La función integradora de la constitución

AutorJosé Joaquín Fernández Alles
Páginas171-208

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1. La función de integración constitucional

La integración es un fin común a la Constitución y al Estado: ambas categorías han sido creadas para integrar personas, organizaciones, grupos y colectivos, territorios, poderes, regímenes jurídicos… Una Constitución que integra está cumpliendo una de sus funciones principales y, por el contrario, una Constitución que no integra no está cumpliendo una de las funciones que, por utilizar la expresión clásica, son necesarias porque se derivan de la naturaleza de las cosas (Montesquieu): la integración, bien a través de técnicas positivizadas o no positivizadas. Se trata, en síntesis, de un conjunto de funciones jurídicas y no jurídicas que ordenan y apaciguan las tensiones políticas del Estado como manifestación de la dimensión esencialmente relacional de los elementos del Estado. Como afirmó Maurice Hauriou, “se mutila el concepto de Estado cuando deja de concebírselo como lo que realmente es, como un centro de relaciones”170. Aunque con distinta fundamentación, coincidían Smend y Kelsen en la función integradora de toda Constitución,

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que la doctrina smendiana (integrationlehre) desarrollaba con los conceptos de integración personal, funcional y material171.

Por su parte, según Hermann Heller, la “unidad y ordenación de la Constitución del Estado sólo adquiere realidad por una cooperación de actividades que, tanto histórica como sistemáticamente y tanto en la sucesión temporal como en la coexistencia espacial, han de mostrar una continuidad en la que haya un ajuste perfecto”. La Constitución jurídica “representa el plan normativo de esta cooperación continuada” y “la dogmática jurídica del Derecho Constitucional existe para servir al fin de una continuidad histórica y sistemática de la Constitución real; hacia ese fin ha de orientarse su método”172.

Si durante la Edad Moderna, los Estados nacionales integraron reinos y principados a través del vínculo monárquico, en la Edad Contemporánea el Estado también ha integrado personas, poderes, territorios y normas a través de la atribución de la titularidad del poder soberano a distintos sujetos (la nación, el pueblo, fórmulas compartidas del liberalismo doctrinario) en el marco de los movimientos constitucionalistas de carácter federal (Estados Unidos, Alemania) o nacional, articulados en pactos constitucionales. Desde 1950, como resultado de los procesos de integración supraestatal, los Estados y las Constituciones están a su vez llamados a integrarse en estructuras de integración supraestatal y, en el ámbito normativo, en ordenamientos supraestatales. La Unión Europea es la más avanzada de las estructuras que se ha conformado a través de la etapa previa de cooperación intergubernamental y de los procesos de integración173.

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Ahora bien, todos estos procesos históricos están expuestos a la crisis de la normatividad constitucional y, asimismo, al abandono de la función cultural o la función integradora de la Constitución, según analizó la teoría smendiana. A semejanza de la crisis del “laboratorio de Weimar” en la Alemania de la primera mitad del siglo XX o de las crisis de legitimidad del poder en la segunda mitad de la pasada centuria, los procesos de retroceso en la integración acaecidos en el siglo XXI, tanto a nivel estatal (secesión en Cataluña) como supraestatal (euroescepticismo, Brexit), demuestran que los controles de normatividad y, en particular, sus instrumentos de defensa, son necesarios, pero no suficientes. Junto a su normatividad, la Constitución multinivel está llamada a cumplir su funcionalidad y, entre todas las funciones que dan sentido a esta vocación, ocupa un lugar relevante la función de integración constitucional de todos los elementos de la organización estatal: ordenamiento jurídico, poderes, territorios y ciudadanos.

Según Azpitiarte, aludiendo al carácter debilitado de la función normativa de la Constitución, cabría “una segunda posición (complementaria y no excluyente de la anterior) que destacaría esencialmente la función simbólica o integradora de la Constitución”174como reconducción de la diversidad a la unidad. Y argumenta:

“Tras la Segunda Guerra Mundial, se cifró la función de la Constitución en su competencia para reconducir el pluralismo a la unidad política. Tal función dependía esencialmente de la normatividad de la Constitución. Hoy, la Constitución carece de contenidos suficientes para regular y ordenar los fenómenos políticos y sociales más relevantes. Esta pérdida de normatividad pone en cuestión la capacidad de la Constitución para forjar la unidad de una comunidad política. O, al

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menos, hace evidente que la Constitución es uno más de los elementos materialmente constitucionales que se proyectan sobre la organización del Estado y la sociedad. Es el momento de explorar la funcionalidad actual de la Constitución (…)”175.

