Fundamento filosófico - jurídico de la sucesión intestada

AutorMarta Pérez Escolar
Páginas59-89

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I Introducción

La regulación de la sucesión intestada, como conjunto de normas destinadas a regir el destino de las relaciones jurídicas que conforman el patrimonio hereditario de un determinado causante, buscando un sucesor y evitando así que, en último término, aquéllas se conviertan en bona vacantia, constituye una necesidad primaria de todo ordenamiento jurídico que reconozca el derecho a la propiedad privada y a la herencia (cfr. art. 33 CE), y ello tanto para aquellos sistemas llamados de línea germánica que consagran su preva-lencia con respecto a la libre manifestación de la autonomía de la persona como para aquellos otros de corte romano en los que, como es el caso del nuestro, actúa con carácter supletorio de una voluntad individual inexistente, ineficaz o insuficiente1. En este sen-

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tido, la necesidad de que un patrimonio hereditario no quede sin titular se manifiesta como una de tantas exigencias de seguridad jurídica que acompañan a todo ordenamiento2.

Pues bien, admitido el carácter ineludible de este título constitutivo del derecho hereditario, subsidiario o no de la sucesión voluntaria, se hace preciso determinar en virtud de qué criterios debe establecer el legislador tanto la prioridad de llamamientos entre las diversas categorías de posibles sucesores como la distribución de los bienes relictos dentro de cada una de ellas. La primera cuestión constituye lo que tradicional y comúnmente se denomina "fundamento" de la sucesión intestada, cuestión de marcado carácter teórico, convencional y contingente, que cada sistema de normas puede fijar en función de unas u otras consideraciones, y que, en consecuencia, adquiere una importancia señalada en el campo de la política legislativa3. Vamos, por ello, a estudiarla en esta primera sección desde la óptica del "deber ser", histórica y actualmente, sin centrarnos en los ordenamientos positivos, y aludiendo especialmente a la figura del cónyuge sobreviviente, refiriéndonos así, de momento, a un fundamento racional o filosófico -jurídico y no a un fundamento político, positivo o adoptado por un legislador concreto, el cual examinaremos, junto con las regulaciones resultantes del mismo, más adelante4.

Es evidente que las bases de la sucesión intestada han sido y son, en esencia, la propiedad y la familia, pues sólo el círculo de personas próximas al causante y, dentro de ellas, los familiares, pueden justificar apriori, por unos u otros motivos, una designación innominada de la ley en su favor para llevar a cabo la adquisición mortis causa de sus bienes. Y ello por una razón que tradicionalmente se ha entendido cercana al derecho natural, la cual permite descartar, de principio, tanto un hipotético derecho de ocupación de los bienes relictos abandonados por parte del primer sujeto, extraño al difunto o no, que consiguiera apropiarse materialmente de los mismos, incluso por medios violentos, como una adquisición directa por parte del Estado5.

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Nos situamos con ello en este sentido en un ámbito subjetivista, dejando de lado aquellas otras formulaciones que han pretendido fundamentar la sucesión intestada únicamente en la voluntad objetiva de la ley, la cual, por conceder el derecho a suceder, podría organizarlo de una manera por completo discrecional con base en un criterio puramente político o positivo6. El principio de causalidad externa es, como dijo SÁNCHEZ ROMÁN, el ministerio de la ley7, pues la herencia se deferirá conforme a lo que ella disponga, pero, para que ésta realice la elección concreta de uno u otro sucesor, es necesaria además la existencia de una determinada cualidad en el sujeto elegido que justifique como algo natural o, por lo menos, lógico, para la opinión social generalizada, la necesidad de su específico llamamiento y consiguiente adquisición universal de la herencia con exclusión de las demás personas8.

Finalmente, decir qué consideraciones deben servir para establecer dichas cualidades preferentes es un problema complicado, pues, si bien de ordinario van unidas en nuestra conciencia al vínculo parental, conyugal y, en menor medida, social, no es fácil muchas veces argumentar en abstracto, pues el legislador no puede nunca descender al caso concreto, la mayor o menor justicia de que hereden unas personas antes que otras9, y menos si las convicciones sociales de un tiempo histórico y de un espacio geográfico concreto no están lo suficientemente claras10. Como ya dijo en su día M. SCAEVOLA, "pretender implantar en este punto un criterio, cualquiera que sea, como el mejor, es simplemente empeñarse en la afirmación en lo humano de lo absoluto y de lo eterno"11.

