La filosofía de las reformas del estado de bienestar

AutorJosé Luis Rey Pérez
Páginas18-61

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Las reformas de muchas instituciones de bienestar que se han seguido en diversos países europeos en general y en España en particular, han seguido los criterios que desde hace años ha marcado la filosofía económica y política del liberalismo. Estos principios parten de la idea de extender la acción del mercado, como eficiente mecanismo de asignación de recursos, y reducir la del Estado para minimizar su volumen y hacer así viable la reducción de impuestos y el equilibrio presupuestario. En la provisión de bienestar el Estado debe jugar un papel subsidiario del que juegan los agentes privados, intervenir solo en última instancia y siempre que el ciudadano que precisa la ayuda haya demostrado cumplir con el principio de reciprocidad, con su

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principal deber ciudadano que no es otro que el de trabajar, el de encontrar y desempeñar un empleo.

Sin embargo, la forma de extender la acción del mercado o, quizá dicho con mayor propiedad, de los agentes privados en detrimento del Estado no ha asumido una sola forma. Se han ensayado distintos esquemas en función de cómo se asigne el bienestar y de quién tenga el control de las políticas. Esto significa que hay que ampliar el campo de la discusión y no simple-mente plantear el mercado como solución o como problema5, sino concretar de qué tipo de mercado estamos hablando. Jane R. Gingrich6explica que las reformas de los sistemas de bienestar dando entrada al mercado pueden adoptar seis formas: los managed markets, que son aquellos que buscan sobre todo la eficiencia en el gasto publico asignando el bienestar de una manera colectiva; los consumer controlled markets, que son aquellos que persiguen un incremento de la calidad percibida por los usuarios de los servicios públicos que se asignan también de forma colectiva; los park barrel markets que son aquellos que buscan el mayor beneficio de los productores, esto es, de los agentes privados que entran en el mercado ofreciendo este servicio publico y que se asignan también de manera colectiva; los austerity markets que son aquellos que buscan un criterio de eficiencia en el desembolso que hace el Estado pero que asignan el servicio de forma individualizada; los two-tiered markets que buscan la calidad del servicio en los usuarios asignándolo de manera individualizada; y, por ultimo, los private power markets que son aquellos que buscan el mayor beneficio de los proveedores de servicios y asignan éstos de forma individualizada. Vemos, por tanto, que en función de cómo se regule el mercado tenderá a beneficiar o bien al Estado, o bien a los beneficiarios o bien a las compañías privadas. Porque es obvio que estos tres agentes no comparten los mismos

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objetivos7. Por ejemplo, como explica Gingrich, "las reformas más tempranas del mercado en el sistema de salud sueco extendieron la posibilidad de elegir a los pacientes y los hospitales de pago atendiendo a los flujos de pacientes. Estas reformas otorgaron poder a los usuarios y redujeron las listas de espera, pero también redujeron el control del Estado sobre los gastos. Por el contrario, las reformas en el sector del cuidado a los ancianos en Suecia expandieron los contratos con el sector privado sin aumentar las opciones de los usuarios. Lejos de hacer girar el sistema alrededor de los usuarios de más edad, estos mercados los hicieron invisibles al público y otorgaron gran poder a los gobiernos locales en el control de los costes. Las reformas más recientes en el sistema de salud sueco han caminado en una tercera dirección. Se han centrado en crear un sector y una economía de salud privada otorgando a los nuevos proveedores privados una auto-nomía sobre cuándo y dónde entrar en el mercado, cuándo tratar o no a los pacientes y cómo operar"8.

Obviamente, estos modelos explicados por Gingrich no dejan de ser tipos ideales que, en la práctica, pueden darse combinados. Cuando se habla de hacer ciertas reformas en el sistema de salud público español, por ejemplo, para dar entrada al sector privado la forma en que se haga esto no es indiferente. Puede hacerse simplemente sacando a concurso la gestión de los hospitales, donde probablemente la empresa que presente un presupuesto más reducido se hará con la licencia, favoreciendo así el ahorro a las arcas públicas, o puede combinarse esto con la libre elección de centro sanitario por parte del ciudadano lo que introduce un elemento de competitividad en el sistema de forma que aquellos que atiendan más pacientes recibirán más y, al mismo tiempo, se instrumentaliza un cierto control mediato por parte del paciente de la calidad del servicio que se le está prestando. Siendo ambas formas de introducir al sector privado en la garantía de un derecho social básico como el derecho a la salud, no tienen iguales consecuencias.

