Formación inicial de maestros: proyecto institucional compartido y desarrollo de competencias

AutorEduardo Fuentes Abeledo y Nuria Abal Alonso
Páginas181-203

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Introducción

La formación del profesorado se ha configurado como un campo de intervención que no ha de mantenerse al margen de las investigaciones y construcciones teóricas construidas en torno al mismo y a otros ámbitos íntimamente relacionados con dicho campo, ni tampoco del contexto en el que se desarrollan las acciones formativas a las que se aluda. Asumiendo este principio, cualquier análisis de la realidad o propuesta de cambio, creemos que ha de incorporar, aunque sea de forma breve, los fundamentos básicos, ideas clave y argumentos que los sustentan.

Por otra parte, dado el espacio con que contamos, consideramos importante también delimitar el foco de atención. En este sentido, nos referiremos fundamentalmente a la formación de maestros, aunque atreviéndonos a abordar, de forma sucinta, algunos de los supuestos clave a los que nos referimos en el apartado anterior, y varios aspectos que estimamos imprescindibles en la situación actual en que nos encontramos en nuestro país, sirviéndonos en algunos momentos de la exposición de elementos extraídos de la experiencia reciente en la formación de maestras y maestros en la Universidad de Santiago de Compostela y de la investigación que estamos realizando sobre el desarrollo de competencias docentes.

Desde la asunción del supuesto de que «la enseñanza es la profesión nuclear, el agente clave del cambio en la sociedad del conocimiento» (Hargreaves, 2003a), nuestro discurso se articula en torno a tres apartados presentados en forma de

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necesidades y ámbitos sobre los que consideramos oportuno hacer esfuerzos de mejora para desarrollar una buena propuesta de formación de profesores en el marco universitario y que entendemos suponen auténticos «desafíos» en un contexto en que los profesores han de formarse para poder afrontar una realidad en continuo cambio afrontando situaciones y problemas complejos: formar a un profesional en el marco de un proyecto compartido coherente y estable; atender al futuro docente como persona en todas sus dimensiones; apostar por la centralidad del Practicum y las competencias en la formación docente.

1. Formar a un profesional en el marco de un proyecto compartido coherente y estable

En el libro que lleva por título «Los nuevos significados del cambio en la educación», de indudable influencia en el ámbito académico pero también en el desarrollo de algunas políticas de reforma, el reputado especialista en innovación Michael Fullan (2002) dedica un capítulo a analizar «el sentido del cambio en educación» defendiendo la importancia de construir «sentido compartido y coherencia programática» en los centros formativos. Fullan argumenta que «adquirir sentido, es, naturalmente, un acto individual pero su valor real para el aprendizaje del estudiante sobreviene cuando se alcanza un sentido compartido en un grupo de personas que trabaja de forma conjunta» (p. 76).

Un buen centro formativo comprometido con la mejora continua necesita, según Zmuda, Kuklis y Kline (2006), que los agentes formadores consideren a los mismos como sistemas de vida complejos con elementos interrelacionados y orientados por metas explícitas establecidas de mutuo acuerdo. El proceso de desarrollo de este pensamiento sistémico requiere a nuestro entender que, entre otras cuestiones, se manifiesten y debatan las diversas concepciones que se sustenten, se analicen las prácticas habituales, se establezcan acuerdos, se elaboren propuestas que vehiculen un proyecto compartido, y se luche por mantener la coherencia entre las acciones que se emprendan y las metas establecidas en un permanente proceso de investigación y mejora.

Como ya hemos expuesto en otro lugar (Fuentes Abeledo, Muñoz Carril, Veiga Río y Abal Alonso, 2013) no defendemos en los centros de formación de docentes la imposición de un «pensamiento único» pero cabe subrayar, como ha apuntado Zeichner (2010a), la relevancia de «una idea clara y coherente de la enseñanza y aprendizaje por la que se rige el programa, una afianzada integración de la instrucción sobre la enseñanza con la práctica, y una clara articulación de los criterios de rendimiento con los que se juzgue la enseñanza de los candidatos» (p. 216). De lo contrario, pueden darse muchas incoherencias que pueden perjudicar notablemente la formación de los futuros docentes.

En los procesos formativos de formación de maestros que se desarrollan actualmente en nuestro país, cabría examinar, por ejemplo, el nivel de coherencia existente en relación con las grandes declaraciones en torno a la evaluación en los documentos programáticos de las titulaciones, y lo que acontece en la cotidiani-

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dad de la evaluación del alumnado en relación con los Trabajos de Fin de Grado (TFG, de ahora en adelante), o de otras dimensiones del currículo.

