma universitaria de Córdoba (Argentina) de 1918 encontraron en Arciniegas su divulgador más entusiasta. Autonomía universitaria, libertad de cátedra, extensión cultural fueron temas recurrentes de sus iniciales columnas de periódico, desde el año 1919 en El Tiempo de Bogotá y luego en la prensa de todo el continente.

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En su libro póstumo La taberna de la historia (Bogotá, Planeta, 2000) Germán Arciniegas pone a dialogar en Cartagena de Indias, en una taberna llamada Magallanes, a Cristóbal Colón, Américo Vespucci y Vasco Núñez de Balboa. A la reina Isabel la Católica, al papa Borgia, Alejandro VI y a una indígena americana. Último coloquio de sus personajes favoritos.

Lo desarrolla con soltura y su innegable erudición apenas si se percibe en una cita sabrosa. En una tesis imprevista. Resultaba como una sencilla síntesis de cuanto había dicho y escrito. Que era mucho. En principio 63 libros. Toda su carrera de escritor estuvo supeditada a las urgencias diarias del periódico, y éste tampoco oculta tales orí-genes. Sus páginas se resentían así de premura y esquematismo. Sólo que también dichas páginas poseen una brillante capacidad de observador-retratista y una innegable fuerza imaginativa. Viñetas de humor y poesía.

En ocasiones puede dar demasiadas cosas por sabidas pero en realidad el siglo íntegro que dedicó a hablar de las figuras antes mencionadas, y algunas pocas más, como Bolívar y Santander, lo convirtieron en un formidable divulgador y un pedagogo insustituible. Le daba vuelta a una misma materia, analizándola desde todos los ángulos y su enfoque, claro está, se afinaba con los años, con los viajes, con las nuevas lecturas, con las efemérides conmemorativas. Tal el caso del quinto centenario del descubrimiento de América, que le permitió poner al día, con lúcido vigor polémico, sus ya conocidas tesis en contra de la leyenda rosa española, como quedó consignado en América Ladina (1993).

Solo que el motor central de su tarea como escritor ya lo había trajinado desde su primer libro: El estudiante de la mesa redonda (1932). Era América como problema. La mejor forma de contar su historia desde una perspectiva propia. Fue fiel a tal anhelo y nunca claudicó en la empresa. Esta terquedad esclarecedora resulta admirable, máxime en un país donde incluso sus maestros, como Baldomero Sanín Cano, apenas si nos legaron obras fragmentarias y dispersas.

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Era un viajero despierto que anotaba sus impresiones como hizo en sus libros sobre Estados Unidos, el Caribe, Rumania y, sobre todo, en Italia, guía para vagabundos (1957). Y era también un profesor desbordado de incitaciones, al animar su cátedra con el fuego cordial de sus ideas: El continente de siete colores. Historia de la cultura en América Latina (1965). Pero donde se vuelve quizás más vivo su estilo y más compenetrado con su tema, en sincera empatía, es en calidad de biógrafo. Así lo confirman los dos tomos de América Mágica (1959 y 1961).

Una rica galería que va de José Martí a Benito Juárez, de Domingo Bautista Sarmiento a Fray Servando Teresa de Mier, de Benito Juárez a Juan Montalvo. Arciniegas, no hay duda, fue en su generación el que tuvo una visión americana más amplia, el que rompió el cerco autista que aislaba a Colombia del resto del continente, y el que mantuvo un contacto más directo y eficaz con las figuras claves de la época, trátese de Alfonso Reyes en México como de Victoria Ocampo en la Argentina, para citar sólo dos altos ejemplos.

Pero a las doce biografías masculinas del primer tomo, hay que añadir ahora las doce biografías femeninas del segundo, que lo hacen un indudable pionero en el rescate de esa otra voz. Allí están Sor Juana Inés de la Cruz y Policarpa Salavarrieta, Manuela Sáenz y Flora Tristán, Anita Garibaldi y Gabriela Mistral. Lo íntimo y lo público, lo callado y lo explícito, lo cotidiano y lo colectivo son categorías que entreteje con astucia para darnos retratos válidos, en donde las desnudas fechas de la historia se recubren y ordenan dentro de una perspectiva americana mucho más amplia: la de nuestra cultura.

