La función legitimadora de la constitución

AutorJosé Joaquín Fernández Alles
Páginas79-101

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Con perspectiva histórica, afirma el profesor De Vega que la estructura del Estado constitucional se fundamenta en dos pilares fundamentales (el principio político democrático y el principio jurídico de la supremacía constitucional) como consecuencia de dos líneas clásicas de pensamiento: mientras las doctrinas contractualistas de la Edad Media (Marsilio de Padua) y la Edad Moderna (Locke, Rousseau, Kant) tratan de legitimar el poder, la segunda se dirige a limitar el poder (desde Henry de Bracton a Montesquieu)78. Y, entre ambas, será Rousseau quien,

“al llevar hasta sus últimas consecuencias la doctrina del pacto social, estableció la contraposición más rotunda entre el principio político democrático y la teoría limitadora del poder sobre la que se asentarían luego los fundamentos más sólidos para poder proclamar la concepción de la Constitución como ley suprema (…)”.

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En consecuencia, el pueblo solo debe obedecerse a sí mismo, ejercitando directa e inmediatamente el poder político79.

Se trata de un planteamiento que ha evolucionado progresivamente hasta la actualidad bajo el paradigma legitimador del Estado Constitucional de Derecho.

Sólo cuando se respetan los derechos humanos, los contenidos básicos del constitucionalismo (imperio de la ley, separación de poderes, control de la autoridad…) y los procedimientos democráticos y como traducción de la voluntad del pueblo, que es titular del poder originario (soberano) y poder constituyente, la Constitución se dota de una fuerza legitima-dora que se traslada a los poderes (constituidos), las normas, los procedimientos, las competencias, la acción prestacional del Estado, los derechos sociales y económicos definidos como principios rectores… No necesitan de esa legitimación los derechos fundamentales, límites de la soberanía del Estado (contenidos de la soberanía del Derecho) y categorías previas a la Constitución que en la Constitución se reconocen, no se otorgan. Como en el caso del poder constituyente, su legitimación deriva de su condición de atributos inherentes a los seres humanos (art. 10.1 CE), cuya inclusión en la Constitución es meramente declarativa, no constitutiva.

En los últimos dos siglos y cuarto de constitucionalismo, esta función legitimadora de la Constitución ha sido objeto de una transformación relevante, principalmente porque en Europa, desde finales del siglo XVIII, el poder constituyente ha visto reemplazar a su titular (nación, rey, rey con el parlamento, pueblo), dando lugar a las Constituciones otorgadas, doctrinarias y liberal-democráticas (con sufragio censitario o universal), pero también porque los derechos fundamentales han cambiado su fundamentación dependiendo de la aceptación mayor o menor de los postulados positivistas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (París, 1948) confirma el fundamento iusnaturalista de los derechos humanos constitucionalizados.

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Ahora bien, la función legitimadora de la Constitución sólo se completa en la medida en que derive de un acuerdo fundacional de convivencia, aceptado por la mayoría de los ciudadanos y que respete los principios y procedimientos básicos de la democracia. Si se cumplen los cuatro requisitos básicos de la legitimación constitucional (obra del poder constituyente, carácter fundacional, aceptación por la mayoría y respeto de los derechos humanos y de los principios y procedimientos democráticos), esta legitimidad de origen dota de legitimidad de ejercicio a la ordenación de los órganos troncales del Estado en su división horizontal y vertical para el ejercicio de sus competencias, las relaciones entre esos órganos y entre éstos con los ciudadanos, las potestades normativas y las relaciones establecidas entre las normas derivadas de esas potestades. En síntesis, dos son las categorías que hacen posible la función legitimadora de la Constitución: la soberanía del pueblo, que se basa en el principio democrático, y la soberanía del Derecho, categoría protagonizada por los derechos humanos.

Dos ideas completan esta comprensión de la función legitimadora de la Constitución. En primer lugar, que la norma suprema reconozca y regule los derechos y libertades inherentes al ser humanos (art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), no impide que este contenido sea regulado también por otras normas materialmente constitucionales, como la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea de 12 de diciembre de 2007 o los tratados internacionales reguladores de estas materias. En segundo lugar, al regular los derechos, también se ejercitan o se sientan las bases para ejercitar otras funciones constitucionales: la función de fundamentación del ordenamiento jurídico a partir de los derechos fundamentales, la función de integración a través de los derechos fundamentales, la función garantista de los derechos fundamentales y la función organizativa y limitadora de los poderes del Estado.

