Enseñando la significación del genocidio y nuestra indiferencia: el museo de la guerra de la liberación, daca, bangladesh

AutorWayne Morrison
Páginas275-304

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Parte I La representación y la localidad

Cuando el presidente Yahya Khan, el dictador militar de Pakistán, decidió masacrar a los bengalíes de Pakistán Oriental por atreverse a demandar autonomía regional, la trágica ignorancia del mundo acerca de este país fue un factor de inestimable valor para él. Dado que existía poca gente que supiera o se preocupara por el pueblo de Pakistán Oriental, menos aún se preocuparía de cuántos él masacró. A ningún periodista se le permitió ver lo que él estaba haciendo. Las masacres tuvieron lugar calladamente, como si ocurriesen en alguna región remota y desconocida [Robert Payne, Massacre, Introduction, citado en un encabezado de una pantalla en el Museo de la Guerra de la Liberación, Daca].

Alguien que esté eternamente sorprendido de que exista la depravación, que continúe viviendo la desilusión (incluso la incredulidad) al confrontarla con la evidencia de lo que los humanos son capaces de infligir bajo el modo de crueldades horribles y de intervención sobre otros seres humanos, no ha alcanzado la adultez moral o psicológica.

Nadie, después de cierta época, tiene el derecho a esta clase de inocencia, de superficialidad, de este grado de ignorancia, de amnesia.

Ahora tenemos un vasto depósito de imágenes que hacen más difícil mantener esta clase de deficiencia moral. Dejemos que las atroces imágenes nos persigan. Aun cuando ellas son sólo fichas, y no pueden abarcar la mayor parte de la realidad a la que se refieren, incluso así juegan una función muy vital. Las imágenes dicen: conserve estos sucesos en su memoria [Sontag 2002: 272].

La maquinación y el asesinato han sido la maldición de Bangladesh —su legado de sangre. Esto no finalizará hasta que la rendición de cuentas pública y la secuencia de crimen y castigo se establezcan firmemente [Mascarenhas 1986: 183].

En el imaginativo apartheid de la modernidad, tanto el Congo bajo la administración del rey Leopoldo II, como Pakistán Oriental en las décadas de 1960 y 1970, eran regiones remotas y en su gran mayoría desconocidas; los «crímenes» que ocurrían allí apenas se registran en la conciencia histórica global. Hoy ambos tienen sitios, museos, que de un modo diferente demuestran el juego de poder para institucionalizar y presentar (o prevenir) el recuerdo histórico a través de exhibiciones de material de la cultura. En tanto que los espacios de parques y los edificios del Museo Real para el África Central en Bruselas recuerdan la herencia del sitio como una parte previa de los

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campos de un castillo, ellos han escondido en buena medida los crímenes que les dieron las finanzas y que contribuyeron a su reconversión. En contraste, el Museo de la Guerra de la Liberación, en Daca, habita en un reino espacial e imaginativo diferente.1 Sobre una pequeña calle lateral en el centro de Daca, el museo ocupa una transformada casa alquilada de tres pisos y sus áreas verdes (Figura 9.1). La casa ofrece al visitante algo del sabor de la vieja Daca (entonces llamada Dacca), pero además hay un sitio despejado para el futuro edificio, un destino que pronto puede acontecerle al museo. Enfrente, hay una casa de similar antigüedad, ocupada y utilizada por un conocido doctor y su clínica. Junto a ésta, hay un pequeño taller de reparación de autos a la sombra de un edificio de departamentos de ocho pisos, llamado Eastern Dream (con un cartel en la puerta que anuncia que es un área para no fumadores). Gran parte del área de los alrededores se ha convertido en bloques de edificios de ocho pisos con una mezcla de oficinas (La Sociedad de Consumidores de Bangladesh; la Unidad de Periodistas de Daca), y carteles sobre los faroles de las calles aledañas señalando hacia la Brand Marketing International Limited. Alguna gran palmera sobrevive, de cierto modo descolorida por su leve cobertura de polvo, en tanto que en las calles estrechas los rickshaws* batallan contra el creciente número de automóviles. Junto con los sonidos de las bocinas de los autos y la construcción, llegan los graznidos de los ubicuos cuervos negros que pelean a través de Daca con los indigentes callejeros por la basura de la vida urbana. Dentro del museo, una exhibición fotográfica muestra una época donde los cuervos se hacían un festín con la carne humana, se titula simplemente «Genocidio».

Un terreno diferente —una metafísica que contrasta con el MRAC de Bruselas, pues éste es miembro de la coalición de los Museos de Conciencia.2Su papel no consiste en ofrecer un lugar «adonde la gente vaya a ver [objetos hermosos], sino donde las personas vayan a reflexionar» (director, Akku Chowdhury). Éste es un lugar para la «nueva museología» de narrativa y confrontación, donde la conservación implica manejar el material cultural de las memorias; memorias de esperanza, de lucha, de sangre, de desesperación, de pérdida y de superación.

