Forma del negocio y nuevas tecnologías

AutorJosé Ángel Torres
CargoCatedrático de Derecho Civil. Universidad de las Islas Baleares
Páginas489-522

FORMA DEL NEGOCIO Y NUEVAS TECNOLOGÍAS

JOSÉ ÁNGEL TORRES LANA

Catedrático de Derecho Civil Universidad de las Islas Baleares

1. PLANTEAMIENTO DEL TEMA

Hace algo más de veinte años HERNÁNDEZ GIL (1983, pág. 31) establecía un paralelismo entre la informática jurídica y la codificación, señalando agudamente que «en algún aspecto, la informática jurídica viene a ser, dos siglos después de la codificación, la reencarnación y el replanteamiento de la misma idea codificadora situada ante los problemas de hoy y desarrollada conforme a los avances tecnológicos de nuestro tiempo»; añadía que los Códigos, producto de la vieja imprenta, resultan hoy insuficientes, mientras la inteligencia sintética de los ordenadores se ha puesto en marcha para recuperar los datos normativos y agilizar las decisiones; y concluía afirmando que el paralelismo entre codificación e informática se prolonga también en el plano de la contradicción y el rechazo, recreando la antigua discusión de las escuelas.

El diagnóstico se ha revelado certero. La utilidad de la informática como instrumento auxiliar en la recuperación, manejo y cruce de datos está fuera de toda discusión. Ha querido irse más lejos e incluso se ha apuntado la hipótesis de la «máquina de juzgar», aquella que produciría la decisión contra la entrega de hechos probados o admitidos como ciertos, olvidando que, en tal caso, la función juzgadora correspondería cabal y realmente al programador de las respuestas del ordenador. Por suerte, aún se está lejos de esta posibilidad.

En cambio, la transferencia de la información almacenada, es decir, la comunicación de la misma constituye ya un fenómeno de cierto arraigo. La creación de internet, la red de redes —expresión que amenaza con monopolizar el término «red»—, ha sido decisiva para propiciar y facilitar este intercambio de datos. Asimismo, tampoco es gratuita la expresión «sociedad de la información» con la que trata de describirse el tejido social de finales del siglo XX y comienzos del XXI y que comprende no sólo el acceso a la información, sino también el intercambio de la misma, es decir, la comunicación.

Ha resultado, pues, inevitable que las nuevas autopistas de la comunicación se utilizasen para la realización de tratos y contratos, entre empresarios, entre particulares o entre unos y otros. Otra expresión de nuevo cuño, la de «comercio electrónico», ha aparecido para designar a la contratación realizada a través de estos cauces.

En tesis general se ha saludado con alborozo el advenimiento al mundo del Derecho de estas llamadas nuevas tecnologías. De hecho, la producción legislativa y doctrinal sobre tales cuestiones ha crecido de forma exponencial en todos los países mínimamente desarrollados, alcanzando notables niveles de cantidad y de calidad. Sin embargo, también en tesis general, puede afirmarse que se echa en falta el intento de establecer una relación y, sobre todo, una adaptación entre los antiguos elementos y los nuevos, lo que ya existía y lo que acaba de nacer; de enraizar lo nuevo en lo preexistente, por decirlo gráficamente.

En este orden de cosas, hay un punto concreto que ofrece, a mi juicio, un especial interés. Y ello en un doble sentido: por un lado, en cuanto piedra de toque de la afirmación expresada en el párrafo anterior, o sea, de la puesta en relación de los medios clásicos y los cauces modernos; por otro, en razón a la trascendencia que sus consecuencias comportan. El tema es, como se habrá adivinado ya, el de la forma del negocio jurídico. Es cierto que dicho tema podría reducirse al puro ámbito de lo contractual, concretando más el problema, pero éste, según creo, es más general y básico, puesto que involucra cuestiones tales como los medios de emisión de la voluntad, sea ésta unilateral o bilateral.

La forma, en su expresión más genérica y omnicomprensiva, ha suministrado acomodo a modalidades de emisión de la voluntad que hace no mucho tiempo hubieran parecido un retroceso, si es que no francamente extravagantes. Piénsese en el valor atribuido y reconocido al golpe (click, en el lenguaje coloquial de los usuarios) del mouse. Sin embargo, no es éste el tema que ahora me interesa. Mi interés se centra, más bien, en la transposición al mundo de la informática de clásicas cuestiones respecto a la forma; a la forma escrita, claro, puesto que ésta es la más arraigada, la de mayor vitola y la que más atención ha suscitado tradicionalmente como mecanismo de exteriorización de la voluntad de manera diferente a la verbal.

La escritura no es la manera en que la información transita por internet. Pero sí es el modo en que la misma se proyecta al exterior, es decir, hacia el usuario. Por supuesto, también de este modo se comunican las partes en los tratos y contratos electrónicos, aquellos que componen e integran el llamado comercio electrónico. Hasta este punto, la red no se diferencia de otros modernos mecanismos de transmisión de la información; tendremos ocasión de verlo enseguida. En general, la información se transmite de una manera y se exterioriza de otra, utilizando la escritura sobre soporte papel. En la informática esto también ocurre: la pantalla muestra un texto escrito y es posible imprimirlo y obtener el mismo sobre idéntico soporte.