En el caso de los TFG, que pretenden ser un compendio de las competencias desarrolladas, si se produce una ausencia de criterios de evaluación claramente estipulados y ligados a las distintas modalidades posibles reconocidas en los documentos de la institución formadora, de indicadores que permitan concretar a los tribunales los criterios, y del establecimiento de procesos de ponderación de las puntuaciones, pudieran darse casos de evaluaciones y calificaciones muy dispares entre los evaluadores de un mismo TFG o entre equipos de tribunales de diferentes TFG, o incluso manifiestamente injustas, aún reconociendo la diferencia de concepciones que pudiesen darse que, en todo caso, entendemos que debieran respetar el proyecto compartido al que antes aludíamos si es que éste realmente se ha clarificado, definido y concretado.

Como han escrito Zabalza Beraza y Zabalza Cerdeiriña (2010), un esfuerzo de clarificación en relación con la evaluación, en concreto la concreción de criterios, indicadores y ponderaciones evita que éstos sean tan generales, que quepan «niveles de interpretación» muy diferentes, lo que puede generar desacuerdos muy elevados sobre cómo interpretarlos en la práctica.

Autores muy reconocidos a nivel internacional por sus trabajos en torno a la calidad de la enseñanza universitaria, estiman que la carencia de criterios claros y específicos tanto de evaluación como de calificación con las ponderaciones respectivas, o el uso inadecuado de los mismos por los jueces de un tribunal dificulta, o incluso impide, que la evaluación pueda resultar válida, fiable y justa. Como ha escrito por ejemplo Clark (1993, en Brown y Glasner, 2003, 105): «Dado que los estudiantes están sujetos al proceso evaluativo, es un requisito fundamental que éste sea creíble y válido, y posiblemente, además de todo esto, equitativo. Sin en-tender estos ideales, los educadores deberían preocuparse porque el proceso evaluativo no sea tan científico como pueda parecer reconociendo que está sujeto a error y a posibles influencias».

Un análisis de lo que está a acontecer con las evaluaciones, con participación de todos los implicados, puede propiciar la mejora de los procesos y la atención a determinados principios y declaraciones que suelen aparecer en los documentos programáticos. Y no olvidemos que, como han argumentado Korthagen, Loughran y Russel (2006), analizando programas exitosos de formación inicial del profesorado desarrollados en Holanda, Canadá y Australia, el aprendizaje de la enseñanza se favorece cuando las perspectivas de enseñanza, aprendizaje y evaluación que se proponen desde el programa formativo son modeladas por los formadores de profesores en su propia práctica.

Cuando nos referimos a la construcción y desarrollo de un proyecto compartido y coherente en los centros de formación, pensamos en el debate y acuerdos en torno a múltiples cuestiones implicadas, entre ellas la evaluación, como hemos comentado, pero también sobre otras muchas, como por ejemplo: el sentido y finalidades de la educación, la concepción del aprendizaje, del currículo, de la enseñanza y la formación, los conceptos de profesionalización o el concepto de competencia y su relación con los conocimientos, el modelo de profesional docente

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deseable, el propio modelo de formación, de desarrollo profesional y de relación teoría-práctica por el que se opta, y los dispositivos de formación, actividades y tareas concretas.

Hemos de reconocer que el proceso de diseño, puesta en marcha y evaluación de un proyecto mínimamente compartido y coherente no resulta fácil teniendo en cuenta las tradiciones instaladas, los intereses habitualmente en lucha en las instituciones universitarias y las visiones diferentes que puedan existir. Como ha escrito Perrenoud (2010, pp. 104-105): «a las incoherencias de todo formador se añade por supuesto, en el seno de la institución y, de una forma más global, dentro del sistema educativo, el choque de visiones diferentes, incluso antagónicas, de la formación del profesorado y de su coherencia. En una organización, corresponde en principio al equipo directivo imponer su visión de la coherencia, pero esta pretensión es abiertamente cuestionada en ocasiones, y más a menudo mezzo voce, en especial en las organizaciones:
• más colegiadas, en las que nadie tiene el poder de poner a todo el mundo de acuerdo;

• que están mejor dotadas en contradictores con los medios de argumentación necesarios para poner de relieve la relativa arbitrariedad de cualquier coherencia profesada por el equipo directivo de la organización».

Aun considerando estas apreciaciones, defendemos la importancia de trabajar denodadamente en torno a la construcción de un proyecto formativo de docentes compartido y coherente en las instituciones, y de luchar igualmente con mucho coraje para mantener la coherencia suficiente...

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