La función pública ante un escenario de gobernanza multinivel: crisis y reinvención

AutorJorge Crespo González
Páginas39-62

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En el presente capítulo se pretende analizar la función pública española ante el importante proceso de cambio que debe abordar en nuestros días, derivado en parte sustantiva de la gobernanza multinivel en que se mueven y concretan los asuntos públicos en la actualidad. Ante una sociedad líquida, las respuestas de la Administración y función públicas no pueden ser las tradicionales, o no solo las tradicionales, sino que se impone reflexionar sobre el modelo de Administración española, del cual es contingente nuestra función pública estatal, a fin de determinar cuáles son los desafíos a abordar y, dentro de ellos, cuál es el perfil de funcionario que debe impulsarse en el nuevo entorno de gestión multinivel.

El capítulo comienza con una aproximación a la esencia de la función pública, enmarcada en un concepto de Administración redescubierto a partir de los clásicos de la Ciencia de la Administración y que permite acotar el perímetro conceptual de dicha función pública (Epígrafe 1). A continuación se realiza una evaluación del complejo entorno en que se mueven los asuntos públicos en la actualidad (Epígrafe 2), con vistas a establecer el modelo dominante de la Administración pública española en crisis y los desafíos de futuro que debe afrontar. Precisamente, esos desafíos requieren un nuevo perfil y reinvención de la función pública del Estado, máxime en un Estado multinivel de gobernanza compleja como es el nuestro (Epígrafe 4).

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1. Concepto y sentido de la función pública

Definir el concepto de función pública en nuestros días no es sencillo, como tampoco lo es hacerlo con el de Administración pública. Y ello, por la dificultad de diferenciar el plano funcional o de actividad que implica el término del colectivo llamado a desempeñar las acciones que permiten el funcionamiento del aparato público. A esto además se suman las diferentes aproximaciones o sentidos que pueden darse a ese colectivo, más o menos institucionales o netamente organizativas.

El concepto de Administración pública que se maneja en este texto es el surgido en la emergente sociedad francesa posrevolucionaria y que, aunque con otras palabras, considera a la Administración como una institución e instrumento clave para la gobernabilidad en la medida en que era imprescindible para encarnar las nuevas relaciones sociales de la época en lo referido a su conexión con el Estado, así como para garantizar los derechos y deberes ciudadanos y la separación de poderes. No está de más recordar, como escribió Charles Bonnin (2004), uno de los mayores teóricos de la Ciencia de la Administración coetáneo a la revolución francesa, que la Administración pública surge al mismo tiempo que la comunidad y que la conservación de esta es su principio. De ahí que, a pesar de distintas lecturas y enfoques sobre ella, todos ellos enfatizan su importancia para garantizar la cohesión y la reproducción social, así como la relación entre el sistema político y los ciudadanos. Esta aproximación nos ha permitido definir la Administración pública como «el instrumento estructuralmente necesario en un escenario democrático para que los individuos/ciudadanos acepten duraderamente depositar, intercambiar y movilizar influencia y recursos personales sustantivos a cambio de un poder colectivo difuso, equilibrado y preservador» (Crespo, 2015). Y, sin perjuicio de la importancia relativa que alcanzan los recursos normativos, materiales y económicos, no nos cabe la menor duda de la preeminencia que sobre todos ellos adquiere el elemento humano o función pública personal que, dependiendo de la sociedad y al servicio de ella, labora en el marco de la Administración configurándose como su verdadero corazón, cerebro (compartido con el poder político) y extremidades actoras o actuantes.

Como se señalaba anteriormente, el concepto de función pública también es ambiguo, a causa quizá de su carácter anfibológico. Sin ánimo de exhaustividad, cabe reconocer de inmediato que tiene un cariz funcional, o referido a actividad, que deriva directamente del sustantivo función. Y por ello podría definirse en términos institucionales como la actividad a través de la cual los miembros de una sociedad articulan procedimientos para garantizar la cohesión y reproducción social, así como para garantizar las relaciones y el control entre los distintos poderes del Estado, tanto entre sí como respecto de los ciudadanos.