Acaso sea ésta la razón de que haya pasado relativamente desapercibida una diferencia importante entre la informática y los restantes procedimientos mecánicos: la manera de almacenar e incluso de proyectar la información a través de la pantalla. La cuestión merece, a mi juicio, un estudio detenido. Las líneas que siguen no constituyen todavía —ni siquiera lo intentan— un tratamiento exhaustivo de los problemas que el fenómeno descrito suscita. Su intención, más realista y, desde luego, aun provisional, es tan sólo la de suministrar unas pautas para la reflexión que el tema requiere y unas líneas de actuación todavía iniciáticas en el tratamiento o, al menos, en el planteamiento de los problemas que surgen en derredor de estas cuestiones.

2. DECLARACIÓN DE VOLUNTAD, LIBERTAD DE FORMA Y PRUEBA

Es bien sabido que el proceso de espiritualización del Derecho ha corrido paralelo a su grado de desarrollo. En realidad, el Derecho, como manifestación cultural que es, no ha constituido en este punto una excepción en el camino de progreso intelectual del ser humano y de la aparición y asentamiento del pensamiento abstracto. Por esta razón, el primitivismo jurídico se ha caracterizado en todas las sociedades por su alto de grado de formalismo o, por mejor decir, de ritualismo. De hecho, en las sociedades primitivas actuales persiste todavía una intensa penetración de lo ritual, simbología, a su vez, de lo mágico, que, en última instancia, sólo trata de ser una representación gráfica del poder.

El Derecho romano tampoco se sustrajo a esta etapa. Es sabido asimismo que sus primeras manifestaciones estuvieron imbuidas de grandes dosis de formalismo determinante de la validez de los actos. Las formalidades exigidas no solían incluir la escritura, sino más bien la repetición de determinadas fórmulas rituales o la realización de determinadas conductas por parte de los intervinientes en el acto.

Ello quedaba bien expresado en la fórmula de las XII Tablas (VI,1): «Cum nexum faciet mancipiumque uti lingua nuncupassi, ita ius esto». El texto no implica desconocer el aforismo «verba volant…». Todo lo contrario, la exigencia ritual lo presupone. Pero la fijación o conservación de las palabras se realizaba, no por medio de la escritura, sino a través de fórmulas cuasisacramentales, solemnes, que, pronunciadas en presencia de testigos, dotaban de trascendencia y eficacia jurídica al acto o al contrato. La conciencia adquirida por los intervinientes respecto de su propia vinculación constituía, así, una consecuencia directa del poder simbólico emanado de la fórmula utilizada. La época clásica mantuvo el predominio del rito sobre la escritura. Las Instituciones de Gayo han revelado el carácter residual de la escritura en la constitución de obligaciones: «Litteris obligatio fit ueuliti in nominibus transcripticiis. Fit autem nomen transcripticium duplici modo, uel a re in personam uel a persona in personam» (Inst. 3, 128). Sólo dos supuestos frente a un régimen general tan ritual como formal: «Verbis obligatio fit ex interrogatione ex responsione, uelut dari spondes? Spondeo, Dabis? Dabo, Promittis? Promitto, Fideipromittis? Fideipromitto, Fideivbes? Fideivbeo, Facies? Faciam» (Inst. 3, 92).

La progresiva espiritualización del Derecho de Roma se vio favorecida, si es que no auspiciada, por la interrelación de tres elementos: el primero de ellos es el elemento ético, constitutivo de un ingrediente básico en la formación y desarrollo del Derecho canónico; el segundo, el constituido por las necesidades de un tráfico jurídico más intenso y precisado, por tanto, de una mayor agilidad, y el tercero, el creciente valor otorgado a la voluntad personal.

La espiritualización referida no arrumbó ni el concepto ni la importancia de la forma, pero si desplazó su significación desde su acepción primitiva —equivalente a rito— a la más aceptada modernamente, que en la práctica ha venido identificándola con la escritura. Por eso hay que entender que, cuando en nombre del dogma de la voluntad, se proclamó la ausencia de forma lo que se significaba realmente era la falta de exigencia de ritos —innecesarios si se reconoce valor a la causa del negocio—, pero no la ausencia de forma entendida como ausencia de cualquier medio de expresión de esa voluntad, ahora constituida en la única fuerza impulsora de la validez y eficacia del acto. La exigencia de cognoscibilidad de la voluntad exige un cierto procedimiento de exteriorizarla, sea cual sea éste. Así pues, en ésta su acepción más genérica —y probablemente menos técnica—, la forma ha sido siempre un requisito del acto o del negocio, en cuanto medio de proyección de la voluntad al exterior. De ahí que haya que hablar con más propiedad, no de...

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