Formas y ritos matrimoniales

AutorJerónimo González
Páginas809-826

Formas y ritos matrimoniales a

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IV Publicaciones y publicidad

Nadie pone en duda que desde los primeros tiempos del cristianismo la Iglesia aconsejó, y en la medida de sus fuerzas impuso, a los que intentaren contraer matrimonio, la consulta de los Obispos o Presbíteros que rigieran la comunidad sobre el enlace proyectado (professio apud Ecciesiam), y que el expediente o información que, andando los siglos, exigieron las Capitulares de Carlo magno, al mismo tiempo que impedía las uniones incestuosas o viciadas de nulidad, garantizaba la espontaneidad, libertad y seriedad del consentimiento que hubiera de prestarse, así como acreditaba o preparaba la publicidad del matrimonio antes de bendecirlo.

En muchas regiones, sobre todo francesas, se había establecido la costumbre de publicar pregones o bandos (bañas, como dicen nuestros antiguos rituales) que constriñeran a declarar la existencia de impedimentos o prohibiciones, y el canon 51 del IV Concilio Lateranense ordenó que los Presbíteros anunciaran el matrimonio y fijaran un término para que se propusieran los impedimentos legítimos. El número de betuna no se determinó, ni las iglesias en que habían de publicarse, y, sobre todo, la falta de este requisito no anulaba el matrimonio.

No había pasado medio siglo, cuando nuestras Partidas dedicaron a las desposajas y casamientos que se facen encubiertos una de-Page 810 tallada y notable reglamentación (tít. III de la cuarta Partida), que principia por distinguir las clases de matrimonios clandestinos o casamientos ascondidos : sin testigos ni pruebas, sin permiso de los padres de la novia, ni arras ni honras, y cuando non lo facen saber concejeramente en aquella Eglesia onde son parrochanos. Como las demás legislaciones de Europa, pero con una superioridad técnica indiscutible, prosigue la castellana una lucha a muerte con las uniones clandestinas. Hasta donde llegaba la injuria hecha a una familia con el casamiento a furto nos lo demuestra e) poema de Bernardo del Carpió, recogido por la Crónica del Rey Sabio de un relato del siglo XIII 1, y las costumbres visigóticas encontraron profundo eco en los fueros municipales (Baeza, Cuenca, Fuentes, Cáceres), en las Cortes de Nájera y en las Compilaciones, como el Fuero de Burgos y el Fuero Viejo.

Tampoco se puede negar que la bendición eclesiástica del matrimonio, con sus invocaciones para santificar el amor, alejar la lascivia, espiritualizar la unión y fomentar la castidad conyugal, y, con sus oraciones para pedir la fecundidad del matrimonio, la armonía de los casados y su vida pacífica y caritativa, ponía de relieve el carácter sacramental del vínculo y la importancia espiritual de la nueva vida. Pero ni esta bendición era necesaria para la existencia del sacramento, como hemos indicado, ni iba dirigida a constituir el matrimonio que radicaba en el consentimiento mutuo de los contrayentes.

Sin embargo, al terminar la Edad Media hallamos en toda la Europa católico romana una ceremonia religiosa intercalada entre el requerimiento hecho a los asistentes al matrimonio para que manifiesten los impedimentos que conozcan, y las bendiciones 2, que destaca la parte esencial del acto, o sea las preguntas hechasPage 811 a los desposados, y a veces la conjunción o confirmación sacramental.

¿Cómo se había introducido esta modificación del ritual?

Para Friedberg 3, en el Derecho germánico aparece un director del procedimiento matrimonial (orator), que atestigua el consentimiento de los interesados y la perfección del acto jurídico, notificando estas particularidades a los asistentes para que diesen fe y garantizasen el matrimonio.

Las manifestaciones del orator, en presencia de los novios, padres e invitados, eran declarativas, recibían su fuerza del consentimiento expresado y respondían al criterio de publicidad. Ahora bien : el sacerdote podía actuar de orador tan bien como un laico, o mejor, porque no sólo colocaba la unión bajo la tutela de la publicidad, sino bajo el manto de la Iglesia, y la sustitución quedó hecha recogiendo en un solo ceremonial la constitución de dote, el consentimiento y la unión simbólica. Por su parte. Sohm pensaba que el orador o Fursprecher era un representante de la autoridnd familiar, un tutor (Vormund) convencional y provisorio que autentizaba la desponsatio y entregaba al novio la novia, como los paraninfos (paranymphi) de ciertos rituales.

Desaparecidos los paraninfos, el sacerdote cumple sus funciones y casa a los contrayentes.