Supo desde el principio que la literatura, el arte, la arquitectura, la artesanía y la música, habían conformado en América una continuidad creativa que nos compensaba de tantos fracasos propios y tantas deformaciones extranjeras. La cultura terminaba por superar una política que no garantizaba ni equidad ni justicia.

Gracias a tal constancia, sucesivas generaciones de lectores, en español y en otras lenguas, han obtenido una visión sencilla de asuntos complejos. El desfase, por ejemplo, en el descubrimiento, entre las utopías que lo impulsaron y los hechos que refutaron tales teorías. Entre las ideas y los actos. La distancia indudable que media entre Tomás Moro y el padre de las Casas. O el delirio aurífero de Colón y su pretensión de salvar tantas almas para Dios y la corona española.

Visto todo ello como un escenario teatral y en ocasiones cinematográfico al cual se asoman, se confrontan y salen, para volver bajo un nuevo avatar, los recurrentes Colón, Vespucio o la reina Isabel, Jiménez de Quesada o Nicolás de Federmann.

Arciniegas logró así que las figuras resucitadas en la columna de prensa abandonaran una historia yerta y nos sorprendieran, una vez más, con la inmediatez concreta de sus gestos o la capacidad evocativa de sus parlamentos. Un ingrediente de ficción novelística dinamiza así su escritura y la encamina, como conclusión y para este período inicial de nuestra historia, el del descubrimiento y la conquista: encuentro de dos mundos, a la misma conclusión que formula Roger Chartier en su libro El juego de las reglas: lecturas:

En el siglo XVI, para la mayoría de los hombres de Occidente, la mirada asombrada sólo puede desembocar en el deseo de posesión. Los indios pierden con ello su tierra y sus vidas. Los europeos dejan su alma.

De ahí las diferencias abismales entre una visión eurocentrista del mundo y una incipiente pero necesaria aproximación americana que Arciniegas contribuiría a desarrollar con ardor de misionero, tal como recalcó desde América, tierra firme (1937) y que lleva el curioso subtítulo de «Sociología».

Allí cuestiona a los profesores de la Sorbona y prefiere apelar a los cronistas de Indias. Primera mirada, casi siempre de conquistadores o sacerdotes, sobre una página

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aún virgen. Sólo que el sustrato indígena, que se preservó en esos pocos pero hermosos códices salvados de la hoguera inquisitorial, no son su referencia básica. La voz cegada que Miguel Ángel Asturias recobraría en Leyendas de Guatemala, Popol Vuh y El Señor Presidente, no será la suya. Le interesa más lo criollo del mestizaje que la formidable resistencia indígena, hasta nuestros días.

Los libros de Arciniegas han sido también cuestionados por su ligereza documental o bibliográfica. Parecen no cumplir con los requisitos académicos. Al contrario: se hallan urgidos por la desazón de un testigo partícipe que pasea en principio por cinco siglos de historia y acribilla a todos sus protagonistas con vitales preguntas.

Así lo hace Entre la libertad y el miedo (1952) obligándonos a pensar en la perdurabilidad democrática del continente americano en medio de la recurrencia inexorable de la intentona golpista y el régimen militar. No nos olvidemos que en el momento de escribirlo convivían Batista y Somoza, Rojas Pinilla, Pérez Jiménez, Perón, Trujillo, Stroesner, Hernández Martínez y Carias. Una época oscura que ha sabido recrear de modo único Mario Vargas Llosa en La fiesta de/chivo (2000) donde el asesinato de Jesús de Galíndez, compañero en Columbia University de Arciniegas, muestra la sordidez criminal de quienes, como Trujillo, con la bendición de la Iglesia y el apoyo de Estados Unidos, se erigían como barricada contra el bacilo comunista, en los grises años de la guerra fría.

Quizás por ello, años más tarde, se remonta Arciniegas en la independencia a las figuras emblemáticas de Bolívar y Santander para intentar extraer de allí las raíces que aún nos nutren y determinan. Bolívar y...

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