Las dimensiones que Gingrich pone de manifiesto en su trabajo no dejan de ser alternativas que contienen cierta tensión. Cuando se habla de garantía de los derechos sociales, en particular en un contexto de escasez de ingresos creciente como el que vivimos, debemos tener en cuenta un aprovechamiento eficiente de los fondos públicos. La simple externalización y asignación

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a una empresa privada de la gestión de ese servicio público no garantiza ni asegura un ahorro de recursos. Puede ocurrir que los costes finales para el Estado sean mayores sobre todo si se les otorga a las compañías privadas una cierta autonomía que puede disparar la factura. El ejemplo típico que suele citarse aquí es el caso de la asistencia sanitaria en Estados Unidos, donde el Estado se gasta una cantidad mucho mayor que la que nos gastamos en España siendo nuestro sistema, hasta ahora, mayoritariamente público. Por ello, externalización no siempre y no necesariamente supone ahorro. Por otra parte, puede ocurrir también que la forma que tengamos de introducir al mercado suponga establecer algún tipo de privilegio en favor de aquellos que tienen más recursos. No está claro que reformar el sistema de salud permitiendo a la ciudadanía optar por un sistema de salud público o uno privado suponga en términos absolutos un ahorro al Estado (ya que tendrá que seguir financiando el sistema público de salud cuyos costes no se reducen de forma proporcional al número de usuarios, pensemos en determinadas máquinas cuyo coste es fijo se atienda a pocos o muchos pacientes y además se contarán con menos ingresos ya que se tendrá que establecer algún tipo de deducción o exención fiscal a aquel que opta por el sistema privado) pero desde luego lo que sí genera es un fenómeno de dualización social donde finalmente el sistema de salud pública acabará siendo el de aquéllos que carecen de recursos para afrontar el pago de uno privado, un sistema residual y de poca calidad que tendrá consecuencias estigmatizadoras y que, en el medio plazo, puede hacer que el derecho al acceso a la salud, en su contenido esencial, pueda considerarse vulnerado.

Puede concluirse, por tanto, que el argumento de que el mercado supone un aprovechamiento más eficiente de los recursos públicos no es indiscutiblemente cierto. Habrá que ver qué tipo de mercado estamos estableciendo. Y también a la hora de optar por un sistema u otro necesariamente se deberán tener en cuenta otras cosas que no sean simplemente el monto del coste: habrá que considerar la calidad del servicio que se da a la ciudadanía y la intensidad con que el derecho está garantizado.

Porque cuando se habla de que la manera de garantizar un derecho social puede adquirir diversas formas, no se puede olvidar que lo prioritario es que ese derecho social se esté cumpliendo. Es decir, los derechos marcan qué garantías son posibles y cuáles no lo son, excluyen algunas, y esto es algo que no debe olvidarse cuando se quiere privatizar la forma de garantizar

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los derechos sociales. Por eso, todas aquellas formas que impliquen, por ejemplo, otorgar la gestión de un servicio publico atendiendo únicamente al criterio de los ahorros de costes, aun cuando se haga de forma colectiva, esto es, sin establecer dualidades entre los beneficiarios, puede traducirse en una atención deficiente que incumpla el estándar mínimo exigido en el contenido esencial de ese derecho social.

Las reformas que se están llevando a cabo en todos los países europeos han ido haciendo cada vez más selectivos y condicionales sus sistemas de protección social. Se habla así del paso del welfare al workfare porque todos estos esquemas de condicionalidad vienen acentuar la necesidad de que el beneficiario de los programas se oriente al mercado laboral o incluso acepte cualquier oferta que reciba de éste, sea cual sea su naturaleza9. El debate, no obstante, no es nuevo porque aun cuando en los países nórdicos se disfrutaba de esquemas de bienestar mayoritariamente universales, éstos ya eran cuestionados atendiendo a su eficiencia o al presunto incumplimiento de un deber de reciprocidad que debiera acompañar a toda provisión del Estado. Más aún, en un contexto como el actual, donde el presupuesto público se reduce por la contracción de la economía, las provisiones universales se sacan de la agenda por considerar que son un despilfarro y entenderse que ahorrar en esas partidas no resulta ni tan difícil ni tan complicado. No obstante, no está claro que la condicionalidad o la selectividad, por un lado, aseguren el principio de igualdad, ni que nos lleven a aumentar la calidad de los servicios ni, en último lugar, que sirvan para aprovechar más eficientemente el escaso presupuesto público.

2.1. ¿Universales o selectivos? La tendencia a la focalización en la garantía de los...

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