Brandileone, que, en varios de sus Ensayos, ha estudiado los precedentes y la evolución de los oradores matrimoniales, llega a la conclusión de que los clásicos discursos nupciales, en que se invocaba a los dioses que presidían al matrimonio, se ensalzaba la nobleza de la sociedad conyugal y las ventajas del estado, se hacían votos por la prole y felicidad de los esposos y se alababa su estirpe, patria y educación; y las oraciones epitalámicas, pronunciadas en, el momento de la traditio para poner de relieve la necesidad del matrimonio, la belleza de los desposados y la alegría de sus familias, exhortarlos al amor recíproco y vaticinar el himeneo de los hijos venideros, se habían ido transformando con el medio ambiente, y contenían, al lado del discurso retórico, las interrogaciones necesarias para hacer patente la unión conyugal a los oficiales públicos y al mismo pueblo. Autorizados, primero, los Jueces, y luego, losPage 812 Notarios para recibir las manifestaciones de consentimiento, concluyó por intervenir en la celebración dei matrimonio un simple orador, que ya no representaba a la autoridad pública. Un traductor y anotador italiano de Friedberg, Ruffini, combate esta opinión y afirma que los Tribunales longobardos sólo intervenían en el matrimonio de las viudas y de las doncellas sometidas a la potestad regia (mundiu palatino), a los efectos de transmitir al marido la autoridad sobre la mujer. En los demás matrimonios se designaba a veces por los contravenios, cuando el medio o potestad perdió su importancia, un pariente o tercera persona que recibiese las declaraciones y confirmase la entrega mutua, y a imitación de lo que sucedía tradicionalmente en aquellos desposorios de Palacio, nació en plena Edad Media la costumbre de exigir la intervención de una persona autorisada, aunque la ley no la impusiese, y más tarde, la de un funcionario público en toda ciase de enlaces. Los antiguos diplomas imperiales, que confieren a los Missi, Comités, Jueces y Notarios el poder de entregar las mujeres a los maridos o desposados (mw/ieres suis viris tradendi vel desponsandi), y la de preguntarles en los desposorios (inlerrogallones in matrimoniis el muheribus el viris faciendi), no atienden a una intromisión normal y consuetudinaria en la celebración del matrimonio, sino únicamente a una intervención integrativa en casos excepcionales. La posterior intervención de un oficial público no es, pues, más que una forma acrecida e intensificada de la función atribuida a las personas que realizaban la entrega de los cónyuges, impuesta por los Estatutos, a imitación de aquella atribución legal.

Ya a principios del siglo XIII se redactan en Siena escrituras públicas, donde aparece el novio preguntando a la novia si le quiere por legítimo marido, y viceversa, a lo cual sigue la imposición de anillo y nueva interrogación para fijar la naturaleza de los esponsales de présente, por parte del Notario, que al final acredita la celebración del matrimonio (coram me Notario et teslibus infrascriptas). Y en vísperas del Concilio de Trento, el Notario pregunta en Roma por tres veces seguidas: «Fulano, ¿quieres por legítima esposa a Fulana y tenerla y honrarla como manda la Santa Madre Iglesia?» La ceremonia religiosa se limitaba a la missa pro sponsis y a la bendición.

La influencia de la ley gótica mantuvo en nuestro país sepa-rados los esponsales de la traditio o deductio, intercalando las ceremonias eclesiásticas, sin que sea fácil fijar el respectivo valor constitutivo de estos actos. Martínez Marina 4, de quien se toman la mayor parle de los datos, no está en tales cuestiones a la altura que sus conocimientos y profesión religiosa le imponían. Distingue el desposorio con las formalidades prescritas por las leyes civiles, de las ceremonias religiosas en que los novios recibían el sacramento del Matrimonio, las velaciones y bendiciones nupciales, y de los regocijos y fiestas populares y domésticas que interrumpían los negocios, oficios y obligaciones de las familias y pueblos. Aparte de la impropiedad de la frase recibir el sacramento del Matrimonio, cuando la Iglesia habla de recibir las bendiciones, el ilustre historiador cita por nota un instrumento público otorgado en 1055 por Ramón, conde de Pallars, en que éste recibe como esposa (in uxorem accipio) a la hija de Arnaldo Mir, y en prueba de que la unión es legítima (ut legaütcr sit faclum hoc conjugium), constituye la dore visigótica. Muy atrevida resultaría la calificación de este documento como simples esponsales de futuro y se comprende las dificultades con que siglos después tropezaron los canonistas al establecer la distinción fundamental del derecho canónico moderno. En los citados Rituales de Santo Domingo de Silos no aparece la rúbrica de sacramento matrimonii, ni las interrogaciones básicas. En cambio, en el Manuale Hispalense de fines del siglo XV se encuentran, en un castellano correcto, los pregones o bañas, los requerimientos hechos a los asistentes por tres vegadas y la pregunta : «Vos, Fulana, ¿ otorgades vos por mujer y esposa de Fulano, segund manda la Santa Iglesia de Roma?» Y diga ella: «Sí otorgo.» E diga el esposo : «Yo assi...

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