Finales como principios. Desmitificando la Ley orgánica de tribunales de 1870

AutorMaría Julia Solla Sastre
Páginas427-466

    Este trabajo se ha llevado a cabo en el marco del proyecto de investigación «Cultura jurisdiccional y orden constitucional: Justicia y Ley en España e Hispanoamérica», con referencia SEJ2004-006696-c02-02.


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1. A modo de introducción: el mito de los orígenes

La historia de la justicia en España no se ha mantenido nunca al margen de los mitos fundacionales1. Tampoco la organización misma de los tribunales ha sido ajena a ellos. Antes bien, nuestro aparato judicial dispone de su propio mito acerca de sus orígenes: se trata, en este caso, de una Ley, la provisional orgánica del Poder Judicial. En efecto, la doctrina ha coincidido en situar los comienzos del orden judicial que conocemos el 15 de septiembre de 1870, fecha en la que se promulgó esta Ley que marcaría el inicio de una nueva y definitiva etapa en la administración de justicia en nuestro país.

Tradicionalmente el estudio de la Ley orgánica del Poder Judicial (LOPJ) se ha abordado por parte de la doctrina desde su comprensión como estructura judicial vigente. Y es, en realidad, esta concepción de la andadura posterior a 1870 como ya nuestra la que ha mitificado a la LOPJ, en su recorrido, como origen. Pero precisamente por concebirse como principio y tratar, así, de consolidarla como punto de partida, se ha tendido a relegar un tratamiento histórico de la LOPJ que hiciera posible afrontar el pasado inmediato de la Ley noPage 428 como un mero largo preámbulo de una administración de justicia nueva, sino como una realidad predecesora explicativa en sí del propio texto legislativo.

Por ello, propongo aquí al lector hablar de la Ley orgánica de tribunales, pero acercándose a ella desde una óptica inusual, en tanto que histórica, para poder releer, así, la norma de 1870 desde antes de 18702. Y, con ese fin, sugiero hacer este somero recorrido atendiendo, en primer lugar, a la novedad que la LOPJ supuso, y a la realidad del juez sobre la que recayó esa novedad; pero sin desatender, en segundo lugar, las continuidades que permanecieron en la base de su propio planteamiento. De manera que, apreciando lo que de nuevo, pero también de viejo, tuvo la LOPJ, pueda llegarse al final de esta trayectoria a la misma impresión de la que ya desde un primer momento parto: que la Ley de tribunales de 1870 en realidad supuso para la administración de justicia en España más aún que un comienzo, un verdadero momento de clausura.

2. El modelo de juez existente antes de la LOPJ

Con la LOPJ daba comienzo una nueva etapa para la administración de la justicia en España. Resumiendo apresuradamente aspectos conocidos, 1870 ha sido considerada por la doctrina actual la fecha de la implantación real de la separación de poderes y, en concreto, el momento de consolidación de la independencia efectiva del Poder Judicial respecto del ejecutivo, de la inamovilidad de los jueces como su principal garantía de independencia y de la responsabilidad como su imprescindible contrapeso3. El modelo de juez que encajaba en este diseño del Poder Judicial se entendía, por consiguiente, sujeto exclusivamente a la ley, y no podía ser otro sino un juez técnico, reclutado por oposición, inamovible y, finalmente, responsable. En palabras de Fairén, la LOPJ construyó «la figura clave de todo Estado de Derecho: la del "juez legal"»4.

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No obstante, sin dejar de ser esto cierto, debe tenerse en cuenta que, cuando en 1870 la LOPJ legalizó de manera novedosa su concepción acerca de la administración de justicia y de su personal, lo estaba haciendo en un contexto que ya disponía de su propia comprensión de la figura del juez; un juez que no sólo podía encontrarse a lo largo del XIX español, sino que ya era una realidad presente mucho antes de inaugurarse el siglo. Así, a finales del xviii, «el corregidor perfecto y juez exactamente dotados de las calidades necesarias y convenientes para la más recta administración de la Justicia» se trataba de un juez que, además de ser buen letrado, estaba «dotado de todas las virtudes morales y civiles que prescriben las sagradas Letras y Reales disposiciones»5.

