Galeras y casas de corrección de mujeres (ss. XVII-XIX)

AutorIsabel Ramos Vázquez
Páginas495-514

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I Introducción

Antes del siglo XIX, las prisiones no se utilizaban como pena, sino fundamentalmente como medida cautelar (“carcer ad continendos homines non ad puniendos haberi debet”). Se utilizaban para custodiar a los reos más cualificados hasta finalizase la causa y se ejecutara la sentencia, o como medida coactiva para mantener a buen resguardo a los condenados por deudas (“pro debito”) hasta que pagasen lo debido. La cárcel perpetua estaba prohibida por el derecho civil como sanción porque, desde el Derecho romano clásico de la Recepción, se consideraba una “species servitutis” o forma de esclavitud, impropia de hombres libres1.

Ahora bien, frente a la doctrina civilista que prohibía la privación de libertad como pena, el derecho canónico sí permitía que la prisión pudiera ser utilizada por la jurisdicción eclesiástica como forma de sancionar, de un lado por el impedimento moral que tenía la Iglesia para ejecutar “penas de muer-

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te, y efusión de sangre”, y, de otro, por la finalidad correctiva que el derecho canónico daba a la sanción frente al derecho civil2.

La pena de prisión en los monasterios, conventos u otros lugares religiosos, se utilizó así desde época temprana por la jurisdicción eclesiástica para los propios miembros del clero, y para las mujeres nobles u honradas que hubieran cometido algún “yerro” o desliz, sobre todo si éste tenía que ver con la moral sexual, de la que se ocupaban preferentemente los párrocos3.

La protección de la jurisdicción eclesiástica sólo alcanzaba a las mujeres honradas, a decisión de los prohombres de cada lugar. Frente a ellas, las mu-jeres de mala vida o infames solían sufrir otro tipo de sanciones, ejecutadas por la jurisdicción regia u ordinaria, como la vergüenza pública, la pena de azotes o fiagelación, e incluso la pena de muerte en la horca o en la hoguera (generalmente para hechiceras o herejes).

En este sentido, las diferencias que se observan en las leyes por razón de la condición o fama de la mujer son más que evidentes. Las mujeres amancebadas de mala fama, por ejemplo, eran castigadas en el derecho castellano a penas de destierro y de azotes, además de económicas, mientras que para las mujeres honradas que se hubiesen cometido el mismo delito, se preveía la posibilidad de que el hombre las dotara para casarse, de que viviesen solteras como honestas o, “si quisiere entrar en Orden, sea dada la dicha pena para con que se mantenga en el dicho Monasterio”4.

De la misma manera, el derecho castellano del Fuero Real y las Partidas preveía la pena de reclusión perpetua en un monasterio para las mujeres de buena fama que hubieran cometido adulterio, mientras que sus cómplices del delito, es decir, los hombres que las habían seducido, eran castigados con la pena de muerte, que incluso podían ejecutar inmediatamente los maridos engañados, en defensa propia, si los sorprendían en la comisión del ilícito5.

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En cualquier caso, la criminalidad femenina durante la Baja Edad Media no fue abundante, y estas sanciones no dejaron de ser muy minoritarias. En esta época, la forma de vida rural y la protección de la familia impedía que la necesidad acuciase la delincuencia de las mujeres, y éstas se contemplaban en los ordenamientos jurídicos antes como víctimas (de rapto, violación, incesto…) que como sujetos activos de delitos. Los delitos típicamente femeninos, que eran los que tenían que ver principalmente con una moral sexual relajada, la prostitución o el amancebamiento, eran, por lo demás, tolerados en esta época como un “mal menor” o un “bien común” (no así el adulterio), que impedía la comisión por parte de los hombres de mayores atrocidades6.

Pero en la Edad Moderna la situación comenzó a cambiar. La Contrarreforma católica definida en Trento elevó a unos de sus principios fundamentales la defensa de la continencia y la moralidad como único camino de llegar a Cristo, condenando duramente los delitos de lujuria de los que eran sujetos activos las mujeres, y dando lugar a una nueva época de intolerancia o persecución de pecados o delitos como el amancebamiento o la prostitución7.

A esta acción moral de la Iglesia se unieron las Monarquías católicas en general, y las hispánica es particular, no sólo por erigirse en bastión de lucha contra las corrientes heréticas europeas, sino también porque en la Edad Moderna la criminalidad femenina, y todo lo que movía a su alrededor, había alcanzado niveles preocupantes de cara al mantenimiento del orden público. La crisis rural había arrastrado a las ciudades a un gran número de prostitutas, que en principio trataron de controlarse en las mancebías públicas8, pero que

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a la larga crearon a su alrededor un ambiente de rufianes, alcahuetas, vagos y maleantes, contra los que los poderes públicos no tuvieron más remedio que comenzar a actuar con mayor rigor.

