La filosofía de los derechos humanos de cuarta generación. Objeto de protección y fundamento

AutorMaría Eugenia Rodríguez Palop
Páginas331-474

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Sección primera
1. Algunos puntos de partida para plantear el debate

Por lo que a su objeto de protección se refiere, los derechos de la cuarta generación plantean problemas de gran entidad. Y ello, entre otras cosas, porque con su articulación se pretende garantizar la protección de intereses colectivos1 que habría que definir y acotar convenientemente, haciendo uso de un procedimiento adecuado, y que, una vez delimitados, tendrían que poder armonizarse con las exigencias, intereses y necesidades individuales que están en la base de los derechos humanos ya reconocidos como tales2. De momento, entenderé que los

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intereses colectivos están vinculados a lo que sea considerado un bien colectivo que, siguiendo a R. Alexy es aquel que tiene un carácter no excluyente y al que ni conceptual, ni fáctica, ni jurídicamente, puede dividirse entre los individuos3. Obviamente, tales intereses, en principio, fácticos, tienen que ser justificados, es decir, adquirir un status normativo, si lo que se pretende es presentarlos como la fundamentación de un bien colectivo moral y jurídicamente relevante. Como señalaré más adelante, es en este terreno en el que juega un papel importante la teoría discursiva habermasiana.

En fin, parece necesario estudiar el contenido de los nuevos derechos para dilucidar si se trata únicamente de un conjunto de presupuestos o condiciones que hacen posible la efectiva puesta en marcha del resto de los derechos consolidados4; si,

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más bien, deben ser considerados derechos síntesis, pudiendo carecer, en tal caso, de autonomía conceptual5; o si, por el

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contrario, constituyen una auténtica novedad capaz de alterar el universo de los derechos humanos6. En este último supues-

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to, sería interesante establecer una hipótesis acerca del modo en que se produciría dicha alteración y de su eventual impacto en nuestro discurso moral y político. Parece claro que abordar tal asunto implica necesariamente admitir la tesis, ya clásica, según la cual el bien común o interés general puede tener entidad propia y no coincidir en todo caso con el resultado de una suma de intereses parciales y/o individuales7.

Evidentemente, cabe también la posibilidad de considerar a los nuevos derechos como derechos instrumentales, allí donde ciertas reivindicaciones no han sido satisfechas, por ejemplo, en el espacio internacional, en el que, además, podrían operar como técnicas adecuadas para arbitrar las relaciones entre Estados; y/o como derechos síntesis, donde existe ya un elenco de derechos fundamentales reconocidos y garantizados, como sucede en el ámbito interno de ciertos Estados.

Pues bien, sea como fuere, al hilo de esta argumentación, intentaré mostrar que la delimitación exacta de lo que constituye el interés general exige, por un lado, una comunidad ideal

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de diálogo al estilo habermasiano, dirigida al entendimiento y no a la consolidación de posiciones estratégicas, y por otro, una determinada actitud por parte de los concurrentes8; una actitud que exige la adopción de un punto de vista imparcial y que requiere hacer propios los intereses y pretensiones de todos los participantes, incluso de aquéllos que, aun sin serlo, pudieran verse afectados por la decisión adoptada9. De este modo, el resultado final de la deliberación sería el fruto de una adecuación tal de los intereses en juego que, como veremos, en la arena política, sólo podría traducirse en una profundización de la democracia, de un determinado sistema democrático10.

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Ya sabemos que algunos autores han señalado el peligro de transpersonalismo que subyace a la tesis del interés general (con pretensiones de objetividad) que, ciertamente, podría llegar a presentarse como algo cualitativamente superior y/u opuesto a los intereses individuales11. Así, como asegura J.C. Bayón, desde este punto de vista sería posible afirmar que hay cosas que interesan al agente aunque él no se interese por ellas, estableciendo de este modo una diferencia entre sus intereses reales y sus intereses subjetivos.