Esta dificultad se ve además incrementada en el caso del cónyuge sobreviviente, pues, por constituir una categoría extraña a la que conforman los posibles sucesores de sangre, resulta bastante complejo justificar su posición en un lugar concreto del orden sucesorio que, hoy indiscutiblemente, deberá romper siempre a su favor los llamamientos de los parientes en sentido estricto. Todos los criterios tienen su valor, pero ¿cuál de ellos alcanza en una determinada situación de concurrencia mayor legitimidad para excluir a los demás ?. Quizá el legislador, ante la imposibilidad de ir más allá de unos principios generalmente aceptados, y sin la necesidad de aspirar a la misma precisión y eficacia que re-

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quieren otras instituciones jurídicas, se deba contentar con que las normas en este punto alcancen una lógica suficiente12. Ello estará por añadidura condicionado por la organización familiar y patrimonial de cada tiempo y lugar, y, también, actualmente, por la función social de la propiedad13.

II Las teorías clasicas

Seguimos en sus grandes líneas la clasificación que de las mismas hizo CASTÁN TOBEÑAS14:

1. La doctrina iusnaturalista del "testamento tácito"

Esta teoría, también llamada de la "voluntad presunta", toma por base el derecho de propiedad individual y consiguiente ius disponendi de su titular para considerar que, si éste puede disponer en vida libremente de sus bienes, también podrá hacerlo para después de su muerte, de tal modo que, cuando ello no se derive de una voluntad libre expresamente manifestada, la ley deberá suplir esta omisión atribuyendo la herencia a aquel o aquellos sucesores a los que presumiblemente la hubiera destinado el causante de haber hecho testamento. En consecuencia, se afirma que, mientras la sucesión testamentaria deriva de la voluntad expresa del sujeto, la intestada constituye el producto de una supuesta voluntad tácita o presunta del mismo.

Y tal presunción se entiende que opera en función de los naturales sentimientos de afección que se supone que el causante tuvo hacia sus más próximos, los cuales se manifiestan fundamentalmente a través de los vínculos de parentesco, de acuerdo con el viejo aforismo romano, inspirador de su orden de llamamientos y recogido posteriormente por el Derecho común, según el cual el amor primero desciende, después asciende y, por último, se extiende hacia los lados15. Así, según esto, la ley debería llamar primero a los descendientes, después a los ascendientes, y, por último, al conjunto de parientes colaterales, siguiendo un principio de proximidad de grado, pero debiendo articularse al mismo

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tiempo en favor del cónyuge viudo un derecho sucesorio bastante preferente, pues la afección presunta del causante no permite deducir que éste no le hubiera tenido en consideración de haber testado, sobre todo en ausencia de hijos. El vínculo conyugal habría venido a sumarse así, sobre todo en épocas más recientes, a la unión parental como determinante de las presumibles afecciones del difunto justificadoras de los llamamientos de la ley.

Como derivación de todo ello, la sucesión intestada se configura siempre en estas concepciones con carácter excepcional o supletorio con respecto a la testamentaria, en tanto en cuanto sólo entrará en funcionamiento en defecto de voluntad expresa y válidamente manifestada por el causante, o bien, desde el punto de vista contrario, el testamento se podrá considerar como la derogación o confirmación expresa por parte del difunto del orden de suceder previamente establecido por la ley16.

Se trata, pues, de una doctrina de inspiración romano - justinianea, netamente individualista, y que busca un fundamento subjetivo a la sucesión intestada, que podríamos llamar "psicológico", a partir del derecho de propiedad y de la presunta voluntad de la persona con respecto a ésta. Formulada como tal originariamente por los autores de la corriente del iusnaturalismo racionalista a partir de finales del siglo XVII17, alcanzó sin embargo su máximo apogeo bajo los auspicios del movimiento liberal que impregnó todos los ámbitos del Derecho en el siglo XIX. Fue así desarrollada y aplicada, como veremos, en la codificación francesa, si bien ligando la afección presunta del causante primordial-mente al vínculo de parentesco legítimo18, la cual influyó a su vez en gran medida en muchas de las restantes codificaciones civiles, entre ellas, la española, como también veremos, y, por supuesto, en nuestra doctrina decimonónica19.

En el momento en que nuestro Código civil se hace realidad las nuevas teorías positivistas europeas habían contribuido ya bastante a su descrédito y progresivo abandono en favor de formulaciones de...

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