La función directiva en el sector público Español: Tendencias de futuro

AutorRafael Jiménez Asensio
Cargo del AutorCatedrático Derecho Constitucional. Universidad Pompeu Fabra
Páginas81-106

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I.-

El objeto de este documento es llevar a cabo un rápido diagnóstico de cuál es el momento actual de la función directiva en el sector público español y realizar una serie de consideraciones sobre las perspectivas de futuro que se abren sobre todo a partir de la regulación de la figura de los directivos público profesionales primero en la Ley 28/2006, de 18 de julio, de Agencias estatales para la mejora de los servicios públicos, y, más recientemente, de la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público. Ambos textos normativos abren presumiblemente un nuevo escenario a la hora de abordar el proceso de institucionalización de la dirección pública en las administraciones públicas españolas.

Para analizar el momento actual de la función directiva y cuáles son sus perspectivas de futuro sería oportuno, en primer lugar, detenerse a explicar cuáles son las claves históricas que justifican por qué en España no se ha producido una profesionalización del escalón directivo en las administraciones públicas y cuáles han sido las causas de que las designaciones basadas principalmente en criterios de confianza política hayan sido el motor principal de provisión de esos puestos directivos en el sector público español. Sin embargo, dado que se nos pide que elaboremos un texto breve y que simplemente suscite las cuestiones más relevantes que se plantean en el contexto actual, prescindiré de llevar a cabo un enfoque histórico que, por lo demás, sirve siempre para comprender cuáles son las raíces de un problema hasta ahora no resuelto en el sector público español.

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II.-

La problemática de los directivos públicos comienza a plantearse en España a raíz de la introducción en el debate sobre la modernización de la Administración de la «Nueva Gestión Pública» (New Public Management) y de la necesidad detectada de mejorar la eficacia y la eficiencia de nuestro sistema administrativo. Sin embargo, en honor a la verdad, la introducción de técnicas del «management» en el ámbito del sector público no supuso inicialmente abordar el problema de la dirección pública, sino que éste se fue paulatinamente plan-teando como una necesidad objetiva, puesto que difícilmente puede haber aplicación del «management» en el sector público prescindiendo de su base que son los «managers».

Aún así, las primeras propuestas modernizadoras de la Administración Pública española, que datan de finales de la década de los ochenta del siglo pasado, apenas si prestaron atención a la figura de los directivos públicos. Hubo que esperar a la Ley 6/1997, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado para que ya, de forma definitiva, se hablara expresamente de órganos directivos y de personal directivo. No obstante, esta reforma de la «alta administración» que se impulsa en el primer gobierno del Partido Popular (1996/2000), no representó, muy a pesar de lo que pretendía justificarse en la «exposición de motivos» de la Ley, una profesionalización de la función directiva en la Administración del Estado, puesto que lo único que se hizo fue, salvo excepciones muy singulares, reservar normativamente -algo que, por lo demás, ya se realizaba en la práctica- los puestos de naturaleza directiva de la Administración del Estado a funcionarios públicos pertenecientes a cuerpos o escalas para cuyo ingreso se exigiera titulación superior. Dicho en otros tér-minos, los «cuerpos de elite» de la Administración del Estado monopolizaban la provisión de esos puestos directivos. Bien es cierto que en esta ley se exigía que los titulares de estos puestos directivos debían disponer de «competencia y experiencia» para el desempeño de los mismos, pero ningún sistema se articuló para acreditar esa «competencia» y ningún periodo de tiempo se estipuló como criterio para definir la experiencia. Así, pues, la exigencia de la condición de funcionario perteneciente a cuerpo o escala, de cualquier Administración Pública, para cuyo ingreso se exigiera titulación superior, era el único y exclusivo requisito para desempeñar los puestos directivos de Subsecretario, Secretario General Técnico y Director General, así como de Subdirector (aunque estos se proveían por el sistema de «libre designación»). La Ley, en cualquier caso, establecía que algunos órganos directivos, tales como los Secretarios Generales y Delegados del Gobierno, se podían cubrir con personas que procedieran tanto del mundo de la función pública como del sector privado o, simplemente, de la política. Asimismo, se recogía la previsión de que algunas Direcciones Generales, siempre que así se previera (y justificara) en el Decreto de estructura orgánica, podrían ser cubiertas por personal que no tuviera la condición de funcio-

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nario del Grupo de Titulación «A». Pero es una previsión muy excepcional y que, además, ha sido interpretada muy restrictivamente por la jurisprudencia.