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Y, en tercer lugar, que la normatividad constitucional por sí misma es una condición para que la Constitución sea legítima: la función legitimadora de la Constitución no opera sobre constituciones nominales o semánticas, o que habiendo sido normativas han perdido su normatividad de manera sobrevenida. No se trata, pues, de un requisito previo sino de una condición que debe ser mantenida durante la vigencia de la Constitución. Una vez cumplidas los requisitos de la función legitimadora de la Constitución (legitimación externa), la norma suprema asume una función legitimadora de los órganos del Estado, del régimen competencial, de las potestades normativas y de las leyes que regulan los derechos constitucionalizados (legitimación interna). Y lo hace en un contexto de tensión permanente entre la función de legitimación de los poderes, que tienden naturalmente a extralimitarse, y la limitación de los poderes (función limitadora de la Constitución: declaración de los derechos y división de los poderes). Por tanto, como norma que ejerce la función legitimadora de los órganos, competencias y derechos, debe mantener siempre su legitimación y, por tanto, su normatividad.

Una vez promulgada, y a los efectos de analizar esa vigencia de su normatividad, la Constitución puede ser estudiada desde diversos puntos de vista: económico, sociológico, político, histórico...80, siendo la perspectiva jurídica la más relevante para estudiar, comprender e interpretar la Constitución y la vigencia de su normatividad. No en vano, en el Derecho es donde la Constitución se inserta no como una norma meramente política o programática ni como una norma cualquiera,

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sino como la norma suprema del ordenamiento jurídico de un Estado, denominado por ello Estado constitucional81.

En España, la Constitución es una norma por ser jurídica su naturaleza esencial desde que en el siglo XX se asumió la normatividad constitucional y el principio de vinculación constitucional (art. 9.1 de la Constitución de 1978), lo que obliga al jurista de lo constitucional (forma y contenido) a tratar su objeto conforme a una metodología jurídica, que es distinta a la metodología de la economía, de la ciencia política o de la sociología, denominadas ciencias auxiliares para el Derecho. Ahora bien, ya sea de forma explícita o implícita, entre el Derecho Constitucional y esas disciplinas auxiliares las relaciones existen. Y aunque metodológicamente hay un acertado consenso sobre la distinción científica del Derecho en relación con otras disciplinas científicas, así como sobre las consecuencias metodológicas que ello comporta, lo cierto es que si no se quiere exponer la Constitución a un alejamiento absoluto de la realidad –y, cuando decimos la Constitución, también nos referimos al intérprete de la Constitución–, no podemos desvincular la Constitución de los fundamentos no positivizados por el Derecho, ni de los grupos de intereses que condicionan las principales decisiones ni del contexto internacional. Al no ser la Constitución un producto “envasado al vacío”, necesitamos de un método o perspectiva para entender e integrar las relaciones entre la Constitución y esas disciplinas auxiliares o complementarias, esto es, entre la norma suprema y sus fundamentos, y, junto a estos, los intereses económicos, sociales y políticos que subyacen en ella, así como las motivaciones individuales y colectivas o las circunstancias de su contexto internacional. Y no porque estas realidades pertenezcan a su

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objeto sino porque es imposible entender, explicar, interpretar la Constitución como si no existieran82

Pues bien, desde una perspectiva funcionalista, la Constitución como norma jurídica se define como la regulación de una decisión fundacional colectiva integrada por seis elementos (voluntad constituyente; fundamentos; intereses sociales, políticos y económicos; sistema educativo y de información; procedimientos decisorios; y espacios públicos) y responde a un concepción jurídico-formal (supremacía normativa, unidad sistemática y estructura lógica del ordenamiento jurídico) y a unos contenidos materiales (sistema de valores, organización de los poderes, Declaración de los Derechos, sistema de producción normativa), ambos dirigidos al cumplimiento de unas funciones (legitimadora, organizativa, protectora, integra-dora83, descriptiva…). De esta definición, hemos de destacar el entendimiento de la Constitución como acto fundacional y como decisión fundacional porque nos sirve para completar esta función legitimadora de la Constitución e integrarla sistemáticamente en su objeto. Particularmente relevante es la naturaleza “fundacional” de la Constitución del Estado porque, en palabras de Badura, la Constitución del Estado es “un acto programático fundacional y generador de orden que busca proporcionar una base jurídica a la colectividad en una situación histórica concreta”84

Como se explica más abajo, según Manin, citando a Grocio, Hobbes y Pufendorf, “el pueblo puede de...

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