Y posteriormente cabe reconocer que el término función pública también incorpora el elemento o factor personal o humano al servicio de los aparatos

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públicos, definición esta que es la que principalmente interesa a nuestro estudio. Pero incluso en este momento, en que aparentemente se había reconducido siquiera mínimamente la complejidad al identificarla con el elemento humano al servicio de la Administración, aparece con nuevo brío la complicación. En efecto, ahora se trataría de definir qué se entiende por ese elemento personal: ¿todos los empleados públicos con independencia de su vínculo jurídico y relación con el poder político? ¿Solo los que gozan de una relación regida por el derecho administrativo o funcionarios? ¿Solo una parte de esos funcionarios?

Desde luego, sin desconocer el debate sobre la extensión del concepto de función pública y las implicaciones de la relativa unificación jurídica que ha supuesto el Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) para los funcionarios y laborales, sobre el que se han pronunciado voces muy autorizadas2y respecto del cual se comentará algo posteriormente, cabe expresar que nuestra visión se aproxima a la mantenida por aquellos que tienden a identificar la función pública con los funcionarios que ejercitan el poder administrativo al máximo nivel y con alta especialización. Es decir, la función pública en un sentido estricto se identificaría con el concepto de burócrata, aunque lógicamente desprovisto de toda vinculación peyorativa, que defiende Baena (1988: 438 y ss.). En efecto, este autor se esfuerza en categorizar y definir el grupo de burócratas y, aunque practica una advertencia de relativismo de acuerdo con las culturas administrativas de los distintos países y la posibilidad de acompañar sus criterios con otros complementarios, concluye que el rasgo distintivo es su nivel educativo, «en cuanto que el grado máximo de poder en una organización profesional se vincula casi siempre con conocimientos especializados, que requieren una educación superior». Esto establecido, en la práctica los burócratas más que como un grupo individual funcionarían como una constelación de grupos en relaciones de colaboración y conflicto, entre sí y con los políticos.

Esta vinculación de la función pública en sentido restringido con los grupos burocráticos se justificaría por la especial y directa relación que sus funciones tienen respecto de los fines del Estado, su alta especialización y profesionalización y el requisito de titulación universitaria superior para su acceso. Su poder les permitiría frenar decisiones (veto decisorio) u obstaculizar la aplicación de las políticas (veto paralizante) y contarían como instrumentos de poder, además de la estabilidad en el empleo y su posición jerárquica, su influencia en la legislación, el control de los recursos y la cercanía con el poder decisorio público y privado (ibidem 440-445).

Esta concepción es coherente con las causas porque aparece la función pública funcionarial. En efecto, en palabras de Nieto (2008: 188), dicho régimen surgió en nuestro país, en primer lugar, por la emergencia de un grupo social, técnicamente cualificado y especializado, capaz de desarrollar unas tareas

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cada vez más complejas que desbordaban las habilidades de los políticos, y, en segundo, por la paulatina consolidación de un régimen jurídico privilegiado (su propio estatuto, ya fuera general o singularizado por cuerpos) a cuyos destinatarios les permitía distanciarse de la clase política y otros grupos de poder y que facilitaba su identificación con la institución (el Estado). Ambas consideraciones implicaban una profesionalización en el desempeño de las tareas públicas que, con los condicionantes de la sociedad y Estado de cada momento, impulsó el triunfo del acceso por mérito y la conquista de la estabilidad laboral en la Administración como garantías de imparcialidad y neutralidad, cualidades necesarias para detectar y custodiar objetivamente el interés público en el ejercicio de sus funciones.

Para algunos autores, la concepción anterior, basada en la competencia y profesionalización, en la permanencia protegida en el empleo público y en la garantía de imparcialidad y neutralidad, ha sido cuestionada por el durante décadas esperado EBEP, norma general que introduce un concepto más amplio (el de empleado público) para incluir un marco jurídico que abrigue a los dos colectivos (funcionarios y laborales) que trabajan en las Administraciones públicas de nuestro país. Y aunque no pueda desconocerse que este tratamiento común a dos colectivos con grandes singularidades funcionales e institucionales puede ser positivo en cuanto a que refuerza los aspectos comunes (derechos, deberes y valores), tampoco puede ocultarse que lo que dicha terminología permite conseguir en extensión (abarcar a dos colectivos distintos) lo pierde en intensidad, desdibujándose las particularidades de la función pública en los términos explicitados en los párrafos anteriores. Lo que ha producido que, sin óbice para reconocer que el gran salto conceptual no se produce tanto en la distinción de los colectivos...

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