La LOFAGE supuso, por tanto, un mero cambio formal, sin alterar en profundidad las bases sobre las que se asentaba el sistema de dirección pública en España desde la transición política. Sí que es cierto que, por vez primera, se realiza un ensayo, por lo demás frustrado o muy incompleto, de definición de lo que es el espacio de «la política» (los órganos superiores: Ministros y Secretarios de Estado) y el espacio de «la dirección ejecutiva» (los órganos directivos: Secretarios Generales, Subsecretarios, Directores Generales, Secretarios Generales Técnicos y Subdirectores, aparte de los puestos directivos de la Administración periférica y los de la «Administración institucional», esto es, organismos públicos, entes públicos y empresas públicas). Pero fue, insisto, un ensayo con muchos déficit en su trazado y que ha terminado generando más problemas que soluciones.

La LOFAGE con lo único que acaba es con la posibilidad que existía hasta 1997 de que se nombraran titulares de los órganos directivos a personas externas a la Administración Pública. Al menos para la inmensa mayoría de los puestos directivos esa vía de reclutamiento exterior se cierra de raíz (con la excepción de los Delegados del Gobierno y los Secretarios Generales, así como muy excepcionalmente de los Directores Generales). Se acaba, pues, con el sistema de spoil system (aunque de hecho en la Administración del Estado la inmensa mayoría de los puestos directivos se habían venido ocupando tradicionalmente por funcionarios públicos), pero en verdad se implanta una suerte de spoil system de circuito cerrado. Con lo cual el resultado final no es otro que un proceso de institucionalización o de profesionalización muy débil de la función directiva, que más en concreto representa una especie de «corporativización» de la alta administración o, si se prefiere, una ocupación de los puestos directivos por los cuerpos de elite. Una tendencia, que insisto, ya se venía desarrollando en la práctica desde los inicios de la transición política y que hunde sus raíces en el sistema político franquista. En síntesis, un modelo de función directiva que combina elementos del «modelo burocrático» con otros del «modelo politizado», pues la clave de bóveda de todo el sistema radica, en efecto, no sólo en el libre nombramiento, siempre que se acrediten los mínimos requisitos exigidos para el desempeño de un cargo directivo, sino sobre todo en el libre cese, que es discrecional en todo momento y que puede ser adoptado completamente al margen de cuáles sean los resultados de la gestión y el desempeño profesional de las tareas del personal directivo. Y este es el modelo vigente hoy en día, con lo que no cabe extrañarse de que en un cambio de gobierno, siempre que implique cambio de orientación ideológica, las remociones de cargos directivos en la Administración del Estado se cuentan por centenares, cuando no por miles (en 1996, por ejemplo, se produjeron más de 3000 remociones de puestos directivos cuando llegó el Partido Popular al poder; en el año 2004 no dispongo de datos efectivos en este momento, pero aproximadamente, dado que el sector público

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se había reducido notablemente en esos ocho años, las remociones superaron con creces los mil efectivos). Y eso sólo en la Administración del Estado.

III.-

En efecto, puesto que otro problema muy distinto son las Comunidades Autónomas, que son los niveles territoriales de gobierno sobre los que descansa, además, la mayor parte de las prestaciones sociales y que disponen de un número de empleados públicos en estos momentos muy superior al de la Administración General del Estado.

En las Comunidades Autónomas, sin apenas excepción alguna, el modelo imperante de dirección pública es el politizado. Dicho de otro modo, todos los directivos públicos son designados políticamente, sin que haya requisito alguno para su nombramiento como no sea el de disponer de la confianza política. Es cierto, de todos modos, que con el paso de los años los puestos directivos de estas Administraciones se han ido cubriendo en buena parte entre funcionarios propios y en casos más especiales de funcionarios de otras Administraciones (del Estado o de la Administración Local), pero ello no es óbice para que se pueda producir en cualquier momento y circunstancia una designación de personas ajenas a la Administración Pública y que en muchos casos no disponen ni siquiera de titulación superior o media.

La adscripción partidista, o al menos la pertenencia a un espacio, siempre indefinido, de «simpatizante» de la fuerza política que gobierna, se convierten en muchas ocasiones en el fundamento principal de una designación como titular de un órgano directivo. En algunas ocasiones es verdad que priman también aspectos profesionales, siempre que se acredite previamente «que es de los nuestros», pero en los sistemas de reclutamiento prima siempre el aspecto informal y no existe ningún tipo de requisito ni procedimiento para llevar a cabo la designación de estos directivos públicos. Al no haber convocatoria pública de ningún...

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