Sin embargo, a pesar de las dificultades que presenta su definición, el concepto de interés objetivo puede ser útil en relación, al menos, con el de necesidades individuales, siempre que éstas se conciban como una realidad «independiente» del individuo necesitado, es decir, que pueden existir aun cuando éste no sea consciente de ello12. En este supuesto, lo que en última instancia queremos decir es: o bien que los intereses

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objetivos se configuran sobre la base de los intereses subjetivos, con independencia de que el individuo los haya definido o no consciente y racionalmente (se trata de lograr la satisfacción de sus necesidades)13; o bien que los intereses objetivos representan preferencias moralmente valiosas que el individuo debería tener, aunque de hecho no las tenga14.

No obstante, no hay que pasar por alto que es posible y, a mi juicio, más razonable, rechazar la creencia previa e incuestiona-da de que pueden existir entes cualitativamente superiores a los individuos, dado que el interés general puede ser el fruto de un proceso de universalización de los intereses individuales15. El

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principio de universalización en la construcción habermasiana, por ejemplo, que es la que usaré para abordar esta problemática, exige que los intereses particulares se inserten en el discurso práctico para así poner a prueba su «generalizabilidad», y no determina el contenido de los intereses generalizables porque dependerá, en cada caso, de las circunstancias sociohis-tóricas en las que se desenvuelva tal discurso así como del acuerdo que alcancen aquéllos que lo protagonizan16. Por consiguiente, los intereses objetivos/generalizables no pueden ser independientes de los planes de vida de los individuos e, incluso, interpretados adecuadamente, pueden identificarse con las necesidades compartidas comunicativamente17. Tales necesidades han de verse como categorías sociales e históricas, pues sus formas de determinación y sus modos de satisfacción son y las convierten en hechos sociales (por eso el hombre es consciente de ellas a medida que avanza el proceso de socialización), aunque son siempre sentidas individualmente18. Nada de esto significa que un acuerdo contingente en torno a intereses y necesidades particulares garantice espontáneamente la determinación de intereses y necesidades universales, sino que para ello se exige la formación de una voluntad racional19.

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No olvidemos que la situación ideal de diálogo al estilo habermasiano ha de servir a los participantes para discernir, de entre sus intereses, cuáles pueden encuadrarse en la consideración de intereses generalizables (que coinciden con el interés de emancipación de toda la humanidad)20, y en el esclarecimiento de tales intereses cada persona ha de asumir una cierta cuota de protagonismo. En fin, el proceso de formación del consenso en condiciones ideales ha de desembocar finalmente en la constitución de una voluntad racional y en la erección de un interés común21.

Así, como asegura J. Muguerza, la racionalidad comunicativa se revela como una racionalidad deontológica, que no se orienta a describir el proceso moral y político sino a prescribir lo que debe ser22. Y por esta razón, entre otras, puede decirse que la comunidad racional no es un concepto empírico sino normativo, y que se va formando en la medida en que se desarrolla un discurso legítimo acerca de la acción y los intereses colectivos23. Es

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en este sentido en el que A. E. Pérez Luño afirma que el bien común tiene una dimensión axiológica, es decir, no puede encontrarse, de hecho, en la vida real, sino que representa un valor cuya consagración exige un clima de solidaridad colectiva24.

En definitiva, la tesis habermasiana facilita la construcción de una acción comunicativa no estratégica, sustituyendo, mediante el discurso, las relaciones de dominación por nexos de cooperación, asegurando a todos los participantes posiciones de simetría y reciprocidad, y asumiendo la existencia de ciertos vínculos sociales. El proceso discursivo envuelve siempre la posibilidad de argumentar y contraargumentar, se apoya en la apertura del entorno del «nosotros» a individuos que hasta entonces permanecían como extraños o a los que, por hallarse marginados de las plataformas de decisión y negociación, sólo conocíamos a través de una experiencia indirecta25 y, de esta manera, alimenta una conciencia recíproca acerca de la existencia del otro y de la importancia del diálogo. Todo...

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