En efecto, con anterioridad al Ochocientos, el modelo que se había generalizado era el de un juez eminentemente de calidades que bien se podría identificar con el del «juez castellano»6. Este juez se integraba en un paradigma de justicia bajomedieval en el que por un lado, el derecho no era legal, sino jurisprudencial7; y por otro, se había consolidado la práctica de no motivar las sentencias8. La garantía, pues, de este característico «modelo jurisdiccional» se centraba en la persona del juez, y no en su decisión: a falta de «ley» y en ausencia de motivación, si la justicia no quedaba objetivada en el fallo, debía manifestarse fundamentalmente en la conducta de la persona misma del juez. En ausencia de ley, el juez era la imagen de la justicia9.

Sin embargo, aunque pudiera pensarse que esta figura de juez desapareció a principios del siglo, lo cierto es que se mantuvo vigente en sus rasgos esen-Page 430ciales, poco cuestionada y muy asentada en la cultura judicial decimonónica10. Bien entrado el XIX, no dejó de hablarse de la necesidad de un juez meritorio: «En el Juez deben concurrir cuatro calidades -afirmará Gómez Negro-; á saber: autoridad, competencia, ciencia é imparcialidad»11. En realidad, la primacía de este juez de calidades, si podía seguir manteniéndose a lo largo de los años, era precisamente porque el orden jurídico se seguía caracterizando por ese rasgo esencial que ya hundía sus raíces mucho antes de 1810: la incerteza12.

Efectivamente, no se debe olvidar que el siglo XIX español asumió desde sus inicios un ingente bagaje de normas y prácticas -jurídicas- que provenían del Antiguo Régimen y que el propio siglo consideró en inmensa medida vigentes13. Al mismo tiempo, todo el Ochocientos adoleció de lo que en términos actuales se podría calificar como graves insuficiencias normativas: la producción legislativa parlamentaria fue escasa; pero fue sobre todo la ausencia de un Código Civil que contuviera un mínimo sistema jerarquizado de fuentes la que consolidó un panorama normativo tan pragmáticamente inmanejable como eminentemente incierto14. Atendiendo a este escenario, no puede extrañar que la implantación para los tribunales de la obligación de motivar las sentencias y, en consecuencia, de la casación misma, fuera a su vez tan lenta como difícil15.

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De este modo, mientras que no pudiera controlarse la motivación de los fallos del juzgador, la recta administración de la justicia se hacía depender en gran medida de las calidades de quienes la administraban. Un decreto del Ministerio de Gracia y Justicia no podía expresar con mayor claridad esta vinculación entre orden normativo incierto y centralidad de este modelo antiguo de juez: «La falta de Códigos -acusaba en 1836- nos tiene reducidos á una legislación dispersa, antigua, y que la razón recta y la probidad constante apenas son suficientes para acomodarla á las costumbres, á las circunstancias, y á lo que exigen los adelantamientos y las luces del siglo.

Sin embargo, -proseguía- el Gobierno desea acercarse todo lo posible á la perfección á que se podrá aspirar más adelante. Con este objeto S.M. [...] se ha servido resolver que se provean en propiedad las judicaturas de primera instancia que se sirven interinamente; recayendo estas provisiones en personas que reúnan los requisitos necesarios, y que [...] hayan acreditado su aptitud, su adhesión al trono y á la libertad legal, su integridad, su prudencia y las demás virtudes que forman el carácter de un buen juez»16.

Años más tarde, de nuevo una disposición ministerial ponía de manifiesto la preeminencia en este modelo jurisdiccional del «juez meritorio», y no de «aplicación de la ley», para el buen funcionamiento de la administración de justicia. En 1841, el Ministerio de Gracia y Justicia, al dirigirse a los jueces y magistrados -como recurrentemente hacía-, recomendaba la conducta que estos debían seguir en los siguientes términos: «Este Gobierno exige que la moralidad, la rectitud y la imparcialidad, que siempre han formado la esencia de la buena administración de justicia, sean mas austeras y mas escrupulosamente observadas. Con estas calidades, que suponen y envuelven la conducta mas esmerada y decorosa, la vida mas pura y arreglada de los magistrados y jueces, sus decisiones serán indudablemente justas»17. Y es que, tal y como sentenciaría Ortiz de Zúñiga, «la recta administración de justicia es inseparable de la integridad y pureza de los jueces»18.

Aunque su recta administración no dependía únicamente del talante y condiciones del juzgador. Las calidades del juez debían acompañarse de las calidades del proceso mismo. Tal y como diría Gómez Negro, en correlación con las que adornaban al juez, «todo juicio debe estar dotado de cuatro calidades;Page 432 es decir...

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