A esta doble acción de la Iglesia y la Monarquía contra las prostitutas, mancebas y mujeres de mala fama en general, es a la que Michel Foucault se refirió hace tiempo con la expresión del “dispositivo de la sexualidad”9, y se tradujo en la práctica en una mayor persecución y castigo de las mujeres a partir de la segunda mitad del siglo XVI, y especialmente el siglo XVII, aumentándose los índices de la criminalidad femenina, y acuciándose los problemas relativos a sus particulares formas de sancionar.

Ahora bien, frente a la finalidad de retribución y prevención, y al creciente utilitarismo que empezaba a aplicarse en el castigo de los hombres, lo que seguía preocupando en esta nueva época de criminalización femenina era principalmente la corrección de las mujeres. No olvidemos que ellas, como los menores o dementes, gozaban de una especial protección jurídica por ser consideradas menos capaces, y de lo que se trataba era de enmendar su conducta para devolver a la comunidad mujeres honestas.

La labor humanitaria realizada en este sentido por determinadas congregaciones religiosas fue de capital importancia, y sirvió de precedente y modelo para la posterior erección de la primera cárcel específica de mujeres en España, fundada a principios del siglo XVII. Pero antes de que ésta se institucionalizara con carácter público, las primeras “Casas de Arrepentidas” o “Casas de Recogidas” para albergar a mujeres que voluntariamente quisieran apartarse de la mala vida, fueron debidas en España, como en el resto de Europa, a la iniciativa privada de algunas órdenes religiosas, y muy en particular la Compañía de Jesús10.

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La creación de este tipo de casas para mujeres, al parecer desde la primera mitad del siglo XVI11, fue un fenómeno común en toda Europa, impulsado por la nueva ortodoxia cristiana que quedaría definida en Trento12. En España se fundaron casas de arrepentidas o recogidas en casi todas las grandes ciudades (Sevilla, Toledo, Málaga, Madrid, Valencia, Zaragoza, Cuenca, Córdoba, Granada, Jaén…), a lo largo de toda la Edad Moderna13. Pero, sin duda alguna, la más conocida de ellas fue la Casa de Arrepentidas de Valladolid o Colegio de Santa Isabel, que fue dirigida por la Madre Magdalena de San Jerónimo y sirvió de modelo para la creación de la primera cárcel de mujeres.

Su propia fundadora describió su funcionamiento y los objetivos que perseguía en el tratado con el que, posteriormente, trataría de convencer al monarca para la creación de la cárcel de mujeres14. Gracias a ellos sabemos que en el interior del Colegio de Santa Isabel se imponían diversos trabajos a las mujeres (costura, cocina, limpieza, labores de encaje…), a las que se les enseñaban los mismos y se les instruía moralmente a través de un disciplinado sistema. Se levantaban temprano, se vestían con unas toscas vestiduras, y comían pobremente de lo que ellas mismas cocinaban, siempre bajo la estrecha

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vigilancia de las religiosas que las custodiaban, quienes pretendían reeducarlas con su ejemplo para devolverlas a la sociedad.

Junto a las Casas de Arrepentidas, surgieron también desde finales del siglo XVI las llamadas “Casas de Misericordia”, para solucionar el problema de la vagancia o mendicidad en España. Al igual que aquellas, se trataba de establecimientos puramente asistenciales (no punitivos o penitenciarios), y estaban dirigidos por cofradías u órdenes religiosas, dependiendo en su mayoría de capital privado. Pero aunque alguna autora ha insistido en su importancia en el recogimiento de mujeres “desviadas”15, la principal diferencia con respecto a las Casas de Arrepentidas o de Recogidas es que las Casas de Misericordia amparaban fundamentalmente a pobres o vagabundos, eso sí, de ambos sexos y de todas las edades, siendo éstos los lugares señalados para el recogimiento de las mujeres enfermas, pobres o tullidas, y también de las huérfanas o menores de edad.

II Las galeras de mujeres

En el año 1598, el Protomédico de las Galeras de su Majestad, Cristóbal Pérez de Herrera, aconsejaba por primera vez al monarca la recogida y encierro de las mujeres delincuentes a efectos punitivos y no meramente asistenciales, en una obra titulada “Discurso del amparo de los legítimos pobres y reducción de los fingidos”16. En ella proponía la creación de unas casas de trabajo para dar “escarmiento” a las mujeres delincuentes, debiendo ser dichas casas fuertes y con paredes altas, y estar provistas de habitaciones o dormitorios donde las mujeres pudieran quedar encerradas por las noches y vigiladas durante el día. “Encarcelar a mujeres por delitos sexuales”, afirma Wiesner-Hanks, marca así “el primer momento en que la prisión se usó como castigo en Europa en lugar

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de ser simplemente un lugar en el que mantener a la gente hasta su juicio o antes de la deportación”17.

Con todo, no sería Pérez de Herrera quien finalmente impulsó la creación de la primera cárcel de mujeres española, sino la madre Magdalena de San Jerónimo, que sin duda se...

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