Uno entra por debajo de un cartel que dice en inglés «quitemos el odio y los prejuicios del mundo y comencemos por mí».3De manera bastante incongruente, un auto-móvil Mini Minor 1000 (que fue conducido por un doctor en la lucha de 1971) descansa frente a dos guardias armados que revisan tu portafolios (esto ocurre después del 11 de septiembre, y el museo puede ser un blanco para el terrorismo). Detrás del auto se encuentra la entrada al auditorio, sobre su puerta hay un cartel de la Red Asiática de la Corte Penal Internacional: «Con la Corte Penal Internacional (CPI), gana la justicia. Ganamos todos. Ratificar el Estatuto de la CPI ahora». Por las mañanas, el auditorio muestra una presentación en vídeo para una de las muchas escuelas que visitan el museo a través del programa de extensión. Cuando, en mi visita de enero de 2003, miré dentro de él, estaba ocupado por un miembro del personal mirando una transmisión televisiva de la India jugando un partido de fútbol contra Pakistán. (Media hora después, esta persona apareció con excitación para contarles a todos que India había derrotado a Pakistán, que como Bangladesh había vencido a India 2-1 dos días antes, era fuente de cierta satisfacción personal y aseguraba que Bangladesh pasaría a la final de la competición, que finalmente ganó.) Dentro de la oficina de la administración, otro anuncio ofrecía un simple mensaje: «Queremos el juicio de los criminales de guerra pakistaníes del genocidio de Bangladesh de 1971».

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FIGURA 9.1. El Museo de la Guerra de Liberación, Daca (foto: Wayne Morrison).

Es improbable que consigan esto. Hay un museo dedicado a establecer el significado del crimen —específicamente, el museo reclama el «genocidio»— para el nacimiento de una nación: Bangladesh.4La historia que cuenta es cómo al final del Gobierno colonial británico, el subcontinente indio se dividió en «dos naciones», la India hindú y el Pakistán islámico (1947).5Pakistán tenía dos entidades cultural, social y lingüísticamente diferentes, separadas por más de mil millas, pero unidas en nombre del islam en un enlace político que operativamente dejó al Pakistán Oriental bengalí efectivamente como colonia de Pakistán Occidental. La lucha política del pueblo de Pakistán Oriental, el pueblo que habla bengalí, que proveía de un área de territorio que fue durante siglos un lugar de diversidad, fue repelida y se etiquetó como una rebelión, que debía ser aplastada. En consecuencia, se llevó a cabo durante nueve meses un genocidio horriblemente sangriento por parte de los gobernantes militares de Pakistán Occidental para someter el nacionalismo bengalí y sus tradiciones culturales, para hacer que el pueblo se volviera dócil y gobernable. En las narrativas ofrecidas, el genocidio se libró contra un Estadonación de nueva creación, en tanto que una cultura reafirmaba su identidad;6incluso otras voces contaban la naturaleza de final abierto de la lucha.

El museo y los materiales vendidos a través de su tienda comercial ofrecen narrativas de identidad nacional; luchas desde abajo y el recurso a la violencia por parte del soberano contra su pueblo, cuyo poder tenía en teoría que servir para protegerlo. El comercio presenta imágenes de violencia genocida usada en una desesperada política por preservar una entidad político-religiosa que no reflejaba las necesidades y los deseos del pueblo de Pakistán Oriental. La narrativa parece ofrecer un mensaje universal. Tal como lo expresa el mensaje de la dedicatoria impresa en el folleto que reciben los

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visitantes, el museo «está dedicado a toda las personas amantes de la libertad en el mundo y a las víctimas de las absurdas atrocidades y la destrucción cometidas en nombre de la religión y la soberanía. Este museo es prueba de que la determinación puede superar todos los obstáculos para ganar la libertad».7Esta narrativa de exitosas resistencia y lucha compite con otra que no se articula dentro de los confines del museo. Ese otro mensaje proviene de la negligencia y la ignorancia internacionales, de los trucos de un orden mundial de cínico poder por parte de los Estados donde la justicia global no es un concepto con mucha fuerza de atracción. Bangladesh nació en medio de los juegos de la Guerra Fría, y tuvo lugar en una red mundial de Estados-nación en los cuales la ausencia de poder de Bangladesh contribuye a un legado no resuelto. En su texto de 1986, Anthony Mascarenhas —el periodista que hizo mucho por atraer la atención mundial sobre la situación de 1971— llama a esto «el legado de sangre». Él no es el único en afirmar que la drástica situación de la ley y el orden y la falta de instituciones políticamente estables que parecen haber sido comunes desde la independencia se produce, en parte al menos, por medio de tensiones irresueltas de los eventos de...

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