Si analizamos desde una perspectiva histórica la integración de cada uno de los elementos del Estado, comenzando por el territorio, fue en el primer constitucionalismo iberoamericano de 1812, bajo lo que Gallego Anabitarte denomina un Estado descentralizado políticamente en las Diputaciones provinciales y desconcentrado administrativamente en los Ayuntamientos176, cuando en España se ensayó la primera experiencia constitucional de integración: las Cortes de Cádiz aportaron al constitucionalismo la primera regulación de grandes espacios territoriales a partir de un método de integración estatal de personas, poderes y normas bajo el principio legitimador de la soberanía nacional. No tuvo larga vigencia. Esa gran extensión territorial de la Monarquía Constitucional en tres continentes y dos hemisferios, como resultado de un proceso estatal preexistente desarrollado durante tres siglos en la Edad Moderna, se reguló como un contenido original e irrepetible de la Constitución de 1812 que no ha tenido equivalente: ni en esta primera fase de la historia constitucional ni en ningún momento posterior en el Derecho constitucional comparado. No obstante, como por ejemplo ocurriera con las Constituciones chilenas de 1822 o 1828, la mexicana de 1824, esta constitucionalización del territorio pasó a ser contenido material frecuente de los textos iberoamericanos influidos por las Cortes de Cádiz.

La integración constitucional a partir de categorías como la nación, el poder soberano o el nuevo Derecho nacido de las Cortes de Generales y Extraordinarias– singulariza el constitucionalismo español frente al constitucionalismo norteame-

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ricano, inglés o francés. No se trata de la regulación de un territorio sin más –lo que tampoco es contenido habitual de las Constituciones– sino de grandísimos espacios geográficos cuya constitucionalización condicionó los debates sobre el concepto de Nación (liberales versus americanistas), la organización del territorio (competencias de las Diputaciones de Ultramar), el sistema electoral y el régimen jurídico de los derechos y libertades, incluido el problema de los derechos políticos de las castas.

Aunque finalmente el texto constitucional de Cádiz acogiese en lo fundamental –no en todo– las tesis del clero liberal y de los representantes de la burguesía comercial y de los funcionarios catalogados como los “diputados liberales de la metrópoli”, lo cierto es que la solución jurídica dada a cada derecho y a cada institución no hubiera sido la misma –como de hecho no lo fue en el resto de los casos del primer constitucionalismo comparado anglosajón o francés: sistema electoral, competencias territoriales– sin las decisivas cuestiones que a la teoría del Estado y a las Cortes Generales y Extraordinarias le planteó la integración de tantos territorios, tantos régimen jurídicos particulares, tantos ciudadanos en contextos tan diversos y tantos poderes alejados. Se trataba de un problema de integración constitucional. Hasta entonces, la Monarquía Española había conformado una secular estructura estatal que había evolucionado durante tres siglos y que estaba basada en la autonomía de las autoridades de los territorios de Ultra-mar, ejercitada bajo un sistema de control jurídico y político del ejercicio del poder (visitas, juicios de residencia etc.) que garantizaba la unidad de acción del Estado y la titularidad del poder real. Aunque esta estructura estatal fue reformada formalmente a finales del siglo XVIII a través del sistema de intendencias, las grandes distancias geográficas, la situación de crisis institucional y las dificultades de comunicación de la época impidieron aplicar con celeridad la igualación derivada de la unificación de códigos y transformar así el particularismo jurídico y la autonomía real e los territorios.

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En Cádiz, los principios constitucionales debieron adaptarse a una autonomía obligada por una geografía de más de 14 millones de kms2 que se extendía por tres continentes y dos hemisferios, y condicionada por la técnica y una organización administrativa que había crecido y adoptado el cumplimiento de múltiples funciones. La estructura estatal de la Monarquía permaneció y se constitucionalizó, y prueba de ello son las diferencias del régimen constitucional de las provincias americanas respecto a las demás provincias, así como los problemas teóricos y prácticos que esta realidad geográfica suscitó a las Cortes Generales y Extraordinarias.

Con vocación integradora, la Constitución de Cádiz reguló grandes espacios territoriales conforme a los principios de igual representatividad, soberanía nacional y descentralización. Aunque mínimas, existieron ciertas particularidades en la toma de decisiones políticas que permiten referirnos a cierta diferenciación...

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